Episodios Nacionales: Cádiz. Benito Pérez Galdós
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– Muy bien; tendré cuidado de cumplir el programa. ¿En dónde nos veremos?
– Yo iré a la Isla o nos veremos aquí, aunque la verdad… Tal vez no vuelva. Mi mamá me tiene prohibido poner los pies en esta casa. Vete a la mía, y pregunta por tu amigo don Diego, el que ganó la batalla de Bailén. Yo le he hecho creer a mi mamá que entre tú y yo ganamos aquella célebre batalla.
– ¿Y Santorcaz?
– En Madrid sigue de comisario de policía. Nadie le puede ver; pero él se ríe de todos y cumple con su obligación. Con que juguemos. Yo voy al caballo.
El juego, antes frío y mal sostenido por personas sin entusiasmo, se animó con la presencia de Amaranta, que fue a poner su dinero en la balanza de la suerte. Para que todo marchase a pedir de boca, llegó en aquel crítico punto lord Gray, de quien dije había desaparecido al comienzo de la tertulia. Como de costumbre, el espléndido inglés reclamó para sí las preeminencias de banquero, y tallando él con serenidad, apuntando nosotros con zozobra y emoción, le desvalijamos a toda prisa. Sobre todo Amaranta y yo tuvimos una suerte loca. Doña Flora, por el contrario, veía mermados con rapidez sus exiguos capitales y D. Diego se mantuvo en tabla con vaivenes de desgracia y fortuna.
Indiferente a su ruina el inglés, más sacaba cuanto más perdía, y todo lo que de sus bolsillos se trasegó al montón, venía después del montón a visitar los míos, que se asombraban de una abundancia jamás por ellos conocida. La función no concluyó sino cuando lord Gray no dio más de sí, acabándose la tertulia. Los políticos, sin embargo, continuaban disputando en la sala vecina, aun después de retirada la última moneda de la mesa de juego.
Cuando salimos para continuar el monte en casa de lord Gray, D. Diego me dijo:
– Mi mamá cree a estas horas que duermo como un talego. En casa nos retiramos a las diez. Mi mamá, después de cenar, nos echa la bendición, rezamos varias oraciones y nos manda a la cama. Yo me retiro a la alcoba, fingiendo tener mucho sueño, apago la luz y cuando todo está en silencio, escápome bonitamente a la calle. Muy de madrugada vuelvo, abro mis puertas con llaves a propósito, y me meto en el lecho. Sólo mis hermanitas están en el secreto y favorecen la evasión.
Lord Gray nos obsequió en su casa con una espléndida cena; sacamos luego el libro de las cuarenta hojas y con sus textos pasamos febrilmente entretenidos la noche. D. Diego en tabla, el inglés perdiendo las entrañas, y yo ganando hasta que cansados los tres y siempre invariable y terca la fortuna, dimos por terminada la partida. ¡Oh!, en los gloriosos años de 1810, 1811 y 1812 se jugaba mucho, pero mucho.
Desde aquella noche no pude volver a Cádiz hasta la tarde del 28 de Mayo, formando parte de las fuerzas que se enviaron para hacer los honores a la Regencia, que al día siguiente debía instalarse en el palacio de la Aduana. Esta ceremonia de la instalación fue muy divertida y animada tanto el día 29 como el 30, por ser en este los de nuestro señor rey D. Fernando VII. Cuando estábamos en la Aduana, haciendo guardia de honor a la Regencia, reunida dentro en sesión solemne, oímos decir que en aquel mismo día se presentarían en Cádiz al pie de cien coraceros a la antigua que querían ofrecer sus respetos al poder central. Al punto que tal oí, acordeme del insigne D. Pedro, y no dudé que él fuese autor de la diversión que se nos preparaba.
Las doce serían, cuando una gran turba de chicos desembocando por las calles de Pedro Conde y de la Manzana, anunció que algo muy extraordinario y divertido se aproximaba; y con efecto, tras el infantil escuadrón, que de mil diversos modos y con variedad de chillidos manifestaba su regocijo, vierais allí aparecer una falange de cien a caballo vestidos todos con el mismo traje amarillo y rojo que yo había visto en las secas carnes del gran D. Pedro. Este venía delante con faja de capitán general sobre el arlequinado traje, y tan estirado, satisfecho y orgulloso, que no se cambiara por Godofredo de Bouillón entrando triunfante en Jerusalén.
Ni él ni los demás llevaban corazas, pero sí cruces en el pecho; y en cuanto a armas, cuál llevaba sable, cuál espadín de etiqueta. Como diversión de Carnestolendas, aquello podía tolerarse; pero como Cruzada del obispado de Cádiz para acabar con los franceses, era de lo más grotesco que en los anales de la historia se puede en ningún tiempo encontrar.
La multitud les victoreaba, por la sencilla razón de que se divertía; ellos, con los aplausos, se creían no menos dignos de admiración que las huestes de César o Aníbal; y por fortuna nuestra, desde el Puerto de Santa María, donde estaban los franceses, no podía verse ni con telescopio semejante fiesta, que si la vieran, de buena gana habrían hecho más ruido las risas que los cañones.
Llegaron a la Aduana, pidió permiso el que los mandaba para entrar a saludar a la Regencia, se lo negamos, creyendo que los de la Junta no habrían perdido el juicio; insistió D. Pedro, golpeando el suelo con el sable y profiriendo amenazas y bravatas; entramos a notificar a los señores qué clase de estantiguas querían colarse en el palacio del gobierno, y este al fin consintió en ser felicitado por los caballeros a la antigua, temiendo despopularizarse si no lo hacía. ¡Debilidad propia de autoridades españolas!
Entró, pues, Congosto, seguido de cinco de los suyos, escogidos entre los más granados, atravesó el salón de corte, y al encarar con los de la Regencia hizo una profunda cortesía, irguiose después, paseó su orgullosa vista de un confín a otro de la sala, metió la mano en el bolsillo de los gregüescos y con gran sorpresa de todos los que le veíamos, sacó unos anteojos de gruesa armadura, que se caló sobre la martilluda nariz. Tal facha y vestido con anteojos era de lo más ridículo que puede imaginarse. Los de la Regencia fluctuaban entre el enojo y la risa, y los extraños que presenciaban aquello, no disimulaban su contento por disfrutar de escena tan chusca.
Luego que se ensartó los espejuelos y los acomodó bien, enganchados en las orejas y apoyados en la nariz, metió la otra mano en el otro bolsillo y saco un papel, ¡pero qué papel! Lo menos tenía una vara. Todos creímos que sería un discurso; pero no, señores, eran unos versos. Entonces, para hablar al Rey o al público o a las autoridades, privaban los malos versos sobre la mala prosa. Desdobló, pues, el luengo papel, tosió limpiando el gaznate, se atusó los largos bigotes, y con voz cavernosa y retumbante dio principio a la lectura de una sarta de endecasílabos cojos, mancos y lisiados, tan rematadamente malos como obra que eran del mismo personaje que los leía. Siento no poder dar a mis amigos una muestra de aquella literatura, porque ni se imprimieron ni puedo recordarlos; pero si no la forma, tengo presente el sentido, que se reducía a encomiar la necesidad de que todo el mundo se vistiera a la antigua, único modo de resucitar el ya muerto y enterrado heroísmo de los antiguos tiempos.
Durante la lectura había sacado D. Pedro la espada, y todas las frases fuertes las acompañaba de tajos, mandobles y cuchilladas en el aire, volteando el arma por encima de su cabeza, lo cual remató el grotesco papel que estaba haciendo. Luego que acabara de leer los malhadados versos, guardó el cartapacio, descolgó de la nariz los anteojos, y envainando la espada, hizo otra profunda reverencia y salió del salón seguido de los suyos.
¡Señores, que es verdad lo que digo! Me ofenden esas muestras de incredulidad de los que me escuchan. Ábrase la historia, no las que andan en manos de todos, sino otras algo íntimas, y que testigos presenciales dictaron. Pues qué, ¿se ha olvidado ya la condición sainetesca y un tanto arlequinada de nuestros partidos políticos en el período de su incubación? Verdad purísima, santa verdad es lo que he referido, aunque parece inverosímil, y aún me callo otras cositas por no ofender el decoro nacional.
Después, la graciosa procesión recorrió las calles de Cádiz con grande alegría de todo el pueblo, que se regocijaba con tal motivo extraordinariamente, sin decidirse por eso a vestir a la antigua… ¡Tan grande era su