Episodios Nacionales: Cádiz. Benito Pérez Galdós
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Después del acontecimiento referido, ciertos sucesos tristísimos determinan un paréntesis no corto en esta parte de la historia de mi vida que voy refiriendo. El 1º de Junio sentíame enfermo y caí con la fiebre amarilla, cual otros tantos que en aquella temporada fueron víctimas del terrible tifus, con menos suerte que un servidor de ustedes, el cual escapó de las garras de la muerte, después de verse en estado tal que vislumbraba los horizontes del otro mundo.
Mi mal (ya me había atacado en la niñez con distinto carácter) no fue muy largo. Yo estaba en la Isla. Asistiéronme mis amigos cariñosamente; visitábame lord Gray todos los días, y Amaranta y doña Flora hicieron largas guardias y vigilias en la cabecera de mi lecho. Cuando me vieron fuera de peligro las dos lloraban de alegría.
Durante la convalecencia, D. Diego fue a visitarme, y me dijo:
– Mañana mismo vendrás a mi casa. Mis hermanas y mi novia me preguntan por ti todos los días. ¡Qué susto se han llevado!
– Iré mañana – le respondí.
Pero yo estaba muy lejos de esperar la orden militar e inapelable que por algún tiempo me desterrara de mi ciudad querida. Es el caso que D. Mariano Renovales, aquel soldado atrevido que tan heroicas hazañas realizó en Zaragoza, fue destinado a mandar una expedición que debía salir de Cádiz para desembarcar en el Norte. Renovales era un hombre muy bravo; pero con esta bravura salvaje de nuestros grandes hombres de guerra: valor desnudo de conocimientos militares y de todos los demás talentos que enaltecen al buen general. Había publicado el guerrillero una proclama extravagantísima, en cuya cabeza se veía un grabado representando a Pepe Botellas cayéndose de borracho y con un jarro de vino en la mano, y el estilo del tal documento correspondía a lo innoble y ridículo de la estampa. Sin embargo, por esto mismo le elogiaron mucho y le dieron un mando. ¡Achaques de España! Estos majaderos suelen hacer fortuna.
Pues señor, como decía, diose a Renovales un pequeño cuerpo de ejército, y en este cuerpo de ejército me incluyeron a mí, obligándome, casi enfermo todavía, a seguir al loco guerrillero en su más loca expedición. Obedecí y embarqueme con él, despidiéndome de mis amigos. ¡Oh, qué aventura tan penosa, tan desairada, tan funesta, tan estéril! Fiad empresas delicadas a hombres ignorantes y populacheros que no tienen más cualidad que un valor ciego y frenético.
No quiero contar los repetidos desastres de la expedición. Sufrimos tempestades, aguantamos todo género de desdichas, y para colmo de desgracia, lejos de hacer cosa alguna de provecho, parte de las tropas desembarcadas en Asturias cayeron en poder de los franceses. Gracias dimos a Dios los pocos que después de tres meses y medio de angustiosas penas, pudimos regresar a Cádiz, avergonzados por el infausto éxito de la aventura. Yo comparé a mis compañeros de entonces con los individuos de la Cruzada en la falta de sentido común.
Regresamos a Cádiz. Algunos fueron a recibirnos con júbilo creyendo que volvíamos cubiertos de gloria, y en breves palabras contamos lo ocurrido. La gente entusiasta y patriotera no quería creer que el valiente Renovales fuese un majadero. Por desgracia, de esta clase de héroes hemos tenido muchos.
Luego que descansamos un poco, después de poner el pie en tierra, fuimos a presentarnos a las autoridades de la Isla. Era el 24 de Setiembre.
VIII
Una gran novedad, una hermosa fiesta había aquel día en la Isla. Banderolas y gallardetes adornaban casas particulares y edificios públicos, y endomingada la gente, de gala los marinos y la tropa, de gala la Naturaleza a causa de la hermosura de la mañana y esplendente claridad del sol, todo respiraba alegría. Por el camino de Cádiz a la Isla no cesaba el paso de diversa gente, en coche y a pie; y en la plaza de San Juan de Dios los caleseros gritaban, llamando viajeros: – ¡A las Cortes, a las Cortes!
Parecía aquello preliminar de función de toros. Las clases todas de la sociedad concurrían a la fiesta, y los antiguos baúles de la casa del rico y del pobre habíanse quedado casi vacíos. Vestía el poderoso comerciante su mejor paño, la dama elegante su mejor seda, y los muchachos artesanos, lo mismo que los hombres del pueblo, ataviados con sus pintorescos trajes salpicaban de vivos colores la masa de la multitud. Movíanse en el aire los abanicos, reflejando en mil rápidos matices la luz del sol, y los millones de lentejuelas irradiaban sus esplendores sobre el negro terciopelo. En los rostros había tanta alegría, que la muchedumbre toda era una sonrisa, y no hacía falta que unos a otros se preguntasen a dónde iban, porque un zumbido perenne decía sin cesar: – ¡A las Cortes, a las Cortes!
Las calesas partían a cada instante. Los pobres iban a pie, con sus meriendas a la espalda y la guitarra pendiente del hombro. Los chicos de las plazuelas, de la Caleta y la Viña, no querían que la ceremonia estuviese privada del honor de su asistencia, y arreglándose sus andrajos, emprendían con sus palitos al hombro el camino de la Isla, dándose aire de un ejército en marcha, y entre sus chillidos y bufidos y algazara se distinguía claramente el grito general: – ¡A las Cortes, a las Cortes!
Tronaban los cañones de los navíos fondeados en la bahía; y entre el blanco humo las mil banderas semejaban fantásticas bandadas de pájaros de colores arremolinándose en torno a los mástiles. Los militares y marinos en tierra ostentaban plumachos en sus sombreros, cintas y veneras en sus pechos, orgullo y júbilo en los semblantes. Abrazábanse paisanos y militares congratulándose de aquel día, que todos creían el primero de nuestro bienestar. Los hombres graves, los escritores y periodistas, rebosaban satisfacción, dando y admitiendo plácemes por la aparición de aquella gran aurora, de aquella luz nueva, de aquella felicidad desconocida que todos nombraban con el grito placentero de: – ¡Las Cortes, las Cortes!
En la taberna del Sr. Poenco no se pensaba más que en libaciones en honor del gran suceso. Los majos, contrabandistas, matones, chulos, picadores, carniceros y chalanes, habían diferido sus querellas para que la majestad de tan gran día no se turbara con ataques a la paz, a la concordia y buena armonía entre los ciudadanos. Los mendigos abandonaron sus puestos corriendo hacia la Cortadura que se inundó de mancos, cojos y lisiados, ganosos de recoger abundante cosecha de limosnas entre la mucha gente, y enseñando sus llagas, no pedían en nombre de Dios y la caridad, sino de aquella otra deidad nueva y santa y sublime, diciendo: – ¡Por las Cortes, por las Cortes!
Nobleza, pueblo, comercio, milicia, hombres, mujeres, talento, riqueza, juventud, hermosura, todo, con contadas excepciones, concurrió al gran acto, los más por entusiasmo verdadero, algunos por curiosidad, otros porque habían oído hablar de las Cortes y querían saber lo que eran. La general alegría me recordó la entrada de Fernando VII en Madrid en Abril de 1808, después de los sucesos de Aranjuez.
Cuando llegué a la Isla, las calles estaban intransitables por la mucha gente. En una de ellas la multitud se agolpaba para ver una procesión. En los miradores apenas cabían los ramilletes de señoras; clamaban a voz en grito las campanas y gritaba el pueblo, y se estrujaban hombres y mujeres contra las paredes, y los chiquillos trepaban por las rejas, y los soldados formados en dos filas pugnaban por dejar el paso franco a la comitiva. Todo el mundo quería ver, y no era posible que vieran todos.
Aquella procesión no era una procesión de santas imágenes, ni de reyes ni de príncipes, cosa en verdad muy vista en España para que así llamara la atención: era el sencillo desfile de un centenar de hombres vestidos de negro, jóvenes unos, otros viejos, algunos sacerdotes, seglares los más. Precedíales el clero con el infante de Borbón de pontifical y los individuos de la Regencia, y les seguía gran concurso de generales, cortesanos antaño de la corona y hoy del pueblo, altos empleados, consejeros de Castilla, próceres y gentileshombres, muchos de los cuales ignoraban qué era aquello.