Episodios Nacionales: Cádiz. Benito Pérez Galdós
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– ¡Ese mismo!
– ¡Señora, no puede ser!, usted se equivoca-exclamé sin poder contener la fogosa cólera que desarrollándose en mí como súbito incendio, no admitía razón que la refrenara, ni urbanidad que la reprimiera. – Usted se burla de mí; usted me humilla y me pisotea como siempre lo ha hecho.
– Qué furioso te has puesto – me dijo sonriendo – . Cálmate y no seas loco.
– Perdóneme usted si la he ofendido con mi brusca respuesta – dije reponiéndome; – pero yo no puedo creer eso que he oído. Todo cuanto hay en mí que hable y palpite con señales de vida, protesta contra tal idea. Si ella misma me lo dice, lo creeré; de otro modo no. Soy un ciego estúpido tal vez, señora mía, pero yo detesto la luz que pueda hacerme ver la soledad espantosa que usted quiere ponerme delante. Pero no me ha dicho usted quién es ese inglés ni en qué se funda para pensar…
– Ese inglés vino aquí hace seis meses, acompañando a otro que se llama lord Byron, el cual partió para Levante al poco tiempo. Este que aquí está, se llama lord Gray. ¿Quieres saber más? ¿Quieres saber en qué me fundo para pensar que Inés le ama? Hay mil indicios que ni engañan ni pueden engañar a una mujer experimentada como yo. ¿Y eso te asombra? Eres un mozo sin experiencia, y crees que el mundo se ha hecho para tu regalo y satisfacción. Es todo lo contrario, niño. ¿En qué te fundabas para esperar que Inés estuviera queriéndote toda la vida, luchando con la ausencia, que en esta edad es lo mismo que el olvido? ¡Pues no pedías poco en verdad! ¿Sabes que eres modestito? Que pasaran años y más años, y ella siempre queriéndote… Vamos, pide por esa boca. Es preciso que te acostumbres a creer que hay además de ti, otros hombres en el mundo, y que las muchachas tienen ojos para ver y oídos para escuchar.
Con estas palabras que encerraban profunda verdad, la condesa me estaba matando. Parecíame que mi alma era una hermosa tela, y que ella con sus finas tijeras me la estaba cortando en pedacitos para arrojarla al viento.
– Pues sí. Ha pasado mucho tiempo – continuó. – Ese inglés se apareció en Cádiz; nos visitó. Visita hoy con mucha frecuencia la otra casa, y en ella es amado… Esto te parece increíble, absurdo. Pues es la cosa más sencilla del mundo. También creerás que el inglés es un hombre antipático, desabrido, brusco, colorado, tieso y borracho como algunos que viste y trataste en la plaza de San Juan de Dios cuando eras niño. No: lord Gray es un hombre finísimo, de hermosa presencia y vasta instrucción. Pertenece a una de las mejores familias de Inglaterra, y es más rico que un perulero… Ya… ¡tú creíste que estas y otras eminentes cualidades nadie las poseía más que el Sr. D. Gabriel de Tres-al-Cuarto! Lucido estás… Pues oye otra cosa.
Lord Gray cautiva a las muchachas con su amena conversación. Figúrate, que con ser tan joven, ha tenido ya tiempo para viajar por toda el Asia y parte de América. Sus conocimientos son inmensos; las noticias que da de los muchos y diversos pueblos que ha visto, curiosísimas. Es hombre además de extraordinario valor; hase visto en mil peligros luchando con la naturaleza y con los hombres, y cuando los relata con tanta elocuencia como modestia, procurando rebajar su propio mérito y disimular su arrojo, los que le oyen no pueden contener el llanto. Tiene un gran libro lleno de dibujos, representando paisajes, ruinas, trajes, tipos, edificios que ha pintado en esas lejanas tierras; y en varias hojas ha escrito en verso y prosa mil hermosos pensamientos, observaciones y descripciones llenas de grandiosa y elocuente poesía. ¿Comprendes que pueda y sepa hacerse amar? Llega a la tertulia, las muchachas le rodean; él les cuenta sus viajes con tanta verdad y animación, que vemos las grandes montañas, los inmensos ríos, los enormes árboles de Asia, los bosques llenos de peligros; vemos al intrépido europeo defendiéndose del león que le asalta, del tigre que le acecha; nos describe luego las tempestades del mar de la China, con aquellos vientos que arrastran como pluma la embarcación, y le vemos salvándose de la muerte por un esfuerzo de su naturaleza ágil y poderosa; nos describe los desiertos de Egipto, con sus noches claras como el día, con las pirámides, los templos derribados, el Nilo y los pobres árabes que arrastran miserable vida en aquellas soledades; nos pinta luego los lugares santos de Jerusalén y Belén, el sepulcro del Señor, hablándonos de los millares de peregrinos que le visitan, de los buenos frailes que dan hospitalidad al europeo; nos dice cómo son los olivares a cuya sombra oraba el Señor cuando fue Judas con los soldados a prenderle, y nos refiere punto por punto cómo es el monte Calvario y el sitio donde levantaron la santa Cruz.
Después nos habla de la incomparable Venecia, ciudad fabricada dentro del mar, de tal modo, que las calles son de agua y los coches unas lanchitas que llaman góndolas; y allí se pasean de noche los amantes, solos en aquella serena laguna, sin ruido y sin testigos. También ha visitado la América, donde hay unos salvajes muy mansos que agasajan a los viajeros, y donde los ríos, grandísimos como todo lo de aquel país, se precipitan desde lo alto de una roca formando lo que llaman cataratas, es decir, un salto de agua como si medio mar se arrojase sobre el otro medio, formando mundos de espuma y un ruido que se oye a muchísimas leguas de distancia. Todo lo relata, todo lo pinta con tan vivos colores, que parece que lo estamos viendo. Cuenta sus acciones heroicas sin fanfarronería, y jamás ha mortificado el orgullo de los hombres que le oyen con tanta atención, si no con tanta complacencia como las mujeres.
Ahora bien, Gabriel, desgraciado joven, ¿por lo que digo comprendes que ese inglés tiene atractivos suficientes para cautivar a una muchacha de tanta sensibilidad como imaginación, que instintivamente vuelve los ojos hacia todo lo que se distingue del vulgo enfatuado? Además, lord Gray es riquísimo, y aunque las riquezas no bastan a suplir en los hombres la falta de ciertas cualidades, cuando estas se poseen, las riquezas las avaloran y realzan más. Lord Gray viste elegantemente; gasta con profusión en su persona y en obsequiar dignamente a sus amigos, y su esplendidez no es el derroche del joven calavera y voluntarioso, sino la gala y generosidad del rico de alta cuna, que emplea sabiamente su dinero en alegrar la existencia de cuantos le rodean. Es galante sin afectación, y más bien serio que jovial.
¡Ay, pobrecito! ¿Lo comprendes ahora? ¿Llegarás a entender que hay en el mundo alguien que puede ponerse en parangón con el Sr. D. Gabriel Tres-al-Cuarto? Reflexiona bien, hijo; reflexiona bien quién eres tú. Un buen muchacho y nada más. Excelente corazón, despejo natural, y aquí paz y después gloria. En punto a posición oficialito del ejército… bien ganado, eso sí… pero ¿qué vale eso? Figura… no mala; conversación, tolerable; nacimiento humildísimo, aunque bien pudieras figurarlo como de los más alcurniados y coruscantes. Valor, no lo negaré; al contrario, creo que lo tienes en alto grado, pero sin brillo ni lucimiento. Literatura, escasa… cortesía, buena… Pero, hijo, a pesar de tus méritos, que son muchos, dada tu pobreza y humildad, ¿insistirás en hacerte indestronable, como se lo creyó el buen D. Carlos IV que heredó la corona de su padre? No, Gabriel; ten calma y resígnate.
El efecto que me causó la relación de mi antigua ama fue terrible. Figúrense ustedes cómo me habría quedado yo, si Amaranta hubiera cogido el pico de Mulhacén, es decir, el monte más alto de España… y me lo hubiese echado encima.
Pues lo mismo, señores, lo mismo me quedé.
III
¿Qué podía yo decir? Nada. ¿Qué debía hacer? Callarme y sufrir. Pero el hombre aplastado por cualquiera de las diversas montañas que le caen encima en el mundo, aun cuando conozca que hay justicia y lógica en su situación, rara vez se conforma, y elevando las manecitas pugna por quitarse de encima la colosal peña. No sé si fue un sentimiento de noble dignidad, o por el contrario un vano y pueril orgullo, lo que me impulsó a contestar con entereza, afectando no sólo conformidad sino indiferencia ante el golpe recibido.
– Señora condesa – dije, – comprendo mi inferioridad. Hace tiempo que pensaba en esto, y nada me asombra. Realmente, señora, era un atrevimiento que un pobretón como yo, que jamás he estado en la India ni he visto otras cataratas que las del Tajo