Episodios Nacionales: Los duendes de la camarilla. Benito Pérez Galdós
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– ¿Ya estás aquí otra vez? – le dijo Domiciana, que aunque se alegrara de verla, no dejaba de emplear esta fórmula displicente. – Pues hija, ya podías comprender que no puedo socorrerte tan a menudo… Lo que entra por cera no da más que para el gasto de casa. Muy deslucidas han sido las Ánimas este año, y nadie diría que estamos en Noviembre… Pues el Adviento también se nos presenta muy mediano. ¿Qué tenemos ahora? La novena de San Nicolás de Bari, que da poco de sí. La de la Purísima será otra cosa. Ten paciencia, espérate y…
Incapaz de formular un exordio apropiado a la pretensión que llevaba, Lucila no hacía más que suspirar hondo, metiéndose en la boca las puntas del pañuelo. Y Domiciana, que jugar solía con la ansiedad de las personas que más amaba, enseñándoles el bien que pedían y guardándolo después, dio estos puntazos, con dedo muy duro, en el dolorido corazón de su amiga: «No se te puede favorecer todos los días. Vaya, vaya: tenemos aquí una historia que no se acaba nunca… ¿Pero cuándo se muere ese hombre, o cuándo lo prenden y se lo llevan a Filipinas, para que descanses tú y descansemos todos?».
Estas expresiones, dichas con fría crueldad, desbordaron la pena de Lucila, que se deshizo en llanto, arrimando su cabeza a la estantería cercana. Y la otra, cambiando el juego mortificante por el juego compasivo, le dijo, sin abandonar su tarea: «Para, para, hija, que con tanta llorera le metes a una el corazón en un puño. Ya sabes que no te dejaré marchar con las manos vacías. Domiciana tiene siempre para ti las dos, las tres onzas de chocolate, media hogaza y un par de reales de añadidura. No lloréis más, ojuelos; sosiégate, corazón…»
V
– Aunque usted se enfade, aunque usted me pegue – contestó Lucila sacando las palabras del seno de su intensa amargura, – le digo… Domiciana, le digo que no he venido por la limosna que suele darme, para un día, o para tres… Ya sé que eso, su buen corazón no me lo niega… Domiciana, no vengo a eso… Pégueme, Domiciana, pero… yo le digo que estoy atribuladísima… Un miedo horrible, un presentimiento… Imposible guardar mucho tiempo más el escondite de Tolomín… Siento los pasos de la maldita policía… los siento aquí, en mi corazón… ¡pum, pum!… ya vienen… y si cogen al pobre Tolomín, yo, Domiciana… yo… Nada; pasará una de estas tres cosas: o me muero, o me mato… o mato a alguien. Créalo usted: soy una leona; pero una leona… Figúrese una madre a la que le quitan su hijo, un niño chiquitín… Pues Tolomé perseguido, condenado a muerte, herido y enfermo, es para mí como una criatura… Hasta me parece que le he dado la vida… Y se la doy, sí: yo me hago cuenta de que se muere todos los días, y que lo resucito con mis cuidados, con mis ternuras, y con este afán grandísimo de que viva y se salve… Domiciana, se lo digo a usted aunque me pegue. Se me ha ocurrido sacar a Tolomé de Madrid, ponerle en salvo, huyendo con él a Portugal o a Francia. Vea usted lo que he pensado… es una gran idea… Sí, dígame que sí, Domiciana, y dígame también que me ayudará a salvarle, a salir de este infierno. Vivir como vivimos es peor que la muerte… Usted me ayudará, usted me dará lo que necesito para hacer por ese hombre desgraciado lo que haría una madre y una hija, una hermana y una esposa, porque todo eso junto soy y quiero ser yo para él.
– Válgate Dios por lo enamorada – dijo la ex-monja mirándola con seriedad, en la cual no era difícil sorprender algo de admiración. – Bueno: pues dime ahora cuál es tu plan. ¿Conoces las dificultades de una fuga semejante? Tendréis que salir disfrazados. Y el dinero para esa viajata, que habrá de ser en coche, ¿dónde está? ¿Has creído que yo podré dártelo?
– Sí que podrá… Los gastos no subirán mucho, Domiciana. Le diré mi plan para que se vaya enterando. Lo primero ha de ser comprar un burro… ¿Se ríe? Todo lo tengo muy estudiadito… Un burro necesito, porque nos disfrazaremos de gitanos. La ropa no la tengo; pero sé dónde está y lo que ha de costarme, que es bien poco.
– Realmente, tú no harás mal tipo de gitana; pero él… ¿Es muy guapo?
– Mil veces he dicho a usted que es guapísimo, Domiciana, y nunca se entera.
– ¿Pelinegro?
– Sí… Pero los ojos son azules. Tiene tal hechizo en el mirar – dijo Cigüela con ingenua sinceridad descriptiva, – que no puedo explicar a usted lo que una siente cuando Tomín habla de cosas que llegan al corazón…
– Ya, ya – murmuró Domiciana perdida la mirada en el espacio, en persecución de una imagen ideal, fugitiva. – Ojos azules, color trigueño… como nuestro Señor Jesucristo… Bueno: pues te digo que no haréis Tomín y tú pareja de gitanos, y no resultando el disfraz, corréis peligro de que os sorprendan en el camino y os maten… Conozco la manera de dar a la tez el color agitanado… Para esto se emplea el sándalo rojo, mezclado con vinagre fuerte dos veces destilado, y añadiendo alumbre de roca, molido… Para lo que no hay secreto de alquimia es para trocar en negros los ojos azules… y como saques a tu hombre con ojos azules y vestido de gitano, cátate descubierta y él preso y pasado por las armas».
Desconcertada, Lucila miró a su amiga, como pidiéndole que al rebatir y desechar una solución propusiese otra.
– Más seguro será, tontuela, que le disfraces de amolador – prosiguió la exclaustrada. – ¿No me has dicho que habla francés?
– Sí: lo hablaba de niño, y aún le queda el acento. Su madre era francesa; se apellidaba Chenier. Él dice que por el nombre materno tiene la revolución en la sangre.
– Pues el habla francesa se apareja muy bien con los ojos azules, siempre que el pelo sea rubio. Aquí tengo yo la lejía para teñir de rubio los cabellos – dijo Domiciana mostrándole un frasco que contenía sustancia opaca. – Sé hacerla, y surto a dos señoras morenas que quieren ser rubias. Tomo dos libras de ceniza de sarmientos, media onza de raíz de brionia y otro tanto de azafrán de Indias; le añado una dracma de raíz de lirio, otra de flor de gordolobo, otra de estaquey amarillo; lo cuezo, lo decanto, y ya está. Lavando el pelo de Tomín seis o siete veces, se lo pondrás rubio como el oro; le afeitas para no tener que pintar la barba y bigote, y con esto y un poco de francés chapurrado, ya le tienes de perfecto amolador. Por poco precio, puedes proporcionarte la piedra de asperón y todo el aparato. Toma tu hombre unas lecciones de ese oficio, y salís por esos pueblos, él amolando y tú tocando el chiflo para pregonar la industria…
– Tomín no puede afilar por causa de la herida en la pierna – dijo Cigüela reflexiva, argumentando en contra, pero sin rechazar en absoluto la tesis amolatoria. – Gracias que se tenga en el burro, y que podamos caminar en jornadas cortas. Yo he de ir a pie, arreando… Además, los afiladores son mal mirados en los pueblos, y si diera la gente en, creer que llevamos algunos cuartos, nos haría alguna mala partida… Si él estuviera bueno, y pudiera, de pueblo en pueblo, amolar de verdad, cobrando poco, escaparíamos bien… Desde luego es mejor idea que la de agitanarnos. Pero de seguro habrá un tapadizo más seguro. Búsquelo, invéntelo, usted que discurre tan bien y tiene la cabeza fresca. La mía es un horno, y no saco de ella más que disparates».
Cambió el rostro de Domiciana, recobrando la orgullosa expresión de confianza en sí misma y de sábelo-todo. «Pues solución verdadera y segura no hay más que una, Lucila – le dijo levantándose, – y vas a saberla… Pero como la cosa es larga y tenemos que hablar mucho, bueno será que te quedes aquí toda la tarde… Ya no tienes que correr tras la pitanza, porque asegurada la tienes por mí. En pago de ella y del consejo que voy a darte para tu salvación y la de ese caballero, me ayudarás en mis tareas. Quítate el pañuelo de