Episodios Nacionales: Cádiz. Benito Pérez Galdós
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Читать онлайн книгу Episodios Nacionales: Cádiz - Benito Pérez Galdós страница 11
– Qué bromas tiene la condesa, Sr. D. Pedro ¿quiere usted tomar un dulcecito?
– Señora – repuso con iracunda voz el estafermo, – los hombres como yo se endulzan con acíbar la lengua, y el corazón con desengaños.
Doña Flora quiso reír, pero no pudo.
– Con desengaños, sí señora – añadió D. Pedro, – y con agravios recibidos de quien menos debían esperarse. Cada uno es dueño de dirigir sus impulsos amorosos al punto que más le conviene. Yo en edad temprana los dirigí a una ingrata persona, que al fin… mas no quiero afear su conducta, ni pregonar su deslealtad, y guardareme para mí solo las penas como me guardé las alegrías. Y no se diga para disculpar esta ingratitud, que yo falté una sola vez en veinticinco años al respeto, a la circunspección, a la severidad que la cultura y dignidad de entrambos me imponía, pues ni palabra incitativa pronunciaron mis labios, ni gesto indecoroso hicieron mis manos, ni idea impúdica turbó la pureza de mi pensamiento, ni nombré la palabra matrimonio, a la cual se asocian imágenes contrarias al pudor, ni miré de mal modo, ni fijé los ojos en las partes que la moda francesa tenía mal cubiertas, ni hice nada, en fin, que pudiera ofender, rebajar o menoscabar el santo objeto de mi culto. Pero ¡ay!, en estos tiempos corrompidos no hay flor que no se aje, ni pureza que no se manche, ni resplandor que no se oscurezca con alguna nubecilla. Está dicho todo, y con esto, señoras, pido a ustedes licencia para retirarme.
Levantábase para partir, cuando doña Flora le detuvo diciendo:
– ¿Qué es eso, Sr. D. Pedro? ¿Qué arrebato le ha dado? ¿Hace usted caso de las bromas de Amaranta? Es una calumnia, sí señor, una calumnia.
– ¿Pero qué es esto? – dijo Amaranta fingiendo la mayor estupefacción. – ¿Mis palabras han podido causar el disgusto del Sr. D. Pedro? Jesús, ahora caigo en que he cometido una gran imprudencia. Dios mío, ¡qué daño he causado! Sr. D. Pedro, yo no sabía nada, yo ignoraba… Desunir por una palabra indiscreta dos voluntades… Este mozalbete tiene la culpa. Ahora recuerdo que mi amiga le está recomendando siempre que le imite a usted en las formas respetuosas para manifestar su amor.
– Y le reprendo sus atrevimientos – dijo doña Flora…
– Y le tira de las orejas cuando se extralimita de palabra u obra, y le pellizca en el brazo cuando salen juntos a paseo.
– Señoras, perdónenme ustedes – dijo don Pedro – pero me retiro.
– ¿Tan pronto?
– Amaranta con sus majaderías le ha amoscado a usted.
– Tengo que ir a casa de la señora condesa de Rumblar.
– Eso es un desaire, Sr. D. Pedro. Dejar mi casa por la de otra.
– La condesa es una persona respetabilísima que tiene alta idea del decoro.
– Pero no hace vestidos para los Cruzados.
– La de Rumblar tiene el buen gusto de no admitir en su casa a los politiquillos y diaristas que infestan a Cádiz.
– Ya.
– Allí no se juega tampoco. Allí no van Quintana el fatuo, ni Martínez de la Rosa el pedante, ni Gallego el clerizonte ateo, ni Gallardo el demonio filosófico, ni Arriaza el relamido, ni Capmany el loco, ni Argüelles el jacobino, sino multitud de personas deferentes con la religión y con el rey.
Y dicho esto, el estafermo hizo una reverencia que medio le descoyuntó, marchándose después con paso reposado y ademán orgulloso.
– Amiga mía – dijo doña Flora, – ¡qué imprudente es usted! ¿No es verdad, Gabriel, que ha sido muy imprudente?
– ¡Ya lo creo; contarlo todo en sus propias barbas!
– Yo temblaba por ti, niñito, temiendo que te ensartara con el chafarote.
– La condesa nos ha comprometido – afirmé con afectado enojo.
– Es un diablillo.
– Amiga mía – dijo Amaranta, – lo hice con la mayor inocencia. Después de lo que he descubierto, me pongo de parte del desairado don Pedro. La verdad, señora doña Flora; es una gran picardía lo que ha hecho usted. Trocarle, después de veinticinco años, por este mozuelo sin respetabilidad…
– Calle usted, calle usted, picaruela – repuso la dueña. – Por mi parte ni a uno ni a otro. Si usted no hubiera incitado a este joven con sus provocaciones…
– De aquí en adelante – dije yo – seré respetuoso, comedido y circunspecto, como don Pedro.
Doña Flora me ofreció un dulce, pero viose obligada a poner punto en la cuestión, porque otras damas, que como ella pertenecían a la clase de plazas desmanteladas y con artillería antigua, intervinieron inoportunamente en nuestro diálogo.
He referido la anterior burlesca escena, que parece insignificante y sólo digna de momentánea atención, porque con ser pura broma, influyó mucho en acontecimientos que luego contaré, proporcionándome sinsabores y contrariedades. De este modo los más frívolos sucesos, que no parecen tener fuerza bastante para alterar con su débil paso la serenidad de la vida, la conmueven hondamente de súbito y cuando menos se espera.
VII
Poco después entró en la sala el memorable D. Diego, conde de Rumblar y de Peña Horadada, y con gran sorpresa mía, ni saludó a la condesa, ni esta tuvo a bien dirigirle mirada alguna. Reconociéndome al punto, llegose a mí, y con la mayor afabilidad me saludó y felicitó por mi rápido adelantamiento en la carrera de las armas, de que ya tenía noticias. No nos habíamos visto desde mi aventura famosa en el palacio del Pardo. Yo le encontré bastante desfigurado, sin duda por recientes enfermedades y molestias.
– Aquí serás mi amigo, lo mismo que en Madrid – me dijo entrando juntos en la sala de juego. – Si estás en la Isla, te visitaré. Quiero que vengas a las tertulias de mi casa. Dime, cuando vienes a Cádiz, ¿paras aquí en casa de la condesa?
– Suelo venir aquí.
– ¿Sabes que mi parienta aprecia la lealtad de los que fueron sus pajes?… Ya sabrás que de esta me caso.
– La condesa me lo ha dicho.
– La condesa ya no priva. Hay divorcio absoluto entre ella y los demás de la familia… ¡oh!, ahora me acuerdo de cuando te encontramos en el Pardo… Cuando le preguntaron a Amaranta que qué hacías allí, no supo contestar. Lo que hacías, tú lo podrás decir… ¿Juegas, o no?
– Jugaremos.
– Aquí al menos se respira, chico. Vengo huyendo de las tertulias de mi casa, que más que tertulias son un cónclave de clérigos, frailucos y enemigos de la libertad. Allí no se va más que a hablar mal de los periodistas y de los que quieren Constitución. No se juega, Gabriel, ni se baila, ni se refresca, ni se hablan más que sosadas y boberías… De todos modos, es preciso que vengas a mi casa. Mis hermanas me han dicho que quieren conocerte; sí, me lo han dicho. Las pobres están muy aburridas. Si no fuese porque lord Gray distrae un poco a las tres muchachas… Vendrás a casa. Pero cuidado con echártela de liberal y de jacobino. No