Páginas escogidas. Armando Palacio Valdes
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Siguieron los brindis, cada vez más acalorados y tempestuosos, de tal modo que nadie se entendía. Uno de los más celebrados fué el de Martita, quien por consejo de Ricardo, que estaba a su lado, había bebido tres copas de champagne y no sabía lo que le pasaba. La pobre niña, tan reservada y silenciosa por temperamento, empezó a charlar por los codos, dirigiendo pullas muy saladas a todos los presentes, que las acogían con regocijo y aplauso. Cuando una señora le dijo que estaba borracha, se puso muy seria y afirmó que sólo estaba un poco alegre, lo cual nada tenía de particular teniendo en cuenta sus pocos años. Esta salida hizo reir a los convidados. Los vapores del champagne habían coloreado sus mejillas fuertemente y le producían alguna sofocación. Mientras hablaba no cesaba de darse aire con el pañuelo. Sus ojos tan fijos y serenos ordinariamente, habían adquirido singular movilidad y cierto brillo malicioso que consiguió llamar la atención de Suárez el ingeniero. El mismo timbre de la voz se le había modificado de un modo notable, haciéndose más grave y firme. Parecía que se operaba en ella una anticipación artificial y momentánea de la plenitud del sexo.
Cuando se cansaron de disparatar, D. Mariano hizo que sacaran las mesas del salón, para que bailasen los jóvenes. Un piano, jubilado por su respetable ancianidad en aquel retiro, fué el que marcó con voz cascada el compás de una mazurka. Como era de esperar, el baile perdió al instante toda gravedad y ceremonia y se convirtió en torbellino de saltos, gritos y risas. Marta, que bailaba con Ricardo, le dijo de pronto:
—No puedo soportar este calor: ¿quieres que salgamos un poco a tomar el fresco?
—Vamos; yo también estoy muy sofocado.
Cuando estuvieron en el jardín, le dijo:
—Si quisieras hacer conmigo una expedición, te llevaría a un sitio que no conoce aquí nadie más que papá y yo; una playa oculta entre las rocas. Hasta que se está en ella no se la ve... Es un sitio precioso...
—¡Vaya si quiero! Demasiado sabes la afición que tengo a los paisajes y sobre todo a los de mar... ¿Por dónde se va?
—Sígueme... ya verás.
Marta emprendió la marcha hacia un bosque de pinos situado no muy lejos de la casa y Ricardo la siguió. Vestía la niña un traje azul marino, con adornos de encaje blanco y en la cabeza llevaba sombrero de paja adornado con una guirnalda de campanillas rojas.
—Después que lleguemos a ese bosque vas a experimentar una sorpresa.
—¿De veras?
—Ya verás, ya verás.
En efecto, así que estuvieron en el bosque y caminaron algún tiempo por él, tropezaron con una cueva tapada a medias por los árboles y la maleza. Marta, sin decir palabra, se introdujo en ella, y en dos segundos desapareció. Ricardo quedó un instante parado y altamente sorprendido; pero una fresca carcajada que sonó dentro le sacó de su estupor.
—¿Qué es eso; no te atreves a entrar, cobarde?
—¿Pero, chica, no ves que puedes hacerte daño?
—¡Entre usted, bravo guerrero!
—Bien... ya que te empeñas...
Cuando se hubo unido a Marta observó que la cueva se abría bastante y estaba tapizada de arena.
—¡Oh, no pensé que era tan grande y cómoda!
—Bueno; pues ahora sígueme.
—¿Adónde?
—¡Qué preguntón eres!... Ya lo sabrás, hombre, ya lo sabrás.
Entró por la cueva adelante, que cada vez se iba haciendo más oscura, seguida de Ricardo, el cual no apartaba la vista de ella temiendo a cada instante verla caer o chocar con algún obstáculo. Al cabo de poco tiempo borróse la silueta de la niña en el fondo oscuro de la caverna, y Ricardo se halló en verdaderas tinieblas.
—No tengas cuidado: sigue, que no te pasará nada... Iré hablando para que camines en dirección de la voz... Si quieres que te dé la mano te la daré... ¿No?... bueno, pues no te quedes atrás... Dentro de muy poco tiempo empezarás a bajar... pero es una pendiente suave... ¿Lo ves?... No te quejarás del suelo... aunque uno se cayese no se haría mucho daño... No tardaremos en ver luz... Ten cuidado... inclínate a la derecha que el camino hace ahora una revuelta... ¡Ea, ya tenemos claridad!
Un punto luminoso se veía efectivamente a los pies de nuestros jóvenes a unas cien varas de distancia. La silueta de Marta volvió a romper las tinieblas y a resaltar sobre la escasa claridad que entraba por el agujero. Oyóse en la cueva un sordo y prolongado rumor que hacía sospechar la proximidad del Océano. A los pocos minutos salían a la luz.
Ricardo quedó extasiado ante el espectáculo que se ofreció a su vista. Estaban frente al mar, en medio de una playa rodeada de altísimos peñascos cortados a pico. Parecía imposible salir de ella sin arrojarse a las olas que venían majestuosas y sonoras a desplomarse sobre su dorada arena festoneándola con sábanas de espuma. Nuestros jóvenes avanzaron hasta el medio contemplando, sin decirse una palabra, embargados por la emoción, aquel misterioso retiro del Océano que semejaba un locutorio escondido y amable donde venía a contar sus profundos secretos a la tierra. El cielo, de un azul muy claro, hacía brillar el arenoso pavimento que se inclinaba hacia el mar con declive suave. Se pasaban los meses y los años sin que la planta de un hombre imprimiese su huella en él. Los altos muros negros y carcomidos, que cerraban en semicírculo la