Episodios Nacionales: Cádiz. Benito Pérez Galdós
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Amaranta y yo hacíamos esfuerzos por contener la risa. De pronto oyose ruido de pasos, y la doncella entró a anunciar la visita de un caballero.
– Es el inglés – dijo Amaranta. – Corra usted a recibirle.
– Al instante voy, amiga mía. Veré si puedo averiguar algo de lo que usted desea.
Nos quedamos solos la condesa y yo por largo rato, pudiendo sin testigos hablar tranquilamente lo que verá el lector a continuación si tiene paciencia.
II
– Gabriel – me dijo, – te he llamado para decirte que ayer, en una embarcación pequeña, venida de Cartagena, ha llegado a Cádiz el sin par D. Diego, conde de Rumblar, hijo de nuestra parienta, la monumental y grandiosa señora doña María.
– Ya sospechaba – respondí – que ese perdido recalaría por aquí. ¿No trae en su compañía a un majo de las Vistillas o a algún cortesano de los de la tertulia del Sr. Mano de Mortero?
– No sé si viene solo o trae corte. Lo que sé es que su mamá ha recibido mucho gusto con la inesperada aparición del niño, y que mi tía, ya sea por mortificarme, ya porque realmente haya encontrado variación en el joven, ha dicho ayer delante de toda la familia: «Si el señor conde se porta bien y es hombre formal, obtendrá nuestros parabienes y se hará acreedor a la más dulce recompensa que pueden ofrecerle dos familias deseosas de formar una sola».
– Señora condesa, yo a ser usted me reiría de don Diego y de las mortificaciones de cuantas marquesas impertinentes peinan canas y guardan pergaminos en el mundo.
– ¡Ah, Gabriel; eso puede decirse; pero si tú comprendieras bien lo que me pasa! – exclamó con pena. – ¿Creerás que se han empeñado en que mi hija no me tenga amor ni cariño alguno? Para conseguirlo han principiado por apartarla perpetuamente de mí. Desde hace algunos días han resuelto terminantemente que no venga a las tertulias de esta casa, y tampoco me reciben a mí en la suya. De este modo, mi hija concluirá por no amarme. La infeliz no tiene culpa de esto, ignora que soy su madre, me ve poco, las oye a ellas con más frecuencia que a mí… ¡Sabe Dios lo que le dirán para que me aborrezca! Di si no es esto peor que cuantos castigos pueden padecerse en el mundo; di si no tengo razón para estar muerta de celos, sí, y los peores, los más dolorosos y desesperantes que pueden desgarrar el corazón de una mujer. Al ver que personas egoístas quieren arrebatarme lo que es mío, y privarme del único consuelo de mi vida, me siento tan rabiosa, que sería capaz de acciones indignas de mi categoría y de mi nombre.
– No me parece la situación de usted – le dije – ni tan triste ni tan desesperada como la ha pintado. Usted puede reclamar a su hija, llevándosela para siempre consigo.
– Eso es difícil, muy difícil. ¿No ves que aparentemente y según la ley carezco de derechos para reclamarla y traerla a mi lado? Me han jurado una guerra a muerte. Han hecho los imposibles por desterrarme, no vacilando hasta en denunciarme como afrancesada. Hace poco, como sabes, proyectaron marcharse a Portugal sin darme noticia de ello, y si lo impedí presentándome aquella noche en tu compañía, me fue preciso amenazar con un gran escándalo para obligarlas a que se detuvieran. La de Rumblar me cobró un aborrecimiento profundo, desde que supo mi oposición a que Inés se desposase con el tunantuelo de su hijo. Mi tía con su idea del decoro de la casa y de la honra de la familia me mortifica más que la otra con su enojo, que tiene por móvil una desmedida avaricia. Si me encontrara en Madrid, donde mis muchas relaciones me ofrecen abundantes recursos para todo, tal vez vencería estos y otros mayores obstáculos; pero nos hallamos en Cádiz, en una plaza que casi está rigurosamente sitiada, donde tengo pocos amigos, mientras que mi tía y la de Rumblar, por su exagerado españolismo cuentan con el favor de todas las personas de poder. Suponte que me obliguen a embarcarme, que me destierren, que durante mi forzada ausencia engañen a la pobre muchacha y la casen contra su voluntad; figúrate que esto suceda, y…
– ¡Oh!, señora – exclamé con vehemencia – eso no sucederá mientras usted y yo vivamos para impedirlo. Hablemos a Inés, revelémosle lo que ya debiera saber…
– Díselo tú, si te atreves…
– ¿Pues no me he de atrever?…
– Debo advertirte otra cosa que ignoras, Gabriel; una cosa que tal vez te cause tristeza; pero que debes saber… ¿Tú crees conservar sobre ella el ascendiente que tuviste hace algún tiempo y que conservaste aun después de haber mudado tan bruscamente de fortuna?
– Señora – repuse, – no puedo concebir que haya perdido ese ascendiente. Perdóneseme la vanidad.
– ¡Desgraciado muchacho! – me dijo en tono de dulce compasión. – La vida consiste en mil mudanzas dolorosas, y el que confía en la perpetuidad de los sentimientos que le halagan, es como el iluso que viendo las nubes en el horizonte, las cree montañas, hasta que un rayo de luz las desfigura o un soplo de viento las desbarata. Hace dos años, mi hija y tú erais dos niños desvalidos y abandonados. El apartamiento en que vivíais y la común desgracia, aumentando la natural inclinación, hicieron que os amarais. Después todo cambió. ¿Para qué repetir lo que sabes tan bien? Inés en su nueva posición no quiso olvidar al fiel compañero de su infortunio. ¡Hermoso sentimiento que nadie más que yo supo apreciar en su valor! Aprovechándome de él, casi llegué hasta tolerarle y autorizarle, impulsada por el despecho y por mortificar a mi orgullosa parienta; pero yo sabía que aquella corazonada infantil concluiría con el tiempo y la distancia, como en efecto ha concluido.
Oí con estupor las palabras de la condesa, que iban esparciendo densas oscuridades delante de mis ojos. Pero la razón me indicaba que no debía dar entero crédito a las palabras de mujer tan experta en ingeniosos engaños, y esperé aparentando conformarme con su opinión y mi desaire.
– ¿Te acuerdas de la noche en que nos presentamos aquí viniendo del Puerto de Santa María? En esta misma sala nos recibió doña Flora. Llamamos a Inés, te vio, le hablaste. La pobrecita estaba tan turbada que no acertó a contestar derechamente a lo que le dijiste. Indudablemente te conserva un noble y fraternal afecto; pero nada más. ¿No lo comprendiste? ¿No se ofreció a tus ojos o a tus oídos algún dato para conocer que ya Inés no te ama?
– Señora – respondí con perplejidad, – aquel instante fue tan breve y usted me suplicó con tanta precipitación que saliese de la casa, que nada observé que me disgustara.
– Pues sí, puedes creerlo. Yo sé que Inés no te ama ya – afirmó con una entereza tal que se me hizo aborrecible en un momento mi hermosa interlocutora.
– ¿Lo sabe usted?
– Yo lo sé.
– Tal vez se equivoque.
– No: Inés no te ama.
– ¿Por qué? – pregunté bruscamente y con desabrimiento.
– Porque ama a otro – me respondió con calma.
– ¡A otro! – exclamé tan asombrado que por largo rato no me di cuenta de lo que sentía. – ¡A otro! No puede ser, señora condesa. ¿Y quién es ese otro? Sepámoslo.
Diciendo esto, en mi interior se retorcían dolorosamente unas como culebras, que me estrujaban el corazón mordiéndolo y apretándolo con estrechos nudos. Yo quería aparentar serenidad; pero mis palabras balbucientes y cierta invencible sofocación de mi aliento descubrían la flaqueza de mi espíritu caído desde la cumbre de su mayor orgullo.
– ¿Quieres