Episodios Nacionales: Napoleón en Chamartín. Benito Pérez Galdós

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Episodios Nacionales: Napoleón en Chamartín - Benito Pérez Galdós страница 7

Episodios Nacionales: Napoleón en Chamartín - Benito Pérez Galdós

Скачать книгу

que poco antes había sido llamado de su casa, donde le esperaba una visita, volvió dando voces; y lleno de cólera, que en los ojos con fulminantes rayos le centelleaba, habló así:

      – ¡No sé cómo no le ahogo!… ¡Vaya con el lindo currutaco, harto de ajos!… ¡Cuando creí que vendría a pagarme, viene a pedirme más dinero!… ¡Y ahora sale con que su señora mamá es muy rica! Miserable, pringoso, vestido con harapos de príncipe, ¿por qué esa señora no reventó antes que os pariera?

      – ¿Qué hay, Sr. de Cuervatón? ¿qué le pasa?

      – Que después que me estoy arruinando por favorecer con mi pequeña hacienda a los necesitados, he aquí que un señor condesito de Rumblar o de Barrabás con pintas, me debe más de nueve mil reales, y después de no pagarme ni un céntimo de interés (que no son más de peseta por duro al mes), viene a pedirme más dinero. Canalla, catacaldos: ¿qué me importa que sea noble y que le vayan a caer dos mayorazgos?

      – ¿D. Diego de Rumblar? – dijo Salmón: y luego volviéndose a mí añadió: – no olvides, Gabriel, que tenemos que hablar.

      – Pues o me paga – prosiguió Cuervatón, – o el mejor día le desnudo en medio del Prado delante de las damas.

      En esto salimos al corredor, y ¡oh espectáculo lamentable! se ofreció a nuestra vista el de D. Diego azuzado en medio del patio por todos los chicos de la vecindad como novillo en plaza. Muchas mujeres habladoras habían salido por los cien agujeros de aquella colmena, y unas con cáscaras de castañas, otras con palabras picantes le mortificaban en lo moral y en lo físico. Especialmente la mujer de Cuervatón, que era una hidra con más rabos y espinas y escamas en su alma, que las mitológicas en su cuerpo, poniéndose de pechos en el barandal, después de escupirle, le decía:

      – Tío pingajo de oro, ¿tenemos nuestro dinero para mantener haraganes?… ¿Ahorramos nosotros para daros esa agua de bergamota de que apestáis? Coma Vd. clavos, y si es noble y espera mayorazgos, póngase a roer sus jicutorias, o coja una espuerta y vaya a vender arena, como hacen mis dos hijos, que aunque no les falta para comer y vestir como niños de príncipe, andan al trabajo de la arena desde que saben llevar la mano a la boca. Cuidado con el señorito D. Pelagatos; y dice que es conde… Conde es él como mi abuelo. Ea, muchachos, rociadle un poco con la esencia de ese fango de azahar argentino que hay en el patio… Coged también esas cáscaras de nuez, y la ceniza de aquel braserillo.

      Los muchachos que esto oyeron, y que se habían adelantado a poner en ejecución auctoritate propria lo del rociar, descargaron sobre el infeliz D. Diego, a punto que este salía, tal lluvia de inmundas sustancias, le persiguieron tan encarnizadamente por el portal y luego por toda la calle del Barquillo, que daba compasión ver al infeliz magnate corrido, avergonzado y lloroso.

      El padre Salmón, que era hombre caritativo, reprendió a los muchachos su grosería, y a la señora de Cuervatón su crueldad. Cuando se dispuso abajar, todos se lo disputaban, no queriendo dejarle de la mano: este le enseñaba los cinco perritos recién paridos por Zoraidilla, aquel le hacía tocar con el dedo el diente de la niña, uno le pedía receta para el dolor de muelas, otro le cantaba una seguidilla nueva, y todos le daban tales muestras de cariño y admiración, que bien se le podía considerar como el hombre más popular de su tiempo.

      Cuando bajaba, allí eran de oír las exclamaciones, las palmadas, los vítores, y de ver los besos de correa, y el pedir y dar bendiciones.

      – ¿Cuándo me receta para estos desmayillos?

      – Ya sé de cabo a rabo la oración a San Antonio. ¿Cuándo se la echo a Su Paternidad?

      – Razón tenía el padrito en decir que el aguardiente de Chinchón da mejor gusto a los puches que el de Ocaña, y que no hay plato de lentejas sin dos ajitos machacados. Así lo hemos hecho.

      – Padre, ¿las ranas son carne, o son pescado? porque mi abuela las comió el viernes y está llena de escrúpulos.

      – ¿Qué nombre le pondremos a lo que ha de venir si sale macho? Pondrémosle Anastasio como Su Reverendísima, en señal de agradecimiento por habernos ayudado a criar al mayorcito.

      – Ya están compradas las dos velas para la Virgen de la Buena Dicha, y aquí Ramona las está adornando con flores y lentejuelas.

      – Viva cientos de miles de años su magnitud sapientísima y empingorotadísima para alivio de estos pobres a quienes socorre.

      Y así continuaban hasta que el padre salía a la calle. No; no ha existido hombre más popular que el padre Salmón. Casi, casi estoy por asegurar que su popularidad excedió dos dedos y aun tres a la de Fernando VII. ¡Desventurado Salmón! Oh tú, varón felicísimo, harto de lisonjas, de regalos y de bienestar; oh tú, teólogo de tumba y hachero, predicador burdo y de cuatro suelas, fraile mercenario que si no redimiste ningún cautivo, tampoco hiciste daño a nadie; oh tú, hombre dichoso sobre todos los dichosos de la tierra, pues no cavilaste jamás ni te apasionaste, ni aborreciste, ni padeciste mal alguno en muchos años, ni viste turbada tu apacible existencia: ¡quién te había de decir entonces que aquel mismo pueblo tan solícito en victorearte, en regalarte en aplaudirte, en venerarte y adorarte como a persona divina, te había de coser a puñaladas veinte y seis años después en la enfermería de tu santa casa, y cuando ya viejo, enfermo, inválido y sin alientos no pensabas más que en Dios! ¡Quién te había de decir que aquel mismo pueblo de quien fuiste ídolo, te había de echar al cuello un cordel de cáñamo para arrastrarte por los profanados claustros, sirviendo tu antes regalado cuerpo de horrible trofeo a indecentes mujerzuelas! ¡Ay! ¡lo que es el mundo y que cosas tan atroces ofrece la historia! Y así es bien que digas: si buen chocolate sorbí, buenos palos me dieron; si buenos abrazos, y agasajos, y besos de correa recibí, con buen pie de puñaladas se lo cobraron.

      V

      Pero como nada de esto viene ahora al caso, voy a dar cuenta del asombro que me causó la conversación que inmediatamente después de su salida tuve con aquel popularísimo fraile; y lo ocurrido fue que apoyándose en mi brazo para descargar sobre él parte del peso de su bien aprovechada humanidad, me dijo:

      – Gabriel, o mejor, Sr. D. Gabriel, pues a todo un Pico de la Mirandola se le debe tratar con miramiento: has de saber que necesito que me informes detenidamente de la vida de ese D. Diego de Rumblar, en cuya compañía te he visto varias veces. Tú dirás que qué me importa a mí si el tal niño canta o llora; pero a esto te respondo que no soy yo quien tiene interés en saber sus malas mañas, sino una elevadísima familia, cuya casa frecuenta mi inutilidad las más de las tardes. Como D. Diego está para casar con la niña, las señoras, que ya barruntan la mala vida que lleva el rapaz en Madrid, están muy disgustadas. Ayer cuando afirmé que le había visto en esta casa, me dijo la señora condesa: «Por Dios, padre Salmón, haga Vd. el favor de averiguar con qué hombres se junta, a qué sitios va, en qué gasta su dinero, porque si es cierto lo que sospechamos, antes se hundirá el cielo que entre él en nuestra familia».

      – Pues el señor conde – le respondí, – es un poco calavera. Cosas de la juventud… yo creo que se enmendará.

      – Se enmendará. Luego es malo. Bien, Gabriel. Has dicho lo que necesitaba saber. ¿A dónde va por las noches? ¿Con quién se junta?

      – Todo lo sé perfectamente – respondí, – y no da un paso sin que yo me entere de ello.

      – ¿De modo que podré satisfacer a la señora condesa? ¡Oh! Bendito seas, que me proporcionas la ocasión de corresponder a las grandes finezas de la dama más hermosa de España, al menos según mi indocto parecer en asunto de mujeres. Mañana tengo que ir a su casa, porque has de saber que la señora condesa es la que ha formado

Скачать книгу