Episodios Nacionales: Cádiz. Benito Pérez Galdós

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Episodios Nacionales: Cádiz - Benito Pérez Galdós

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(D. Pedro era marqués, aunque me callo su título) – dijo Quintana con benevolencia – ¿por qué un hombre formal y honrado como usted, se ha de vestir de esta manera, para divertir a los chicos de la calle? ¿Ha de tener el patriotismo por funda un jubón, y no ha de poder guarecerse en una chupa?

      – Las modas francesas han corrompido las costumbres – repuso D. Pedro atusándose los bigotes – y con las modas, es decir, con las pelucas y los colores, han venido la falsedad del trato, la deshonestidad, la irreligión, el descaro de la juventud, la falta de respeto a los mayores, el mucho jurar y votar, el descoco e impudor, el atrevimiento, el robo, la mentira, y con estos males los no menos graves de la filosofía, el ateísmo, el democratismo, y eso de la soberanía de la nación que ahora han sacado para colmo de la fiesta.

      – Pues bien – repuso Quintana – si todos esos males han venido con las pelucas y los polvos, ¿usted cree que los va a echar de aquí vistiéndose de amarillo? Los males se quedarán en casa, y el señor marqués hará reír a las gentes.

      – Sr. D. Manolo, si todos fueran como usted que se empeña en combatir a los franceses, imitándolos en usos y costumbres, lucidos estábamos.

      – Si las costumbres se han modificado, ellas sabrán por qué lo han hecho. Se lucha y se puede luchar contra un ejército por grande que sea; pero contra las costumbres hijas del tiempo, no es posible alzar las manos, y me dejo cortar las dos que tengo, si hay cuatro personas que le imiten a usted.

      – ¿Cuatro? – exclamó con orgullo D. Pedro. – Cuatrocientas están ya filiadas en la Cruzada del obispado de Cádiz, y aunque todavía no hay uniformes para todos, ya cuento con cincuenta o sesenta, gracias al celo de respetables damas, alguna de las cuales me oye. Y no nos vestimos así, señores míos, para andar charlando en los cafés y metiendo bulla por las calles, ni imprimiendo papeles que aumenten la desvergüenza e irrespetuosidad del pueblo hacia lo más sagrado, ni para convocar Cortes ni cortijos, ni para echar sermones a lo dómine Lucas, sino para salir por esos campos hendiendo cabezas de filósofos y acuchillando enemigos de la Iglesia y del rey. Ríanse del traje en buena hora, que en cuanto sean despachados los mosquitos que zumban más allá del caño de Sancti-Petri, volveremos acá y haremos que los redactores del Semanario Patriótico se vistan de papel impreso, que es la moda francesa que más les cuadra.

      Dicho esto, D. Pedro celebró mucho con risas su propio chiste, y luego tomó Beña la palabra para sostener la conveniencia de vestir a la antigua. ¿Verdad que era graciosa la manía? Para que no se dude de mi veracidad, quiero trasladar aquí un párrafo del Conciso que conservo en la memoria:

      «Otro de los medios indirectos – decía – pero muy poderoso, para renovar el entusiasmo, sería volver a usar el antiguo traje español. No es decible lo que esto podría influir en la felicidad de la nación. ¡Oh, padres de la patria, diputados del augusto congreso! A vosotros dirijo mi humilde voz: vosotros podéis renovar los días de nuestra antigua prosperidad; vestíos con el traje de nuestros padres, y la nación entera seguirá vuestro ejemplo».

      Esto lo escribía poco después aquel mismo Sr. Beña, poeta de circunstancias, a quien yo vi en casa de doña Flora. ¡Y recomendaba a los padres de la patria que imitasen en su atavío al gran D. Pedro, pasmo de los chicos y alboroto de paseantes! ¡Qué bonitos habrían estado Argüelles, Muñoz Torrero, García Herreros, Ruiz Padrón, Inguanzo, Mejía, Gallego, Quintana, Toreno y demás insignes varones, vestidos de arlequines!

      Y aquel Beña era liberal y pasaba por cuerdo; verdad es que los liberales como los absolutistas, han tenido aquí desde el principio de su aparición en el mundo ocurrencias graciosísimas.

      Quintana preguntó a D. Pedro si la Cruzada del obispado de Cádiz pensaba presentarse a las futuras Cortes en aquel talante el día de la apertura.

      – Yo no quiero nada con Cortes – repuso. – ¿Pero usted es de los bolos que creen habrá tal novedad? La regencia está decidida a echar la tropa a la calle para hacer polvo a los vocingleros que ahora no pueden pasarse sin Cortes. ¡Angelitos! Déseles la novedad de este juguete para que se diviertan.

      – La regencia – repuso el poeta – hará lo que la manden. Callará y aguantará. Aunque carezco de la perspicacia que distingue al señor D. Pedro, me parece que la nación es algo más que el señor obispo de Orense.

      – Verdaderamente, Sr. D. Manuel – dijo Amaranta – eso de la soberanía de la nación que han inventado ahora… anoche estaban explicándolo en casa de la Morlá, y por cierto que nadie lo entendía; eso de la soberanía de la nación si se llega a establecer va a traernos aquí otra revolución como la francesa, con su guillotina y sus atrocidades. ¿No lo cree usted?

      – No, señora; no creo ni puedo creer tal cosa.

      – Que pongan lo que quieran con tal que sea nuevo – dijo doña Flora; – ¿no es verdad, Sr. de Xérica?

      – Justo, y afuera religión, afuera rey, afuera todo – vociferó D. Pedro.

      – Denme trescientos años de soberanía, de la nación – dijo Quintana – y veremos si se cometen tantos excesos, arbitrariedades y desafueros como en trescientos años que no la ha habido. ¿Habrá revolución que contenga tantas iniquidades e injusticias como el solo período de la privanza de D. Manuel Godoy?

      – Nada, nada, señores – dijo D. Pedro con ironía. – Si ahora vamos a estar muy bien; si vamos a ver aquí el siglo de oro; si no va a haber injusticias, ni crímenes, ni borracheras, ni miserias, ni cosa mala alguna, pues para que nada nos falte, en vez de padres de la Iglesia; tenemos periodistas; en vez de santos, filósofos; en vez de teólogos, ateos.

      – Justamente; el Sr. de Congosto tiene razón – replicó Quintana. – La maldad no ha existido en el mundo hasta que no la hemos traído nosotros con nuestros endiablados libros… Pero todo se va a remediar con vestirnos de mojiganga.

      – Pero en último resultado – preguntó la condesa – ¿hay Cortes o no?

      – Sí, señora, las habrá.

      – Los españoles no sirven para eso.

      – Eso no lo hemos probado.

      – ¡Ay, qué ilusión tiene usted, Sr. D. Manuel! Verá usted qué escenas tan graciosas habrá en las sesiones… y digo graciosas por no decir terribles y escandalosas.

      – El terror y el escándalo no nos son desconocidos, señora, ni los traerán por primera vez las Cortes a esta tierra de la paz y de la religiosidad. La conspiración del Escorial, los tumultos de Aranjuez, las vergonzosas escenas de Bayona, la abdicación de los reyes padres, las torpezas de Godoy, las repugnantes inmoralidades de la última Corte, los tratados con Bonaparte, los convenios indignos que han permitido la invasión, todo esto, señora amiga mía, que es el colmo del horror y del escándalo, ¿lo han traído por ventura las Cortes?

      – Pero el rey gobierna, y las Cortes, según el uso antiguo, votan y callan.

      – Nosotros hemos caído en la cuenta de que el rey existe para la nación y no la nación para el rey.

      – Eso es – dijo D. Pedro – el rey para la nación, y la nación para los filósofos.

      – Si las Cortes no salen adelante – añadió Quintana – lo deberán a la perfidia y mala fe de sus enemigos; pues estas majaderías de vestir a la antigua y convertir en sainete las más respetables cosas, es vicio muy común en los españoles de uno y otro partido. Ya hay quien dice que los diputados deben vestirse como los alguaciles en día de pregón de Bula, y no falta quien sostiene que todo cuanto

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