Guerra y Paz. Leon Tolstoi
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Echaron pie a tierra y entraron en la cantina. Algunos oficiales, con las caras encendidas y cansados, estaban sentados ante las mesas comiendo y bebiendo.
–Pero ¿qué es esto, señores?-dijo el oficial de Estado Mayor con el enojado tono de quien ha repetido muchas veces la misma frase -. No se pueden abandonar los puestos de este modo. El Príncipe ha ordenado que nadie se moviera. Lo digo por usted, capitán-dijo a un oficial de artillería de baja estatura, sucio, delgado y que, descalzo, porque había entregado las botas al cantinero para que se las secara, se levantaba únicamente con calcetines ante los forasteros, a quienes contemplaba sonriendo y cohibido.
– ¿No le da a usted vergüenza, capitán Tuchin? – continuó el oficial de Estado Mayor -. Me parece que usted, calidad de artillero, haría mejor dando otro ejemplo a sus inferiores, y, en cambio, se presenta aquí sin botas. Cuando se oiga el toque de alarma, será muy bonito verle en calcetines – el oficial de Estado Mayor sonrió -. Cada uno a su puesto, señores – añadió con autoritario tono.
El príncipe Andrés sonrió involuntariamente al ver al capitán Tuchin que, también sonriente y sin decir nada, se apoyaba ora sobre un pie, ora sobre el otro y miraba interrogadoramente, con sus grandes ojos bondadosos e inteligentes, tan pronto al príncipe Andrés como al oficial de Estado Mayor.
– Los soldados dicen que es más cómodo andar descalzo – dijo Tuchin sonriendo con timidez y con el deseo de disimular su turbación con una salida de tono.
Pero no había terminado aún de hablar – cuando comprendió que su broma no era bien recibida y tampoco graciosa. Estaba confuso.
–Haga el favor de retirarse-dijo el oficial de Estado Mayor procurando aparentar seriedad.
El Príncipe contempló de nuevo la desmedrada figura del artillero, que tenía algo extraño y particular, nada marcial, un poco cómico, pero muy atractivo. El oficial y el Príncipe volvieron a montar a caballo y se alejaron. Al salir del pueblo, encontrando y dejando atrás soldados de distintas armas, se dieron cuenta de que a la izquierda había unas fortificaciones cubiertas de arcilla roja y fresca, recientemente construidas. Algunos batallones, en mangas de camisa, a pesar del frío, movíanse en las trincheras como hormigas blancas. Manos invisibles lanzaban incesantemente paladas de arcilla roja por encima de las trincheras. Se acercaron, contemplaron la fortificación y se alejaron. Tras la trinchera vieron algunas docenas de soldados que, uno tras otro, salían afuera. Hubieron de taparse las narices y espolear a los caballos para salir rápidamente de aquella atmósfera pestilente.
– He aquí las delicias del campamento, Príncipe – dijo el oficial de servicio.
Fueron en dirección a la montaña. Desde allí veíase a los franceses. El príncipe Andrés se detuvo y comenzó a inspeccionar el terreno.
– La batería ha sido colocada allí – dijo el oficial de Estado Mayor señalando el pico -. Es la batería del oficial de los calcetines. Desde allí lo veremos todo. Vamos, Príncipe.
– Se lo agradezco mucho, pero no es necesario que me acompañe. Iré solo – dijo el Príncipe, que quería deshacerse del oficial -. Por favor, no se moleste.
VII
El príncipe Andrés, a caballo, se detuvo para contemplar la columna de humo de un cañón que acababa de disparar. Sus ojos recorrieron el amplio horizonte. Vio tan sólo que las masas de soldados enemigos, inmóviles hasta momentos antes, comenzaban a moverse y que, a la izquierda, como había sospechado, estaba emplazada una batería. Aún no se había disipado el humo sobre este emplazamiento. Dos caballeros franceses, probablemente dos ayudantes de campo, galopaban por la montaña al pie de la cual, sin duda para reforzar las tropas, avanzaba una pequeña columna enemiga, que se distinguía perfectamente. El príncipe Andrés volvió grupas y se lanzó al galope en dirección a Grunt, donde se reuniría con el príncipe Bagration. Tras él, el cañoneo hacíase más frecuente y violento. Los rusos comenzaron a contestar. Abajo, en el lugar donde se entrevistaron los parlamentarios, tronaban los fusiles.
Lemarrois acababa de llegar al campamento de Murat con la carta de Bonaparte, y Murat, humillado y deseoso de reparar su falta, hacía mover rápidamente sus fuerzas con la intención de atacar el centro de la posición y rodear los flancos con la esperanza de que antes del anochecer y de la llegada de Bonaparte desharía al pequeño destacamento que se encontraba ante él.
«¡Vaya, ya hemos empezado!-pensó el Príncipe, sintiendo que la sangre afluía más apresuradamente en su corazón-. ¿Dónde podré encontrar a Tolon?»
Al pasar ante las compañías que hacía un cuarto de hora comían el rancho y bebían aguardiente, vio por doquier los mismos movimientos rápidos de los soldados, que ocupaban sus posiciones y escogían los fusiles. En todas las caras brillaba idéntica animación que él sentía en su pecho. «Ya ha empezado esto. Es terrible y alegre a la vez», parecía que dijeran las caras de cada soldado y cada oficial. Antes de llegar al atrincheramiento que estaban construyendo, a la claridad de un crepúsculo de un día nuboso de otoño, percibió a un caballero que se dirigía hacia él. Éste, cubierto con un abrigo de cosaco y montando un caballo blanco, no era otro que el príncipe Bagration. El príncipe Andrés se detuvo para esperarle, y el otro paró el caballo y, reconociendo al príncipe Andrés, le saludó con una inclinación de cabeza. Continuó mirando ante sí, mientras el ayudante le contaba cuanto había visto. También la expresión de: «Ya ha empezado todo esto» leíase en el moreno rostro del príncipe Bagration, cuyos ojos, medio cerrados, parecían no mirar a ninguna parte, como si no hubiera dormido. El príncipe Andrés contempló este rostro inmóvil con una inquieta curiosidad. Quería saber si aquel hombre pensaba y sentía y qué era lo que sentía y pensaba en aquel momento. «¿Hay algo tras esta cara inmóvil?», se preguntaba el Príncipe sin cesar en su contemplación. El príncipe Bagration, con su acento oriental hablaba con particular lentitud, como si no creyese necesario apresurarse. No obstante, hizo galopar a su caballo en dirección a la batería de Tuchin, y el príncipe Andrés se reunió a los oficiales de la escolta, constituida por el oficial de servicio, el ayudante de campo personal del Príncipe, Jerkov, el ordenanza, el oficial de Estado Mayor de servicio, montado en un hermoso caballo inglés, un funcionario civil y un auditor que por curiosidad había pedido autorización para asistir a la batalla. Todos se acercaron a aquella batería, desde la cual Bolkonski había estado estudiando el campo de batalla.
– ¿De quién es esta compañía? – preguntó el príncipe Bagration al suboficial de guardia que estaba al lado de los cañones.
En realidad, en vez de hacer esta pregunta parecía como si quisiera inquirir: «¿Aquí no tenéis miedo?», y el artillero lo comprendió.
– Es la compañía del capitán Tuchin, Excelencia – dijo el interpelado irguiéndose y con voz alegre. Era un artillero rubio, con la cara cubierta de pecas.
Poco después, Tuchin informaba al Príncipe.
– Está bien – dijo Bagration por toda respuesta. Y, pensando algo, comenzó a examinar el campo de batalla que se extendía ante él.
Los franceses acercábanse cada vez más a aquel lugar. De abajo, donde se encontraba el regimiento de Kiev, y en el lecho del río, oíase el ruido de la fusilería, y más a la derecha, tras los dragones, hallábase una columna de franceses que rodeaban uno de los flancos de las tropas rusas y que había despertado la atención del oficial de la escolta, y así se lo daba a entender al Príncipe. A la izquierda estaba obstruido el horizonte por un bosque vecino. El príncipe Bagration dio órdenes a los dos batallones centrales para reforzar el ala derecha. El oficial de la escolta se atrevió