Episodios Nacionales: Los duendes de la camarilla. Benito Pérez Galdós

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Episodios Nacionales: Los duendes de la camarilla - Benito Pérez Galdós

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y experiencia, poseía una divina claridad para dar razón de todo. Allí mis goces de hortelana, de herbolaria y de farmacéutica fueron tan vivos, que hasta las obligaciones religiosas se me olvidaban, y más de una vez me reprendió y castigó la Priora… Pero yo lo llevaba con paciencia; no se me ocurría clavar alfileres gordos en las caderas de nadie, y me sentía fuerte, rebosando salud…

      Y con tu permiso, pego aquí otro salto, en el espacio más que en el tiempo. Viéndome repuesta me llevaron a Madrid. ¡Adiós mi Sor Facunda del alma, adiós alegría de mi huerta y de mis queridísimos hierbatos! ¡Oh, qué tristeza me causó Madrid! En el tiempo de mi feliz residencia en Torrelaguna, habían ocurrido muchas cosas: cambio de personal y aun de casa, porque ya la Comunidad no estaba en la Latina, sino en Jesús… Por cambiar, hasta la política era otra, pues los carlinos figuraban poco, y eran amos de España los isabelinos con su Reina imperante. Sor Pilar Barcones, ancianita, seguía de Priora; pero la que nos gobernaba realmente era Patrocinio, maestra y madre de todas nosotras. Con satisfacción y orgullo veíamos el sin fin de personajes que iban a platicar con ella. El señor Infante Don Francisco presentó a su hijo, ya Rey o marido de la Reina; este llevó a su esposa, y tras estos egregios visitantes, iban Duques, Condes y Marqueses con sus mujeres y otras que no lo eran… Jubileo más lucido no se vio nunca. Patrocinio, a mi regreso de Torrelaguna, me pareció una figura enteramente celestial. ¡Qué blancura de tez, qué caída de ojos, qué majestad en las posturas, y qué modito de hablar echando las palabras como si fueran ecos de otras que sobre ella en invisibles aposentos se pronunciaran! Comprendí entonces su poder, y que Reina y Rey se postraran ante ella… Tan mística era su hermosura, tan soberanos sus modos de andar, de sonreír, de llamar a una de nosotras para que se acercase, y tan dulce el timbre de su voz, que causaba en los que la veían y oían por primera vez efecto semejante al de la presencia de un ser sobrenatural. Te contaré un caso para que te maravilles. Cuando la llevaron a las Magdalenas, una monja de fe muy viva, que había oído contar sus milagros y creía en ellos como yo creo en la luz del sol, en cuanto la vio quedose como pasmada; se le doblaron las rodillas; el rostro de Patrocinio fue para ella como un conjunto de la claridad de todos los rayos y centellas del cielo… La pobre monja dijo: ‘¡Ay, Jesús!’, y se quedó ciega.»

      – Pues esa era la ocasión – dijo Lucila prontamente, – de probar la Madre su santidad, porque debió llegarse a la pobre monja, y ponerle la santa mano en los ojos y decir con arrebato: ‘Ojos engañados, en nombre de Dios os mando que veáis’.

      – Algo de eso hizo Patros; pero no consta que la otra recobrara la vista, y sólo al cabo de unos días empezó a ver algo por el ojo derecho, quedándose con el izquierdo a obscuras… En fin, yo te cuento el prodigio como me lo contaron, y lo que haya de verdad ya lo dirán las escrituras… Pues sigo: si me fue muy grato ver que la Madre me tomaba cariño, por otra parte me causó un dolor muy acerbo cierto día, diciéndome que moderara mi afición a la botánica y a la composición de menjurges caseros… así lo llamaba, con desprecio de cosa tan útil como aquel arte mío mal aprendido. Ya ves: yo que no me había puesto tasa en la admiración de ella, ya la temía tanto como la admiraba… Disimulé un poco mis aficiones, que cada día se apoderaban más de mi pobre alma sepultada en aquella región del fastidio. Hablando yo conmigo misma o con Dios en la soledad de mi celda, me comparaba con Patrocinio; llegaba a creerme que tenía delante de mí su rostro blanquísimo, sus ojos que ven los pensamientos, sus manos de cera con los estigmas de las llagas, sombrajo entre rosado y verdoso… Y viéndola de presencia, como hechura de mi imaginación, le decía: Tú haces milagros, y yo combinaciones naturales, que son los milagros de la tierra; tú trabajas con las cosas que están por encima de las nubes, con lo invisible y espiritual; yo trabajo con plantas humildes que tú pisas creyéndolas cosa despreciable. De estas plantas extraigo zumos, de otras aprovecho las flores, las raíces, las cortezas, y preparo bebidas medicinales, ingredientes que sirvan para realzar la hermosura, o para mil usos y aplicaciones útiles de la vida que, por ser tantas, no se pueden contar. Tú haces tus arrumacos y tu arte de los cielos para dominar a las criaturas y someterlas a tu mando, para ayudar o estorbar a Reyes y Ministros en el mangoneo de la dominación, o en guiar a ese ganado hombruno que, como el ovejuno y el vacuno, se deja llevar por el miedo o por el engaño. Yo no aspiro a gobernar a nadie, sino a ser útil a unos cuantos, y a emplear mis días en un trabajo modesto que a mí me sostenga y me dé mejor y más cómoda vida. Tú manipulas con lo divino, yo con la Naturaleza, y en mis milagros no entran para nada el Dogma, ni la Pragmática Sanción, ni la Legitimidad; no entran más que las hierbas de Dios, el agüita de Dios, y el fueguito de Dios…

      Esto le decía yo en mis pláticas solitarias, y aun creo (no puedo asegurarlo) que se lo dije de palabra viva, frente a frente, en alguna de las agarradas que tuvimos cuando me llamaba a su celda para reprenderme».

      VIII

      Por segunda o tercera vez escanció rosolí en las dos copas, y pasando por el gaznate un buche de agua para aclarar la voz, prosiguió de este modo: «De entonces, y digo entonces por no poder marcarte la fecha, datan mis mayores trastornos. Las paredes y el techo de Jesús se me caían encima. Las locuras de otros días se repitieron con mayor gravedad; yo no me contentaba con dar gritos, sino que se me salían de la boca, sin pensarlo, palabras feísimas, las más feas que hay, y que yo no había dicho nunca. Pasados días me divertía mucho asustando a las monjas; mejor será decir que me vengaba. Algunas no me podían ver. El susto de más efecto era figurar que me ahorcaba, y apretándome el cordel y sacando la lengua, yo les metía un miedo horroroso… A tanto llegué con aquel desatino, que ya no me dejaban sola en mi celda, y dormía siempre con dos guardianas. Andando los meses me sosegué, no influyendo poco en ello la divina Madre, que muy cariñosa me amonestó y consoló, permitiéndome coger plantas y hacer con ellas apartadijos como los de los herbolarios… Pero un día, ¡ay!… Voy a contarte lo más atroz que hice, y el más estrafalario, el más ridículo y cruel de mis disparates. No sé qué día fue, ni la fiesta solemne que celebrábamos, porque en esto de fechas y festividades siempre he sido muy corta de memoria. Lo que sí recuerdo como si lo estuviera viendo es que aquel día tuvimos procesión por el claustro, a la que asistió el Rey bajo palio, con cirio, acompañado del Infante D. Francisco, su señor padre y del Padre Fulgencio, su confesor… Después de esto hubo refresco; se sentaron todos en el jardinillo que hay en el centro del claustro. Recordando el calor que hacía, calculo que ello era al apuntar del verano, quizás en la fiesta de la Pentecostés o de la Santísima Trinidad… Yo me acuerdo de que llevé sillas para que se sentaran los convidados. Frente al Rey estaba Patrocinio; a su derecha el Infante D. Francisco, y a su izquierda un fraile que no sé si era el Padre Carrascosa, confesor de la Madre, o Fray Toribio Martínez Cuadrado. Es muy raro esto de que se me confundan en la memoria dos frailazos de época muy distante el uno del otro. La confusión será porque se parecían; ambos eran grandullones, fornidos, de anchos hombros y pecho, caderas muy señaladas; unos hombrachos como castillos, con gordura de mujeres apopléticas. Yo llevaba bandejas con refrescos, y me las traía con los vasos vacíos… En una de estas idas y venidas me entró de repente la mala idea, una idea rencorosa y asesina, que con ninguna reflexión pude dominar. Ello eran unas ganas muy vivas, muy ardientes, de ofender al buen fraile, que a mí no me había hecho daño alguno ¡pobre señor!, pero que en aquel momento me inspiró un odio mortal y una repugnancia inaudita, por el bulto que hacían sus carnazas amazacotadas. Ciega de aquel furor que me acometió como una instigación del demonio, dejé en el suelo la bandeja vacía, metí la mano bajo el escapulario, saqué un alfiler muy gordo y largo, de cabeza negra, que llevar conmigo solía, y cogiéndolo con disimulo, y llegándome bonitamente al fraile, se lo clavé en la nalga con presteza y saña, metiéndoselo hasta la cabeza… Hija, el grito que soltó Su Paternidad, y el respingo que dio, saltando del banco y echándose mano a la parte dolorida fueron tales, que al primer momento todas las monjas soltaron la risa… Bufaba el fraile; yo salí huyendo avergonzada, y aquello fue un escándalo, una tragedia… Luego me contaron que el Rey se había reído, y consolaba al Padre diciéndole que el alfilerazo no había sido más que una broma, y que sin duda mi intención no fue irme tan a fondo…

      Ya comprenderás que esta barrabasada mía, hecha tan sin pensar, agravó

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