Páginas escogidas. Armando Palacio Valdes

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Páginas escogidas - Armando Palacio  Valdes

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y Marta continuaron avanzando hacia el agua lentamente, dominados por el respeto y la admiración. Según caminaban, la arena se iba haciendo más blanda; las huellas de sus pies se llenaban inmediatamente de agua. Al acercarse, observaron que las olas crecían y que sus volutas retorcidas en el momento de desplomarse los taparían si se pusiesen debajo. Venían graves, firmes, imponentes hacia ellos, como si tuviesen seguridad de arrollarlos y sepultarlos para siempre entre sus pliegues, pero a las cinco o seis varas de distancia se dejaban caer en tierra desmayadas expresando su pesar con un rugido inmenso y prolongado. Los torrentes de espuma que salían de su ruina venían extendiéndose y resbalando por la arena a besarles los pies.

      Al cabo de algún tiempo de contemplarlas fijamente, Marta sintióse turbada. Creyó advertir en ellas cada vez más ansia de tragarla y que expresaban su deseo con gritos rabiosos y desesperados. Retrocedió un poco y tomó la mano de Ricardo sin comunicarle el miedo pueril que la embargaba. La sábana de espuma que las olas extendían, en vez de besarla pensaba que la mordía los pies. Al replegarse de nuevo con aspiración gigantesca la arrastraba contra su voluntad para llevarla quién sabe adónde.

      —¿No te parece que nos vamos acercando demasiado a las olas, Ricardo?

      —¿Crees acaso que van a llegar adonde estamos nosotros?

      —No sé... pero se me figura que nos vamos deslizando insensiblemente... y que concluirán por taparnos.

      —Pierde cuidado, preciosa—dijo echándole un brazo sobre el hombro y atrayéndola suavemente hacia sí;—ni las olas suben, ni nosotros bajamos... ¿Tienes miedo a morir?

      —¡Oh, no; ahora no!—exclamó la niña en voz apenas perceptible, estrechándose más contra su amigo.

      Ricardo no oyó esta exclamación. Seguía con la vista atentamente la marcha de un vapor que cruzaba por el horizonte sacudiendo su negra columna de humo.

      Al cabo de un rato quiso anudar la conversación.

      —¿De veras tienes miedo a la muerte? ¡Oh! haces bien... Hoy el mundo guarda para ti su sonrisa más amable... Ni una sola nube oscurece el cielo de tu vida... ¡Dios quiera que no llegues a desearla nunca!

      —Y tú, ¿tienes miedo, dí?

      —Unas veces sí y otras veces no.

      —¿En este momento lo tienes?

      —¡Ah, qué curiosilla eres!—exclamó volviendo hacia ella su cara sonriente.—No; en este momento, no.

      —¿Por qué?

      —Porque si el mar nos tragase, moriríamos los dos juntos, y yendo en tan amable compañía, ¡qué me importa dejar este mundo!

      La niña le miró un rato fijamente. Los labios del joven estaban plegados por una sonrisa galante y protectora. Separóse de él bruscamente, y volviéndole la espalda se puso a caminar por la playa rozando los dominios de las olas.

      El vapor iba a ocultarse ya detrás de uno de los cabos como un guerrero fantástico que caminase dentro del agua asomando solamente el penacho de su casco. Cuando hubo desaparecido, Ricardo fué a unirse a su futura hermana, que no pareció advertir su presencia, enteramente abismada en la contemplación del Océano. No obstante, al cabo de un rato volvióse de improviso y le dijo:

      —¿Te atreves a ir conmigo a la peña que se ve allá abajo, a la derecha?

      —No tengo ningún inconveniente; pero te prevengo que está subiendo la marea y que esa peña quedará rodeada de agua antes de una hora.

      —No importa; tenemos tiempo para ir a ella.

      Dando brincos y haciendo equilibrios sobre los peñascos de la costa llenos de charcos y tapizados de algas, donde corrían grave riesgo de resbalar, llegaron a la peña, que avanzaba buen trecho dentro del mar.

      —Sentémonos—dijo Marta.—¡Cuánto mar se ve desde aquí! ¿no es cierto?

      Ricardo se sentó a su lado y ambos contemplaron la húmeda llanura que se extendía a sus pies. Cerca de ellos ofrecía un color verde oscuro; a lo lejos era azul. Allá en el centro la gran mancha de plata seguía resplandeciendo con vivos destellos reflejando el encendido disco del sol. De los profundos senos líquidos de aquel infinito salía una música grave pero insinuante que empezó a sonar como caricia paternal en los oídos de nuestros jóvenes. El gran desierto de agua cantaba y vibraba en los espacios como el eterno instrumento del Hacedor. La brisa que de sus olas llegaba tenía una frialdad grata que les refrescaba las sienes y las mejillas. Era un aliento vivo y poderoso que ensanchaba su corazón y lo inundaba de sentimientos vagos y sublimes.

      Ni uno ni otro hablaron. Gozaban contemplando la majestad y grandeza del Océano con un sentimiento humilde de su pequeñez y con vago deseo de participar de su fuerza sagrada e inmortal. Sus ojos paseaban una y otra vez, sin fatigarse nunca, por la línea indecisa del horizonte, que les revelaba otros espacios sin fin azules y luminosos. Sin darse cuenta de ello, por un movimiento instintivo, se habían acercado de nuevo uno a otro como si temiesen algo de la presencia de aquel monstruo que rugía a sus pies. Ricardo había pasado un brazo en torno de la cintura de la niña y la tenía sujeta suavemente para defenderla de cualquier peligro.

      Al cabo de mucho tiempo, Marta volvió su rostro encendido hacia él y le dijo con voz conmovida:

      —Díme, ¿me dejas apoyar la cabeza en tu pecho?... ¡Tengo unas ganas de llorar!

      Ricardo la miró con sorpresa, y atrayéndola dulcemente hacia sí la acostó sobre su regazo. La niña le dió las gracias con una sonrisa.

      —¿Te encuentras bien ahora?

      —¡Oh, sí; muy bien, muy bien!

      —¿Quieres dormir un poco a ver si te pasa ese malestar?

      —No, no quiero dormir... Déjame... no me hables... ¡si supieras qué bien me encuentro!

      Ricardo sonrió satisfecho y le acarició la cara como a un niño.

      El agua batía la peña donde se hallaban, salpicándoles de espuma y entrando y saliendo sin cesar en las profundas concavidades de la roca, que parecía hueca como un edificio. Las corrientes que se precipitaban por ellas despertaban en su seno extraños y confusos rumores, que unas veces semejaban los ecos lejanos de un trueno, otras los ronquidos profundos de un órgano.

      Marta, con la cabeza apoyada en el regazo del joven y la cara vuelta al cielo, hacía rodar sus grandes y límpidos ojos continuamente por la bóveda azul, con el oído atento a los graves rumores que debajo de ella sonaban. El viento fresco del mar no había conseguido aún apagar el ardor de sus mejillas.

      —¡Atiende!—dijo de pronto.—¿No oyes?...

      —¿Qué?

      —¿No oyes entre los ruidos del agua algo parecido a un lamento?

      Ricardo atendió un instante.

      —No oigo nada.

      —No; ya ha cesado... aguarda un poco... ¿No lo oyes ahora?... Sí, sí, no cabe duda... En las cuevas de esta roca hay alguien que se queja...

      —No

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