Episodios Nacionales: Napoleón en Chamartín. Benito Pérez Galdós

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Episodios Nacionales: Napoleón en Chamartín - Benito Pérez Galdós

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la ropa de los soldados en estas críticas circunstancias. Y no creas que es cosa de engañifa, sino que ellas mismas con sus divinas manos lavan y cosen. También pertenece la señora condesa a la junta de las Buenas patricias, en que hay damas de todas categorías, desde la duquesa a la escofietera. Pero esto no hace al caso, sino que mañana tengo que ir a esa casa, y les diré todo lo que tú me confíes. Aunque ahora me ocurre que más fácil y expedito será cogerte por la mano y plantarte en presencia de tan alta señora para que por ti mismo y con tus buenas explicaderas, le des cuenta y razón de lo que desea saber.

      – Padre, no sé si estará bien que yo vaya a esa casa – dije tratando de disimular la alegría que el anuncio de la visita me causara.

      – Yendo conmigo, no tengas cuidado. Además, has de saber que la señora condesa es una persona ilustradísima, y que entiende de poesía y letras humanas, de modo que al saber tus conocimientos en la lengua latina, es seguro que te recibirá bien, y aun espero que te proporcione una buena colocación.

      – Eso será lo de menos, con tal que yo consiga prestar a tan buena señora el servicio que desea. Y dígame, padre, ¿conoce Su Reverencia, por ventura, a la que va a ser mujer de D. Diego?

      – ¡Que si la conozco! Como que soy su amigo, y su confidente, y desde que entro en la casa viene a mí saltando y brincando, y todo el día está: «padre Salmón por aquí, padre Salmón por acullá».

      – ¿Y es Vuestra Paternidad su confesor?

      – Eso no, que lo es mi compañero y amigo el padre Castillo, el cual va también todas las tardes a la casa.

      – Y ella estará tan enamorada de D. Diego, que beberá los vientos por él.

      – Me figuro que no le puede ver ni en pintura. Es opinión general en la casa que la niña tiene puesto el pensamiento y el corazón en otra persona; pero aunque se vuelven locos, no ha sido posible dar con ella. El señor marqués y su hermana no piensan más que en averiguar quién podrá ser ese desconocido zascandil que ha trastornado el seso a la más discreta y bella muchacha que ha peinado azabaches y llorado perlas en el mundo; y todo se vuelve averiguaciones y acechos, y observa por aquí y husmea por allí. La condesa no se afana tanto y suele decir: «Eso se le pasará»; pero yo conozco que no las tiene todas consigo. He aquí la causa de que hayan querido apresurar el casamiento; pero aquí viene lo de que Rumblarito es un perdido y un mala cabeza, y todo proyecto se desbarata, y allá va el estira y afloja de las consultas: «Padre, ¿qué haremos? ¿Padre, ¿qué no haremos? Padre, ¿qué no haremos?». A cuyo apremiante cuestionar les contesto: «Calma, señoras mías, calma, que a mucha prisa gran vagar. Que mi estrella querida doña Inés es el super omnia de la virtud, de la buena crianza, del recato, de la modestia, no queda duda alguna, y capaz soy de decirlo en el púlpito si me pinchan tanto así. Al mismo tiempo tampoco puede dudarse que algo le hace cosquillas en su pensamiento, que algo como triste recuerdo o vago deseo la trae a mal traer, porque ¿cómo se explica aquel no hablar en dos días, aquel suspirar tan tierno, con la añadidura de mirar al suelo en ademán cogitabundo, sin que razones ni halagos, ni aun mis chistes escogidos, ni mis cuentos entresacados del Tesoro de los dichos agudos la hagan pestañear?». Y oyendo estas prudentes razones, la marquesa se entristece, y me vuelve a consultar, y aquí viene lo de: «Averígüelo el padre Salmón, que como tiene arte para el confesionario y es el mayor sacador de pecados que hemos conocido, sabrá explorarla». Entonces el marqués añade: «Si por artes del demonio esa muchacha durante el tiempo en que vivió lejos de nosotros tuvo el mal gusto de enamorarse de algún cabrahígo de esas calles, ¿cómo es posible que en su nueva posición no le haya olvidado?». Y yo lleno de celo por el reposo de tan ilustre familia, llamo a la niña, me la llevo a un rinconcito de la casa o a uno de los cenadores del jardín, y le tomo una mano, y se la acaricio y le cuento dos cuentos, y le digo tres gracias, y le doy una flor, y echando a correr con estas mis pesadas piernazas, le digo: «a que no me cogéis», y ella vuela y me coge del hábito a los tres pasos, y con estos juegos preparo su ánimo para la confesión de amigo, no de sacerdote, que de ella espero. Sentados otra vez, le digo: «Niñita mía, flor de esta casa, retoñito temprano, fresa de abril, ¿queréis decirme cuál es la causa de esa melancolía? Vamos a ver, acá para entre los dos, pues esto no ha de salir de mí. Antes de que vuestro papa os recogiera, ¿amasteis a alguien?». Y al oír esto, los ojos se le llenan de lágrimas, echa a correr, la sigo y al poco trecho la veo parada, mirando al suelo y mordiendo la punta del pañuelo. Vuelvo a mis preguntas y nada saco en limpio, lo cual me desespera. Entonces la marquesa y su hermano me preguntan si creo conveniente que se rompa el trato hecho con la familia de don Diego, a lo cual les contesto: «Calma, señores: indagaremos primero si es cierto lo que del mozalbete se cuenta. Yo me encargo de hacer diligencias, pues varias veces le he visto entrar en cierta casa que frecuento, y conozco un joven que le acompaña a menudo. «Nada, hijo mío, lo dicho dicho. Mañana vas allá y les cuentas todo lo que sabes et quibusdam alliis, con lo cual mi encargo queda hecho y el Rumblar desenmascarado.

      Gran sorpresa me causó la relación del venerable mercenario, y cuando me separé de él prometiéndole ir en su compañía al siguiente día, quedeme pensando en las extrañas cosas que había oído, y muy dudoso acerca de si había obrado cuerdamente al comprometerme en tan arriesgada visita. Pero debo explicar las causas de mis dudas, así como el estado de mi ánimo por aquellos días, pues algo hay que mis lectores no deben ignorar, aunque les sean indiferentes las desdichas de este su humilde servidor.

      El palacio de mi señora la condesa (y debo advertir que a la sazón vivían todos reunidos en el de la Cuesta de la Vega), era un asilo infranqueable para mí. Desde mi vuelta de Andalucía ni por el pensamiento me pasó el poner allí los pies, teniendo como tenía la seguridad de una expulsión ignominiosa cual la de Córdoba. Entrar valiéndome de la astucia habría sido, si posible, infructuoso, pues la superchería o ficción de que me valiera, no podrían durar sino hasta que la señora Amaranta me viese el rostro. Frecuentemente iba a pasear de noche por los callejones que rodean el palacio, y allá en lo alto del muro la claridad de una ventana atraía mis miradas. Falto de la imagen de su persona, aquel cuadro de débil luz se me representaba como ella misma. Una noche tanto miré y con tanto arrobo contemplaba aquella ventana, que me entraron tentaciones de dar a conocer mi presencia al habitante del palacio que con semejante luz se alumbraba, habitante que según mi capricho era Inés y no otro alguno. Resolvime a ello, y tomando una chinita la arrojé contra los cristales: al poco rato se dibujó en ellos una sombra: pero esta y la luz desaparecieron pronto. Repetí el disparo a la noche siguiente, y catad la sombra otra vez. Pero cuando esperaba ver abierta la ventana, y oír una voz querida ceceando dulces y temblorosas sílabas en el silencio de la noche, apareciose en el fondo del callejón y como saliendo de las cocheras del palacio, un grupo de hombres en actitud hostil contra mi persona. Me puse en cobro a toda prisa, y no volví más.

      Pasó Agosto, pasaron también Setiembre y Octubre, y aquellos noventa días depositándose unos tras otros como noventa capas de tierra en el hoyo de mi existencia, iban sepultando ilusiones, alegrías, sueños, porvenir. De improviso la diferencia de jerarquía social había puesto entre Inés y yo murallas inexpugnables, y para romper su jaula no bastaban mis fuerzas, pues no era la nueva como aquella de los Requejos hecha de frágiles cañas y alambres, sino de fuertísimos barrotes, más que el diamante duros.

      Entonces comprendí más claramente que antes que yo no era nada, ni valía en el mundo más que un grano de anís, y esta consideración, irritándome en sumo grado, me infundía el mayor desprecio hacia mí mismo. ¿Por qué he nacido como he nacido? me preguntaba; y según es fácil comprender, no podía acertar con la contestación.

      Y después decía: El espesor y fortaleza de estas paredes es tal, que si toda mi vida la empleara en hacerme más sabio que Séneca, más valiente que el Cid y más rico que los Fúcares, aun así no podría romperlas. Sin embargo, tal rumbo pueden llevar las cosas, que venga un día en que a los Fúcares no se les pida su ejecutoria para emparentar con la nobleza. Pero vamos a ver, ¿cómo me las compondré para llegar a ser rico? ¡Oh,

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