Episodios Nacionales: Cádiz. Benito Pérez Galdós
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– ¿Pues no ha de haber? Nada; vengan esas Cortes. Cortes nos han prometido, y Cortes nos han de dar. Pues poco bonito será este espectáculo. Como que es un conjunto de predicadores, y no baja de ocho a diez sermones los que se oyen por día, todos sobre la cosa pública, amiga mía, y criticando, criticando, que es lo que a mí me gusta.
– Habrá Cortes – dije yo – porque en la Isla están pintando y arreglando el teatro para salón de sesiones.
– ¿Pero es en un teatro? Yo pensé que en una iglesia – dijo doña Flora.
– El estamento de próceres y clérigos se reunirá en una iglesia – indicó Amaranta – y el de procuradores en un teatro.
– No, no hay más que un estamento, señoras. Al principio se pensó en tres; pero ahora se ha visto que uno solo es más sencillo.
– Será el de la nobleza.
– No, hija, serán todos clérigos. Esto parece lo más propio.
– No hay más estamento que el de procuradores, en que entrarán todas las clases de la sociedad.
– ¿Y dices que están pintando el teatro?
– Sí, señora. Le han puesto unas cenefas amarillas y encarnadas que hacen una vista así como de escenario de titiriteros en feria… En fin, monísimo.
– Para esta festividad quiere sin duda el Sr. D. Pedro los cincuenta uniformes amarillos y encarnados que le estamos haciendo, todos galoneados de plata y cortados en forma que llaman de española antigua.
– Me temo mucho – dijo Amaranta riendo – que D. Pedro y otros tan extravagantes y locos como él, pongan en ridículo a Cortes y procuradores, pues hay personas que convierten en mojiganga todo aquello en que ponen la mano.
– Ya principia a venir gente. Aquí está Quintana. También vienen Beña y D. Pablo de Xérica.
Quintana saludó a mis dos amigas. Yo le había visto y oído hablar en Madrid en las tertulias de las librerías, pero sin tener hasta entonces el placer de tratar a poeta tan insigne. Su fama entonces era grande, y entre los patriotas exaltados gozaba de mucha popularidad, conquistada por sus artículos políticos y proclamas patrióticas. Era de fisonomía dura y basta, moreno, con vivos ojos y gruesos labios, signo claro esto, así como su frente lobulosa, de la viril energía de su espíritu. Reía poco, y en sus ademanes y tono, lo mismo que en sus escritos, dominaba la severidad. Tal vez esta severidad, más que propia, fuera atribuida y supuesta por los que conocían sus obras, pues en aquella época ya habían salido a luz las principales odas, las tragedias y algunas de las Vidas; Píndaro, Tirteo y Plutarco a la vez, estaba orgulloso de su papel, y este orgullo se le conocía en el trato.
Quintana era entusiasta de la causa española y liberal ardiente con vislumbres de filósofo francés o ginebrino. Más beneficios recibió de su valiente pluma la causa liberal que de la espada de otros, y si la defensa de ciertas ideas, que él enaltecía con todas las galas del estilo y todos los recursos de un talento superior y valiente cual ninguno; si la defensa de ciertas ideas, repito, no hubiera corrido después por cuenta de otras manos y de gárrulas plumas, diferente sería hoy la suerte de España.
Más simpático en el trato que Quintana, por carecer de aquella grandílocua y solemne severidad, era D. Francisco Martínez de la Rosa, recién llegado entonces de Londres, y que no era célebre todavía más que por su comedia Lo que puede un empleo, obra muy elogiada en aquellos inocentes tiempos. Las gracias, la finura, la encantadora cortesía, la amabilidad, el talento social sin afectación, amaneramiento ni empalago, nadie lo tenía entonces, ni lo tuvo después, como Martínez de la Rosa. Pero hablo aquí de una persona a quien todos han conocido, y a quien vida tan larga no imprimió gran mudanza en genio y figura. Lo mismo que le vieron ustedes hacia 1857, salvo el detrimento de los años, era Martínez de la Rosa cuando joven. Si en sus ideas había alguna diferencia, no así en su carácter, que fue en la forma festivamente afable hasta la vejez, y en el fondo grave, entero y formal desde la juventud.
No sé por qué me he ocupado aquí de este eminente hombre, pues la verdad es que no concurrió aquella noche a la tertulia de doña Flora, que estoy con mucho gusto describiendo.
Fueron, sí, como he dicho, Xérica y Beña, poetas menores de que me acuerdo poco, sin duda porque su fama problemática y la mediocridad de su mérito hicieron que no fijase mucho en ellos la atención. De quien me acuerdo es de Arriaza, y no porque me fuera muy simpático, pues la índole adamada y aduladora de sus versos serios y la mordacidad de sus sátiras me hacían poca gracia, sino porque siempre le vi en todas partes, en tertulias, cafés, librerías y reuniones de diversas clases. Este llegó más tarde a la tertulia.
Después de los que he mencionado, vimos aparecer a un hombre como de unos cincuenta años, flaco, alto, desgarbado y tieso. Tenía como D. Quijote los bigotes negros, largos y caídos, los brazos y piernas como palitroques, el cuerpo enjutísimo, el color moreno, el pelo entrecano, aguileña la nariz, los ojos ya dulces, ya fieros, según a quien miraba, y los ademanes un tanto embarazados y torpes. Pero lo más singular de aquel singularísimo hombre era su vestido, a la manera de los de Carnaval, consistente en pantalones a la turquesca, atacados a la rodilla, jubón amarillo y capa corta encarnada o herreruelo, calzas negras, sombrero de plumas como el de los alguaciles de la plaza de toros y en el cinto un tremendo chafarote, que iba golpeando en el suelo, y hacía con el ruido de las pisadas un compás triple, cual si el personaje anduviese con tres pies.
Parecerá a algunos que es invención mía esto del figurón que pongo a los ojos de mis lectores; pero abran la historia, y hallarán más al vivo que yo lo hago pintadas las hazañas de un personaje, a quien llamo D. Pedro, para no ridiculizar como él lo hizo, un título ilustre, que después han llevado personas muy cuerdas. Sí; vestido estaba como he pintado, y no fue él solo quien dio por aquel tiempo en la manía de vestir y calzar a la antigua; que otro marqués, jerezano por cierto, y el célebre Jiménez Guazo y un escocés llamado lord Downie, hicieron lo mismo; pero yo por no aburrir a mis lectores presentándoles uno tras otro a estos tipos tan característicos como extraños, he hecho con las personas lo que hacen los partidos, es decir, una fusión, y me he permitido recoger las extravagancias de los tres y engalanar con tales atributos a uno solo de ellos, al más gracioso sin disputa, al más célebre de todos.
Al punto que entró D. Pedro, oyéronse estrepitosas risas en la sala; pero doña Flora salió al punto a la defensa de su amigo, diciendo:
– No hay que criticarle, pues hace muy bien en vestirse a la antigua; y si todos los españoles, como él dice, hicieran lo mismo, con la costumbre de vestir a la antigua vendría el pensar a la antigua, y con el pensar el obrar, que es lo que hace falta.
D. Pedro hizo profundas reverencias y se sentó junto a las damas, antes satisfecho que corrido por el recibimiento que le hicieron.
– No me importan burlas de gente afrancesada – dijo mirando de soslayo a los que le contemplábamos – ni de filosofillos irreligiosos, ni de ateos, ni de francmasones, ni de democratistas, enemigos encubiertos de la religión y del rey. Cada uno viste como quiere, y si yo prefiero este traje a los franceses que venimos usando hace tiempo, y ciño esta espada que fue la que llevó Francisco Pizarro al Perú, es porque quiero ser español por los cuatro costados y ataviar mi persona según la usanza española en todo el mundo, antes de que vinieran los franchutes con sus corbatas, chupetines, pelucas, polvos, casacas de cola de abadejo y demás porquerías que quitan al hombre su natural fiereza. Ya pueden los que me escuchan reírse cuanto quieran del traje, si bien no lo harán de la persona porque saben que no lo tolero.
– Está