Episodios Nacionales: Los duendes de la camarilla. Benito Pérez Galdós

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Episodios Nacionales: Los duendes de la camarilla - Benito Pérez Galdós

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una pasta… Yo prepararé un frasco de Leche de rosa, que me han encargado para hoy mismo… Trabajemos aquí las dos, y hablemos. Cuenta te tiene oírme, y más cuenta reflexionar en lo que me oigas».

      Hizo Lucila cuanto Domiciana le ordenaba, y calló esperando la solución y consejo, no sin temor y ansiedad grandes, pues siempre que su amiga hablaba en aquella forma, era para proponer actos difíciles, si por un lado saludables, por otro dolorosos. Un rato estuvo la ex-monja trasteando junto a una credencia de la cual sacó botellas y tazas con diferentes líquidos. Después, sin hablar palabra, por tratarse de una mixtura que reclamaba toda su atención, midió diferentes porciones, ya con cucharillas, ya con cazos; coló el aceite de oliva, le añadió gotas de aceite de tártago, y cuando su labor parecía vencida en su parte más delicada, dijo a su amiga: «Esta es la Leche de rosa, que hago con todo escrúpulo y sin omitir gasto, para una señora Marquesa que la emplea como lo mejor que se conoce para la conservación de la tez. Con eso que tú mueles hago el jabón de tocador que llamamos de lady Derby, cosa rica, y por tanto un poquito cara. Te daré lección, si quieres; podrás hacer la Pasta de almendras para blanquear las manos, y el Agua de carne de ternero para calmar los picores de la piel… Con todo esto bien preparado y bien servido a los que saben y pueden pagarlo, se gana dinero, y se combate la ociosidad, que es la madre de todos los vicios…».

      Hizo los últimos trasiegos, se lavó las manos, y parándose con los brazos en jarras junto a Lucila, la contempló risueña, y aprobó con monosílabos expresivos su trabajo. La infeliz moza majaba en el almirez con fe y aplicación, acompañando el movimiento de la mano con hociquitos muy monos, sin apartar del fondo del mortero su atención sostenida. «¡Qué bien va eso, Lucila! Cuando lo acabes, te pondré a majar, en distinto mortero, jibiones, ladrillo rojo y palo de Rodas con otros ingredientes, para tamizarlo y hacer Polvo de coral…».

      Era Domiciana de mediana estatura, bien dotada de carnes, airosa de cuerpo, desapacible de rostro, descolorida, ojerosa, negros los ojos, la ceja fuerte y casi corrida. Si de media nariz para arriba podría su cara pretender la nota de hermosura, del mismo punto hacia abajo ganaría fácilmente el premio de fealdad por la nariz un tanto aplastada y la conformación morruda de la boca, de labio gordo tirando a belfo. No era fácil designar su edad por lo que de ella se veía: declaraba treinta y ocho años. De la vida claustral le habían quedado los ademanes y compostura señoril, en visita o ante personas extrañas, y el habla fina, correcta, en muchas ocasiones atildada. Quedábale también la costumbre de expresar su pensamiento graduando la sinceridad por dracmas y hasta por escrúpulos, según le convenía. Entre lo adquirido al reaparecer en el mundo, se notaba la asimilación de algunas voces nuevas de reciente uso social y callejero, y el cuidado de la dentadura, buena por sí y mejorada con la Lejía jabonosa y los Polvos de coral. Era un excelente muestrario de su industria. Continuaba vistiendo modestamente de negro. En visita, nunca se desmintió la monja encogida que por graves motivos de salud había tenido que volver a la casa paterna, y su conversación copiaba el prontuario de todas las muletillas de respeto para cosas y personas, así humanas como de tejas arriba. Su voz no era gangosa, sino bien timbrada y de variadas inflexiones. Lo más bello de su cuerpo eran brazos y manos.

      Pues como se ha dicho, Lucila machacaba en silencio, aguardando la ansiada solución, que la maestra no quería soltar sin preámbulos. Sentose Domiciana junto a la mesa que parecía de zapatero, frente al sitio que ocupaba Lucila, y se puso a dividir en pequeñas dosis, medidas con una conchita, ciertas cantidades de polvo de rosa, de iris en polvo, de goma molida, y a guardarlas en papelillos doblados a lo boticario. Luego formó dosis más grandes de nitro, de estoraque, de clavillo y canela, midiendo con cáscaras de nuez, y cuando estaba en lo más empeñado de su trajín rompió el silencio con estas palabras, que resultaron solemnes: «Si quieres salir pronto y bien de esa terrible situación, y salvar a tu hombre y salvarte tú, en tu mano está. El camino es corto, Lucila. No hace falta más que un poco de resolución y… Fuera miedo, fuera escrúpulos. Te vas al convento, pides ver a la Madre; la Madre te recibirá gozosa; te armas de valor, le cuentas tus penas; la Madre te oye como ella sabe oír; tú lloras un poquito, naturalmente: la Madre te consuela, te anima; le dices toda la verdad, todita, Lucila: quién es ese hombre, lo que ha hecho, la crueldad con que es perseguido… y para que no se te quede nada por decir, le cuentas cómo le conociste; haces la pintura de… de… lo guapo que es, del amor que le tienes, y… Hija, como hagas esto, según yo te lo digo, ten a tu Tomín por salvado…».

      Lucila estupefacta, suspensa, miraba a su amiga como si dudara de lo que oía. Los morros de Domiciana, al soltar la palabra, le hacían el efecto de una trompeta de son estridente, desgarrador.

      VI

      – ¡Pero usted se burla, Domiciana! – le dijo al fin Lucila cuando el estupor dio paso a la expresión clara del pensamiento. – ¿En serio me aconseja que le cuente esto a la Madre y le pida su protección?

      – Seriamente te lo digo… y tan cierto tendrás su divina protección como este es día. Yo la conozco bien. Por grande que sea la culpa de Tomín, si le pides a la Madre el indulto, lo tendrás… Tus planes de escapatoria son desatinados. Si no vas por el camino que te marco, tú y tu capitán estáis perdidos… Fuera de este camino, no veas más que la muerte… ¡y qué muerte, pobrecilla!

      – ¡Ay, Domiciana: de una amiga como usted, que me quiere de veras, no esperaba yo ese consejo! – exclamó Cigüela triste, dolorida.

      – ¿Dudas que la Madre pueda sacarte de ese Purgatorio? El poder de la Madre es tal, que con escribir su voluntad en un papelito y mandarlo a donde guisan, hace y deshace los acontecimientos, así en lo grande como en lo chico. Y diciendo ella ‘esto quiero’ no valen para impedirlo todos los Narváez del mundo con sus bufidos de mal genio, ni la caterva de monigotes viles que llaman Ministros, los cuales no son más que refrendadores de lo que manda… quien manda. Ya tú me entiendes. Como la Madre diga: ‘Sobreséase la causa del Sr. Tomín, y désele encima jamón en dulce’, ya puede estar tranquilo tu amigo… Los que hoy le persiguen, le ayudarán a ponerse las botas para que se vaya a su casa, y luego, cuando le vean paseándose libre por la calle, le harán mil carantoñas.

      – Creo en el poder de la Madre – dijo Lucila, – creo también que sirve, pero no de balde. Si concede un favor a tal o cual persona, es a cambio de otro favor, o de que la adoren como a los santos. Nadie me lo cuenta, Domiciana; lo he probado por mí misma. Cuando empezó este martirio mío, no sabiendo a quien volverme, fui al convento a pedir protección. La Madre no quiso recibirme. Sor Catalina, que siempre fue conmigo muy cariñosa, me dijo que si quería protección para mí, o para persona que me interesara, debía pedirla de rodillas con todas las señales del arrepentimiento, renegando de mi libertad, dejándome encerrar y corregir con remuchísimo aquel de severidad… Buena cosa querían: cogerme, arrancarme el corazón que tengo, y ponerme otro de papel para que con él sintiera lo que ellas sienten: nada… la muerte… ¡Y por casa un sepulcro, y por ocupación el aburrimiento!… Esto no me conviene, esto no es para mí.

      – Pero, Lucila – dijo la otra apoderándose de un argumento que creía de grande eficacia, – ¿tú crees que en este mundo se logran nuestros deseos sin algo de sacrificio? ¿Querías tú que la Madre te salvara al hombre por tu linda cara, dejándote en libertad para seguir ofendiendo a Dios?… Ponte en lo razonable, y no esperes que te saquen de este pantano sin que digas: ‘A cambio de la vida y de la libertad de ese hombre, ahí va la libertad mía, ahí va mi amor; doy también mi vida: a Dios me ofrezco toda entera para que Dios, por mediación de sus ministros… o ministras, devuelva la paz a un desgraciado’. Esto es lo meritorio, esto es lo cristiano.

      – Eso… – dijo Lucila desdeñosa, disimulando su enojo con una violenta presión de la mano de mortero sobre la pasta, – eso se lo cuenta usted a quien quiera. Lo cristiano es favorecer al prójimo sin pedirle nada.

      – Veo que no tienes pizca de trastienda, Lucila; por eso eres tan desgraciada, y lo serás siempre. Si llevas al convento tus cuitas

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