Episodios Nacionales: Cádiz. Benito Pérez Galdós
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Amigo mío, si no recuerdo mal, la señora condesa dijo hace un momento que usted debía sus rápidos adelantamientos en la carrera de las armas a su propio mérito, pues sin el favor de nadie ha adquirido un honroso puesto en la milicia. ¡Oh, caballero!, usted me interesa vivamente, usted será mi amigo, quiéralo o no. Adoro a los hombres que no han recibido nada de la suerte ni de la cuna, y que luchan contra este oleaje. Seremos muy amigos. ¿Está usted de guarnición en la Isla? Pues venga a vivir a mi casa siempre que pase a Cádiz. ¿En dónde reside usted para ir a visitarle todos los días…?
Sin atreverme a rechazar tan vehementes pruebas de benevolencia, me excusé como pude.
– Hoy, caballero – añadió – es preciso que venga usted a comer conmigo. No admito excusas. Señora condesa, usted me presentó a este caballero. Si me desaíra, cuente usted como que ha recibido la ofensa.
– Creo – dijo la condesa – que ambos se congratularán bien pronto de haber entablado amistad.
– Milord, estoy a la orden de usted – dije levantándome cuando él se disponía a partir.
Y después de despedirnos de las dos damas, salí con el inglés. Parecía que me llevaba el demonio.
IV
Lord Gray vivía cerca de las Barquillas de Lope. Su casa, demasiado grande para un hombre solo, estaba en gran parte vacía. Servíanle varios criados, españoles todos a excepción del ayuda de cámara que era inglés.
Dábase trato de príncipe en la comida, y durante toda ella no tenían un momento de sosiego los vasos, llenos con la mejor sangre de las cepas de Montilla, Jerez y Sanlúcar.
Durante la comida no hablamos más que de la guerra, y después, cuando los generosos vinos de Andalucía hicieron su efecto en la insigne cabeza del mister, se empeñó en darme algunas lecciones de esgrima. Era gran tirador según observé a los primeros golpes; y como yo no poseía en tal alto grado los secretos del arte y él no tenía entonces en su cerebro todo aquel buen asiento y equilibrio que indican una organización educada en la sobriedad, jugaba con gran pesadez de brazo, haciéndome más daño del que correspondía a un simple entretenimiento.
– Suplico a milord que no se entusiasme demasiado – dije conteniendo sus bríos. – Me ha desarmado ya repetidas veces para gozarse como un niño en darme estocadas a fondo que no puedo parar. ¡Ese botón está mal y puedo ser atravesado fácilmente!
– Así es como se aprende – repuso – . O no he de poder nada, o será usted un consumado tirador.
Después que nos batimos a satisfacción, y cuando se despejaron un tanto las densas nubes que oscurecían y turbaban su entendimiento, me marché a la Isla, a donde me acompañó deseoso, según dijo, de visitar nuestro campamento. En los días sucesivos casi ninguno dejó de visitarme. Su afectuosidad me contrariaba, y cuanto más le aborrecía, más desarmaba él mi cólera a fuerza de atenciones. Mis respuestas bruscas, mi mal humor, y la terquedad con que le rebatía, lejos de enemistarle conmigo, apretaban más los lazos de aquella simpatía que desde el primer día me manifestó; y al fin no puedo negar que me sentía inclinado hacia hombre tan raro, verificándose el fenómeno de considerar en él como dos personas distintas y un solo lord Gray verdadero, dos personas, sí, una aborrecida y otra amada; pero de tal manera confundidas, que me era imposible deslindar dónde empezaba el amigo y dónde acababa el rival.
Érale sumamente agradable estar en mi compañía y en la de los demás oficiales mis camaradas. Durante las operaciones nos seguía armado de fusil, sable y pistolas, y en los ratos de vagar iba con nosotros a los ventorrillos de Cortadura o Matagorda, donde nos obsequiaba de un modo espléndido con todo lo que podían dar de sí aquellos establecimientos. Más de una vez se hizo acompañar al venir desde Cádiz por dos o tres calesas cargadas con las más ricas provisiones que por entonces traían los buques ingleses y los costeros del Condado y Algeciras; y en cierta ocasión en que no podíamos salir de las trincheras del puente Suazo, transportó allá con rapidez parecida a la de los tiempos que después han venido, al Sr. Poenco con toda su tienda y bártulos y séquito mujeril y guitarril, para improvisar una fiesta.
A los quince días de estos rumbos y generosidades no había en la Isla quien no conociese a lord Gray; y como entonces estábamos en buenas relaciones con la Gran Bretaña, y se cantaba aquello de La trompeta de la Gloria dice al mundo Velintón… (lo mismo que está escrito) nuestro mister era popularísimo en toda la extensión que inunda con sus canales el caño de Sancti-Petri.
Su mayor confianza era conmigo; pero debo indicar aquí una circunstancia, que a todos llamará la atención, y es que aunque repetidas veces procuré sondear su ánimo en el asunto que más me interesaba, jamás pude conseguirlo. Hablábamos de amores, nombraba yo la casa y la familia de Inés, y él, volviéndose taciturno, mudaba la conversación. Sin embargo, yo sabía que visitaba todas las noches a doña María; pero su reserva en este punto era una reserva sepulcral. Sólo una vez dejó traslucir algo y voy a decir cómo.
Durante muchos días estuve sin poder ir a Cádiz, a causa de las ocupaciones del servicio, y esta esclavitud me daba tanto fastidio como pesadumbre. Recibía algunas esquelas de la condesa suplicándome que pasase a verla, y yo me desesperaba no pudiendo acudir. Al fin logré una licencia a principios de Marzo y corrí a Cádiz. Lord Gray y yo atravesamos la Cortadura precisamente el día del furioso temporal que por muchos años dejó memoria en los gaditanos de aquel tiempo. Las olas de fuera, agitadas por el Levante, saltaban por encima del estrecho istmo para abrazarse con las olas de la bahía. Los bancos de arena eran arrastrados y deshechos, desfigurando la angosta playa; el horroroso viento se llevaba todo en sus alas veloces, y su ruido nos permitía formar idea de las mil trompetas del Juicio, tocadas por los ángeles de la justicia. Veinte buques mercantes y algunos navíos de guerra españoles e ingleses estrelláronse aquel día contra la costa de Poniente; y en el placer de Rota, la Puntilla y las rocas donde se cimenta el castillo de Santa Catalina aparecieron luego muchos cadáveres y los despojos de los cascos rotos y de las jarcias y árboles deshechos.
Lord Gray, contemplando por el camino tan gran desolación, el furor del viento, los horrores del revuelto cielo, ora negro, ora iluminado por la siniestra amarillez de los relámpagos, la agitación de las olas verdosas y turbias, en cuyas cúspides, relucientes como filos de cuchillos, se alcanzaban a ver restos de alguna nave que se hundía luego en los cóncavos senos para reaparecer después; contemplando lord Gray, repito, aquel desorden, no menos admirable que la armonía de lo creado, aspiraba con delicia el aire húmedo de la tempestad y me decía:
– ¡Cuán grato es a mi alma este espectáculo! Mi vida se centuplica ante esta fiesta sublime de la Naturaleza, y se regocija de haber salido de la nada, tomando la execrable forma que hoy tiene. Para esto te han criado ¡oh mar! Escupe las naves comerciantes que te profanan, y prohíbe la entrada en tus dominios al sórdido mercachifle, ávido de oro, saqueador de los pueblos inocentes que no se han corrompido todavía y adoran a Dios en el ara de los bosques. Este ruido de invisibles montañas que ruedan por los espacios, chocándose y redondeándose como los guijos que arrastra un río; estas lenguazas de fuego que lamen el cielo y llegan a tocar el mar con sus afiladas puntas; este cielo que se revuelca desesperado; este mar que anhela ser cielo, abandonando su lecho eterno para volar; este hálito que nos arrastra, esta confusión armoniosa, esta música, amigo, y ritmo sublime que lo llena todo, encontrando eco en nuestra alma, me extasían, me cautivan, y con fuerza irresistible me arrastran a confundirme con lo que veo… Esta alteración se repite en mi alma; esta rabia y desesperado anhelo de salir de su centro, propiedad es también de mi alma; este rumor, donde caben todos los rumores de cielo y tierra, ha tiempo que también ensordece mi alma; este delirio