Páginas escogidas. Armando Palacio Valdes
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Yo creía hallarme en un baile de máscaras.
Estos disfraces aún continúan. Los avisados ríen, pero el vulgo queda deslumbrado. No se es Quevedo por ponerse las antiparras de Quevedo. Cuando tomo en las manos un libro de estos flamantes clásicos, me parece estar viendo desfilar una cabalgata histórica. ¿En qué fabla me fablades, infanzones? Ellos podrán decir: “No tenemos ingenio, ni amenidad, ni ciencia, ni gracia, ni observación, ni sentimiento; pero tenemos lenguaje.”
He pensado siempre que éste ha de ser lo más claro, lo más sencillo y transparente posible. ¿Buscaba Santa Teresa los giros de los siglos pretéritos para introducirlos en sus Moradas? No; escribía en estilo llano como oía hablar en torno suyo. Y, no obstante, resulta su prosa de una nobleza extremada, más penetrante y sugestiva que la de ningún otro escritor español.
Peor aún que el lenguaje pseudoclásico es el llamado colorista que en Francia inauguró Teófilo Gautier, y que Zola y los hermanos Goncourt llevaron a una monstruosa exageración. Buscar palabras nuevas importadas de la pintura, es fácil tarea. Los grandes escritores no han tenido necesidad de apelar a tanta palabrería pictórica para grabar profundamente los tipos y las escenas que han creado. ¿Quién no se representa vivamente la aventura de los molinos de viento en el Quijote? ¿Quién no ha visto a Carlota en el Werther, de Goethe, cortando el pan y distribuyéndolo a sus hermanitos?
Entre nosotros ha echado raíces este nuevo preciosismo ridículo y se ha desarrollado con la velocidad del microbio del tifus. En una revista literaria he leído la siguiente descripción de un salón de baile:
“En los senos duermen las flores con esa voluptuosidad del pétalo marchito, y en los labios rojos ruedan las sonrisas amables y brotan las frases cortesanas. El piano, envidioso, muestra en risa irónica sus dientes blancos; y tableteando sobre los cristales una lluvia fría, menudita y soñolienta.
“Sobre el grupo va la luz tonificando los rosas, el rosa de crepúsculo de los trajes, el rosa de las mejillas, el de grano de granada de las uñas y el rosa suave, diluído, enervante de las flores.”
Después de leer esto ¿no se siente la nostalgia del Boletín de Pósitos? En verdad que si tal es el estilo colorista hay motivo para aborrecer el arco iris.
Pero dejemos estas inepcias y vengamos a otra servidumbre más peligrosa en que con frecuencia caemos los que emborronamos papel. Hablo del dinero.
“Poderoso caballero es don Dinero”, dijo nuestro poeta. El dinero es un magnífico señor que paga bien a quien mal le sirve. Paga bien, pero nos disminuye. El escritor que se pone a su servicio pierde la iniciativa y el reposo, tan necesarios a los que cultivan la belleza. Sus cadenas son de oro, pero cadenas al fin.
¿Debe vivir el escritor de su pluma? Parece lógico. Si presta un servicio a sus semejantes, éstos se hallan obligados a remunerarle.—“Quien sirve al altar, viva del altar”—ha dicho San Pablo. El poeta que sacrifica en el altar de las Musas, debe vivir de él.
Debe vivir, es cierto; ¿pero debe vivir en un palacio rodeado de domésticos y caballos? No hay necesidad. Una posición independiente y modesta es suficiente para que pueda ofrecernos los frutos de su ingenio. Si la riqueza le ha venido por otros caminos, no le perjudicará cuando sepa emplearla adecuadamente. Viajes, libros, juegos, muebles suntuosos, cuadros, saraos, todo esto es un alimento para la fantasía y se halla en la dirección de su vida. Equipado de esta manera espléndida acaso su vuelo sea más alto. Mas para alcanzar estas doradas herramientas, aun en los países en que es factible, necesita forzar la mano, y esto no se consigue sin detrimento de la calidad del artículo.
En otros tiempos la literatura no daba dinero, y se escribía, y no se escribía del todo mal. Hoy da dinero y se escribe, y no se escribe del todo bien. Quiero decir que cebados por la ganancia, escribimos más de lo que debiéramos. Nuestras obras no suelen salir bien cosidas, sino hilvanadas. Cuando el hombre no piensa en el resultado de su trabajo, es cuando sale mejor. Nuestros abuelos escribían libros más duraderos, porque pensaban más en ellos que en el editor.
Sin embargo, bueno es rechazar la absurda especie que corre válida entre los ignorantes y frívolos de que el hambre aguza el ingenio. El hambre no aguza más que los malos instintos. Jamás me convencerá nadie de que las musas reciben con agrado en su jardín del Parnaso a los poetas famélicos. El escritor necesita cierto grado de bienestar, y además aquello que nuestros antepasados llamaban ocios; esto es, el descuido de los intereses materiales. Pero este reposo no lo consiguen los actuales escritores de profesión pensando en las pesetas que les vale cada cuartilla. Mejor lo lograban aquellos abuelos, aceptando un modesto empleo en las oficinas del Estado o en el archivo de cualquier prócer.—“Cuando al sonar la hora—me decía un amigo literato empleado en una casa de banca—cierro los libros de cuentas, mi imaginación queda absolutamente libre y puedo ocuparla en lo que se me antoje.”
Claro está que un empleado en una casa de banca no podrá escribir ochenta novelas en su vida, pero escribirá tres o cuatro que valgan por las ochenta, y el mundo quedará satisfecho aunque renieguen los fabricantes de papel. Escribir poco es, en los días que corren, una gran virtud. Confieso humildemente que yo no la he poseído; pero los hay más viciosos, todo el mundo lo sabe.
A los que no caen en la esclavitud del dinero les suele poner el yugo sobre la cerviz el ansia de gloria. El aplauso es tan necesario al escritor como el aire mismo que respira. Todos los seres humanos viven sedientos de él. Hasta los caballos necesitan palmaditas en el cuello para correr. Los que lo rehuyen es que quieren ser aplaudidos dos veces, como dice La Rochefoucauld, o marineros que bogan de espalda al sitio donde quieren ir, según San Francisco de Sales.
Como no soy un impostor, declaro que amo y he amado siempre el aplauso.
Pero existen dos clases de aplauso: el sincero, el espontáneo que brota del corazón de los hombres y sale fervoroso a sus labios, y aquél que se les arranca a fuerza de reverencias.
Parece natural que todos amemos el primero y desdeñemos el segundo. Sin embargo, no es así. Hay escritores que corren desalados en pos del elogio, y para alcanzarlo montan en toda clase de vehículos, sucios o limpios. Un académico, ya fallecido, decía a cierto amigo suyo, en uno de esos momentos de expansión que suelen tener hasta los criminales: “¡Tú no sabes, querido, la serie de bajezas que he necesitado hacer para entrar en la Academia!” Hay otros que llevan el bolsillo provisto de artículos acaramelados firmados por sus amiguitos, y se los ofrecen a los directores de periódicos cuando les tropiezan en la calle, como si fuesen en efecto caramelos de la Pajarita.
No he amado nunca esa clase humillante de aplauso. Me gusta limpio, sincero, confortante. ¿Para qué sirve que os palmotee todo el mundo en la calle, si al llegar a casa y meteros en la cama os silba vuestra conciencia?
El elogio venido de lejanas tierras, donde no saben si soy gordo o flaco, torcido o derecho, me ha seducido siempre. Me seduce, porque es absolutamente espontáneo y me parece una promesa de inmortalidad. Aún más me siento halagado por las cartas que me envían personas desconocidas expresándome la impresión que mis libros les han causado.
Esto es halagüeño, sí, lo confieso. Pero cuando me encierro en mi cuarto y después me encierro en mí mismo, no puedo menos de decirme: “¡Pura vanidad! Mis libros no son más que burbujas del agua que se mantienen un instante sobre la corriente y desaparecen; leves sonidos que el aire produce al penetrar casualmente en una flauta.