Guerra y Paz. Leon Tolstoi

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Guerra y Paz - Leon  Tolstoi Biblioteca de Grandes Escritores

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sin detenerse. Mirando hacia abajo por encima de la baranda, el príncipe Nesvitzki contemplaba las rápidas y rumorosas ondas del Enns, que, mezclándose y rompiéndose contra los pilares del puente, encaballábanse unas sobre otras. En el puente veíanse las mismas ondas, pero vivas, de los soldados: los quepis, las caras de pronunciados pómulos, las hundidas mejillas, las fisonomías fatigadas y las piernas que se movían sobre el fango pegajoso que cubría las maderas del puente. A veces, en medio de las ondas monótonas de los soldados, levantábase, como la espuma blanca en las ondas del Enns, un oficial con capa, de fisonomía muy distinta a la de los soldados; a veces cerrábanse las ondas de la infantería y llevábanse consigo, como un trozo de madera sobre el río, a un húsar a pie, a un asistente o a un aldeano. A veces, como una rama sobre el agua movediza, una carreta de la compañía, cargada hasta los topes y cubierta de cuero, resbalaba sobre el puente rodeado por todas partes.

      – Esto es como si se hubiera roto una esclusa – dijo el cosaco, deteniéndose desesperado -. ¿Hay muchos allá todavía?

      – Un millón, poco más o menos – repuso un soldado que, con la capa hecha jirones, pasó a su lado y desapareció. Tras él venía otro soldado viejo.

      –Si «él», el enemigo, se pudiera precipitar contra el puente – dijo el soldado viejo dirigiéndose a un compañero -, se te pasarían las ganas de rascarte.

      El soldado pasó. Tras él, otro soldado iba en un carro.

      – ¿Donde diablos has puesto los calcetines? – decía un hombre que corría tras un carro, buscando en él.

      También el carro y el soldado se alejaron. Aparecieron después otros soldados alegres; evidentemente, habían bebido más de la cuenta.

      –Amigo mío, le he dado un buen culatazo en los dientes-decía alegremente un soldado que tenía subido el cuello del capote, agitando las manos.

      – ¡Ja, ja, ja! Le deben haber gustado los jamones – replicó el otro riendo.

      Y pasaron tan deprisa que Nesvitzki no supo a quién habían herido en los dientes ni qué significación tenía la palabra «jamón».

      – ¿Por qué corren tanto? ¿Porque «él» ha tirado? Di que no quedará ninguno-dijo con malicia y tono de reconvención un suboficial.

      – Cuando la granada pasó por delante, me quedé deslumbrado – decía, conteniendo la risa, un joven soldado de enorme boca -. Te juro que me moría de miedo – continuaba diciendo, como si presumiera de su terror.

      También paso. Venía detrás un carro muy diferente de cuantos habían pasado hasta entonces. Era una carreta tirada por dos caballos. Sentadas encima, en un colchón, veíase a una mujer con una criatura de pecho, una anciana y una zagala fuerte, de rostro colorado.

      – ¡Mirad, mirad! La gente no deja moverse al oficial – decía desde diversos puntos la multitud, parada pero mirando y empujándose continuamente hacia la salida.

      Mientras Nesvitzki contemplaba las aguas del Enns sintió de pronto otra vez el sonido, nuevo para él, de algo que se acercaba rápidamente, el pesado sonido de algo que caía al agua.

      – Mira dónde apunta – dijo severamente un soldado, cerca de Nesvitzki, al oír el sonido.

      – Quiere que pasemos más deprisa – dijo otro, inquieto.

      La multitud volvió a agitarse. Nesvitzki comprendió que se trataba de una granada.

      – ¡El cosaco! ¡El caballo! – dijo -. Apartaos vosotros. Dejadme paso.

      A duras penas llegó hasta el caballo, y sin dejar de gritar, avanzó. Los soldados se apretujaban para dejarle paso; de nuevo le empujaron de tal modo que incluso le hicieron daño en las piernas. Pero los que se hallaban más cerca de él no tenían la culpa, porque se sentían empujados fuertemente por quienes estaban más lejos.

      – ¡Nesvitzki, Nesvitzki! ¡Eh, animal! – dijo tras él una voz ronca.

      Nesvitzki se volvió y a quince pasos tras él, más allá de la masa de la infantería en marcha, vio a Vaska Denisov, enrojecido, con la cara sucia, despeinado, con la gorra en la coronilla y el dormán tirado graciosamente sobre la espalda.

      – Ordena a estos diablos que dejen paso – gritó Denisov, visiblemente indignado. Sus ojos inquietos, negros como el carbón, resplandecían. En la mano desnuda, pequeña, tan roja como su cara, empuñaba el sable envainado aún.

      – ¡Eh, Vaska! ¿Qué te ocurre? – gritó alegremente Nesvitzki.

      – No puedo hacer pasar al escuadrón – gritó Denisov mostrando rabiosamente los dientes blancos y espoleando a su hermoso corcel negro, un pura sangre que, inquieto por el brillo de las bayonetas, movía las orejas, piafaba, esparciendo en torno suyo la espuma que escurría por sus flancos, pateando la madera del puente y pareciendo dispuesto a saltar sobre la baranda si quien lo montaba se lo permitía.

      – ¿No lo ves? Son corderos, verdaderos corderos. ¡Dejadme paso! ¡Apártate! – gritaba, sin pronunciar las erres-. ¡Carretero del diablo, me abriré paso a sablazos! – y, en efecto, desenvainó el sable y comenzó a blandirlo.

      Los soldados, con las caras descompuestas, apretujábanse unos contra otros, y Denisov pudo alcanzar a Nesvitzki.

      – ¿Cómo es que no estás todavía borracho hoy? – preguntó Nesvitzki a Denisov cuando se acercó a él.

      – No dan tiempo ni para beber – repuso Denisov -. Nos pasamos el día arrastrando al regimiento de un lado para otro. Hemos de entrar en combate inmediatamente, porque si no sólo el diablo sabe lo que pasará.

      –Estás hoy muy elegante-dijo Nesvitzki mirándole, contemplando su dormán nuevo y los arreos de su caballo.

      Denisov sonrió. Sacó su pañuelo impregnado en perfume y lo volvió bajo la nariz de Nesvitzki.

      – ¿Qué quieres que haga? Vamos a entrar en fuego. Ya ves; me he afeitado, me he limpiado los dientes y me he perfumado.

      La imponente figura de Nesvitzki, acompañado de su cosaco, y la perseverancia de Denisov, que blandía el sable y enronquecía a gritos, produjeron tanto efecto que pudieron atravesar el puente y detener a la infantería. Cerca de la salida, Nesvitzki encontró al coronel a quien había de dar la orden, y en cuanto hubo cumplido su comisión, retrocedió.

      IV

      El resto de la infantería atravesaba el puente a paso de maniobra, apelotonándose a la salida. Una vez hubieron pasado todos los carros, los empujones dejaron de ser tan violentos y el último batallón penetró en el puente, únicamente los húsares de Denisov manteníanse al otro extremo del puente, frente al enemigo. Éste, que se distinguía a lo lejos, sobre la montaña situada ante el río, no veíase aún desde el puente, y el horizonte se encontraba limitado a una media versta de distancia por un collado por donde se deslizaba un arroyuelo. Hacia delante extendíase una especie de desierto donde maniobraban unas patrullas de cosacos. De pronto, sobre las lomas opuestas a la carretera, aparecieron tropas con capotes azules y artillería. Eran franceses. El destacamento de cosacos se dirigió al trote hacia las lomas. Todos los oficiales y soldados del escuadrón de Denisov, a pesar de que procuraban hablar de cosas indiferentes y miraban de soslayo, no cesaban de pensar en lo que se preparaba al pie de la montaña y contemplaban constantemente las manchas que producían en el horizonte las tropas enemigas.

      Al mediodía aclaró

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