Páginas escogidas. Armando Palacio Valdes

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Páginas escogidas - Armando Palacio  Valdes

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arriar las velas y caminar al remo en línea recta. Nada tenía esto de particular, y es lo más usual cuando no se tiene el viento por la popa; pero he aquí que a Rosarito, la amiga de la señorita de Mory, se le mete en la cabeza de pronto que aquel cambio de motor náutico significa peligro inminente de naufragio, el cual se le representa a la imaginación con todos los horrores de que suele venir rodeado en las novelas por entregas: la densidad espesa de la noche, las olas elevándose como montañas a los cielos, los gritos de los náufragos mezclándose a los rugidos de la mar, etc., etc. Y sin poder evitarlo empieza a agarrarse con mano nerviosa a su amiga y a dejar salir de su boca exclamaciones de angustia y terror.

      —¡Ay, Dios mío, vamos a perecer, vamos a parecer!

      —No pasa nada; tranquilízate, Rosario.

      —¡Sí, sí, vamos a perecer... nos vamos a ahogar!... ¡Dios mío, qué muerte tan horrible!... ¡Por qué habré venido yo a la Isla!... ¡Qué dirá mi papá cuando sepa que no tiene hija!... ¡Papá, papá del alma!...

      ¡Pero, niña, si no ocurre absolutamente nada!

      —¡No me digas eso, por Dios! ¿no estoy viendo que han bajado las velas? ¡Ay, qué muerte, qué muerte tan espantosa!... ¡Morir sin confesión!... ¡Morir separada de mi papá!... ¡Y luego quedar sepultada aquí en este fondo tan negro... y ser comida por los peces... y por los cangrejos!... ¡Es horrible!...

      Los esfuerzos de la señorita de Mory para calmar a su amiga eran inútiles. No contribuían poco a asustarla las voces de los marineros, que para alentarse y vencer la resistencia de las olas a cada golpe de remo gritaban a un tiempo: ¡Aaaguanta!... ¡aaaguanta!... Cada vez que sonaba esta palabra en el aire con ritmo brutal, Rosario exhalaba un grito de angustia; tanto que la vivaracha señorita de Mory, temiendo que se pusiera mala, dijo a los marineros:

      —Señores, hagan ustedes el favor de no decir aguanta, porque esta señorita se asusta mucho.

      Pero Rosario, toda azorada y hecha un mar de lágrimas, exclamó inmediatamente:

      —¡No, no; que digan aguanta, que digan aguanta!... Si no, vamos a perecer más pronto...

      Poco a poco, no obstante, y viendo que la tremenda catástrofe no llegaba, se fueron calmando sus nervios, y no tardó en reirse, como niña aturdida que era, de sus ridículos temores.

      En la falúa de Elorza se hablaba poco: D. Mariano y D. Máximo llevaban demasiado Medoc en el cuerpo para hallarse en estado de sostener una conversación animada. La señorita de Delgado, secundada por sus hermanas, admiraba con vivos transportes de entusiasmo, abriendo y cerrando mucho los ojos, la puesta del sol. El marqués de Peñalta había cerrado los suyos y parecía dormido con la mano en la mejilla. Algunas parejas cuchicheaban.

      ¿Qué pensaba Marta en aquel instante, con la mirada clavada en el mar, grave, inmóvil y pálida como una estatua? ¿Qué negros fantasmas surgían ante ella de lo profundo de las aguas para trazar en su cándida frente las profundas arrugas de que estaba surcada? ¿Qué funestos secretos le soplaba la brisa en el oído?

      ¡Oh! ¡Más fácil es descifrar el misterio de los rumores del Océano y los secretos de la brisa, que los vagos pensamientos que oculta la frente de una niña!

      El mar quería entregarse otra vez al sueño. Las crestas de sus olas ya no blanqueaban a lo lejos con su corona de espumas. El horizonte replegaba su línea indecisa que se borraba en la sombra de la tarde. Las serenas y abultadas ondas bajaban y subían, semejando la respiración perezosa y dormida de un seno gigantesco. Una por una, con amable sosiego y confianza, las iban dejando atrás las falúas, avecinándose al puerto. La costa festoneaba con línea negra y ondulante la gran llanura resplandeciente. Allá a lo lejos, en lo interior, columbrábanse las cimas de las montañas, bañadas de un transparente vapor violáceo.

      El pensamiento de Marta rompió la tupida nube que lo encerraba en un piélago de confusiones y vaguedades, y en su alma asomaron de golpe un sinnúmero de recuerdos dulces e inefables como otros tantos puntos luminosos de que estaba sembrado el cielo sereno de su vida. Entretúvose largo rato a contarlos recreándose en cada uno de ellos. ¡Qué vivos y qué hermosos ardían en su memoria! ¡Qué luz tan suave derramaban sobre los monótonos y laboriosos días de su existencia! Estaban rodeados de silencio y misterio; nadie los había gustado, nadie los conocía siquiera más que ella; la misma mano que había dejado caer en su corazón el bálsamo de la felicidad ignoraba en absoluto su bienhechora influencia. Este pensamiento la llenaba de íntimo gozo que hacía asomar a sus labios descoloridos una sonrisa. Uno tras otro, no obstante, y sin saber por qué, aquellos puntos luminosos se fueron apagando, se fueron borrando y perdiendo en los abismos profundos y negros de una idea. Su imaginación empezó a dar vueltas como un pájaro aturdido dentro de esta idea triste y desesperada donde no penetraba el más delgado rayo de luz. ¿Para qué estaba ella en el mundo? La felicidad que había venido a buscar estaba ya recogida y no le quedaba otro recurso que contemplarla sin rencor y sin envidia, porque la envidia en este caso constituía enorme pecado. ¿Y estaba segura de no caer en él a cada instante o, lo que es peor, estaba segura de no llevar la mano a aquella felicidad? La escondida playa de la isla le vino de pronto a la memoria con su arena de oro y sus olas espumosas derramándose sobre ella. Un gran remordimiento, un remordimiento vivo y cruel empezó a entrar en su inocente corazón como la hoja fina de un puñal, produciéndole tal dolor que dejó escapar un grito ahogado que nadie escuchó más que ella misma. La confusión y el vértigo se apoderaron de su cabeza que ardía como un volcán. Se llevó la mano a la frente y estaba fría como si fuese de mármol. Esto la sorprendió de un modo extraordinario, ¡Tanto calor dentro y tanto frío fuera!

      El Océano se mostraba en aquel instante lleno de paz y dulzura. El sol iba a sumergir muy pronto su abrasado disco en el cristal de las aguas, iluminando algunos parajes de la llanura con dorada y fantástica claridad y dejando otros en la sombra. Los rumores eran más graves y profundos, de una melancolía infinita. Aquella masa inconmensurable de agua perdía lentamente su color azul, tomando otro verde muy opaco sembrado aquí y allá de fugaces reflejos. El sosiego melancólico con que el mar se despedía de la luz causó en Marta impresión profunda. Con la cabeza inclinada sobre el agua y los ojos extáticos contemplaba los más leves matices que la luz iba despertando en ella y atendía a todos los rumores que sonaban en lo profundo.

      El sol se sumergió enteramente. El Océano dejó escapar un sollozo inmenso, colosal. En este sollozo había tal enternecimiento que Marta creyó sentir vibrar el ambiente con movimiento de simpatía y admiración. Nunca había visto al mar tan grande y tan sublime, tan fuerte y bondadoso a un tiempo mismo. Aquel silencio augusto, aquel reposo momentáneo del gran atleta la conmovían hasta lo íntimo, infundían en su espíritu alborotado un ansia ardiente de paz. ¿Quién le había dicho que el mar era terrible? ¿Qué corazón pequeño le había hablado de sus crueles traiciones? ¡Ah, no! El mar era noble y generoso como lo son los fuertes siempre, y sus cóleras, aunque temibles, eran pasajeras. En su fondo tranquilo vivían felices las perlas y los corales, las blancas sirenas, los peces azules.

      La falúa, al oprimir su húmeda espalda, formaba entre proa y popa un lecho ancho y cómodo con bordes de espuma, un lecho que convidaba a dormir eternamente con el rostro vuelto al cielo, mirando resbalar por el seno transparente del agua el fulgor de las estrellas...

      —¡Jesús!... ¿Qué ha sido eso?

      —¿Quién se ha caído al agua?

      —¡Hija mía de mi alma! ¡Marta!... ¡Marta!... ¡Dejadme... dejadme salvar a mi hija!

      —Ya está salvada, D. Mariano; no hay necesidad de que usted se arroje al agua.

      —¡Cía!

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