Páginas escogidas. Armando Palacio Valdes

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Páginas escogidas - Armando Palacio  Valdes

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es imposible, don Fernando... No pensemos en ello.

      —Para la casa de Meira no hay nada imposible—respondió el caballero con mucha mayor solemnidad.

      José sacudió la cabeza, atreviéndose a dudar del poderío de aquella ilustre casa.

      —Nada hay imposible—volvió a decir don Fernando lanzándole una mirada altiva, propia de un guerrero de la reconquista.

      José sonrió con disimulo.

      —Atiende un poco—siguió el caballero.—En el siglo pasado, un abuelo mío, don Alvaro de Meira, era corregidor de Oviedo. Había allí una casa perteneciente al clero que estorbaba mucho en la vía pública, y el corregidor se propuso echarla abajo. Tropezó en seguida con la oposición del obispo y cabildo catedral, los cuales le manifestaron que de ningún modo lo intentase, so pena de excomunión. Pero el corregidor, sin hacer caso de amenazas, cierto día manda a ella una cuadrilla de albañiles y comienzan a derribarla. Dan parte del hecho al obispo, alborótase su ilustrísima, convoca al cabildo y deciden ir revestidos a excomulgar a todo el que se atreva a tocar en ella. Mi bisabuelo lo supo, y ¿qué hace entonces? Va y manda a allá al verdugo a leer un pregón en que se impone la pena de cien azotes a todo albañil que se baje del tejado... ¡Ni uno solo se bajó, muchacho!... Y la casa vino al suelo.

      Don Fernando, con un movimiento enérgico de la mano, derribó de golpe el edificio clerical. José pareció enteramente insensible a esta proeza de los Meiras. Seguía cabizbajo y triste, considerando tal vez que era lástima que tal poder de infligir azotes no quedase anejo a todos los señores de Meira, en cuyo caso no sería imposible que pidiese unos cuantos para la seña Isabel.

      —Cuando a un Meira se le mete algo entre ceja y ceja—siguió el hidalgo,—¡hay que temblar!... Toma—añadió sacando del bolsillo un paquetito y ofreciéndoselo.—Ahí tienes, diez mil reales. Cómprate una lancha, y deja lo demás de mi cuenta.

      El marinero quedó pasmado, y no se atrevió a alargar la mano pensando que aquello era una locura del señor de Meira, a quien ya muchos no suponían en su cabal juicio.

      —Toma, te digo. Cómprate una lancha... y a trabajar.

      José tomó el paquete, lo desenvolvió y quedó aún más absorto al ver que eran monedas de oro. Don Fernando, sonriendo orgullosamente, continuó:

      —Vamos a otra cosa ahora. Dime: ¿cuántos años tiene Elisa?

      —Veinte.

      —¿Los ha cumplido ya?

      —No señor; me parece que los cumple el mes que viene.

      —Perfectamente. El mes que viene te diré lo que has de hacer. Mientras tanto, procura que nadie se entere de tus amores... Mucho sigilo y mucha prudencia.

      Don Fernando hablaba con tal autoridad y arqueaba las cejas tan extremadamente, que a pesar de su figurilla menuda y torcida, consiguió infundir respeto al marinero. Casi llegó a creer en el misterioso poder de la casa de Meira.

      —A otra cosa... ¿Tú puedes disponer de la lancha esta noche?

      —¿Qué lancha?, ¿la de mi patrón?

      —Sí.

      —¿Para ir adónde?

      —Para dar un paseo.

      —Si no es más que para eso...

      —Pues a las doce de la noche pásate por mi casa dispuesto a salir a la mar. Necesito de tu ayuda para una cosa que ya sabrás.... Ahora vuélvete a casa y comienza a gestionar la compra de la lancha. Vé a Sarrió por ella, o constrúyela aquí; como mejor te parezca.

      Confuso y en grado sumo perplejo se apartó nuestro pescador del señor de Meira. Todo se volvía cavilar mientras caminaba la vuelta de su casa de qué modo habría llegado aquel dinero a manos del arruinado hidalgo. Se propuso no hacer uso de él en tanto que no lo averiguase.

      Los enigmas, particularmente los enigmas de dinero, duran en las aldeas cortísimo tiempo. No se pasaron dos horas sin que supiese que don Fernando había vendido su casa el día anterior a don Anacleto, el cual la quería para hacer de ella una fábrica de escabeche, no para otra cosa, pues en realidad estaba inhabitable. El señor de Meira la tenía hipotecada ya hacía algún tiempo a un comerciante de Peñascosa en nueve mil reales. Don Anacleto pagó esta cantidad y le dió además otros catorce mil. En vista de esto, José se determinó a devolver los cuartos al generoso caballero tan pronto como le viese. Le pareció indecoroso aceptar, aunque fuese en calidad de préstamo, un dinero de que tan necesitado estaba su dueño.

      Todavía le seguía preocupando, no obstante, aquella misteriosa cita de la noche, y aguardaba con impaciencia la hora para ver lo que era. Un poco antes de dar las doce por el reloj de las Consistoriales enderezó los pasos hacia el palacio de Meira. Llamó con un golpe a la carcomida puerta, y no tardó mucho el propio don Fernando en abrirle.

      —Puntual eres, José. ¿Tienes la lancha a flote?

      —Debe de estar, sí señor.

      —Pues bien; ven aquí y ayúdame a llevar a ella esto.

      Don Fernando le señaló a la luz de un candil un bulto que descansaba en el zaguán de la casa, envuelto en un pedazo de lona y amarrado con cordeles.

      —Es muy pesado, te lo advierto.

      Efectivamente, al tratar de moverlo se vió que era casi imposible llevarlo al hombro. José pensó que era una caja de hierro.

      —En hombros no podemos llevarlo, don Fernando. ¿No será mejor que lo arrastremos poco a poco hasta la ribera?

      —Como a ti te parezca.

      Arrastráronlo, en efecto, fuera de la casa. Apagó don Fernando el candil, cerró la puerta, y dándole vueltas, no con poco trabajo, lo llevaron lentamente hasta colocarlo cerca de la lancha. El señor de Meira iba taciturno y melancólico, sin despegar los labios. José le seguía el humor; pero sentía al propio tiempo bastante curiosidad por averiguar lo que aquella pesadísima caja contenía.

      Fué necesario colocar dos mástiles desde el suelo a la lancha, y gracias a ellos hicieron rodar la caja hasta meterla a bordo. Entraron después, y con el mayor silencio posible se fueron apartando de las otras embarcaciones.

      La noche era de luna, clara y hermosa. El mar, tranquilo y dormido como un lago. El ambiente, tibio como en estío. José empuñó dos remos, contra la voluntad del hidalgo, que pretendía tomar uno, y apoyándolos suavemente en el agua, se alejó de la tierra.

      El señor de Meira iba sentado a popa, tan silencioso y taciturno como había salido de casa. José, tirando acompasadamente de los remos, le observaba con interés. Cuando estuvieron a unas dos millas de Rodillero, después de doblar la punta del Cuerno, don Fernando se puso en pie.

      —Basta, José.

      El marinero soltó los remos.

      —Ayúdame a echar este bulto al agua.

      José acudió a ayudarle; pero deseoso, cada vez más de descubrir aquel

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