Guerra y Paz. Leon Tolstoi
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– ¡Ah! Creí que estaba usted en su habitación – dijo ella sofocándose y bajando los ojos.
El príncipe Andrés la miró severamente, y su rostro, sin poderlo contener, expresó la cólera. No respondió, pero la miró a la frente y a los cabellos, sin mirar los ojos, con tal desdén, que la francesa se ruborizó y se alejó sin decir palabra.
Cuando el Príncipe llegó a la habitación de su hermana, la Princesa estaba despierta y su vocecilla alegre, que precipitaba las palabras una tras otra, sentíase en el pasillo, a través de la puerta abierta. Hablaba como si quisiera aprovechar el tiempo perdido, después de una larga abstinencia.
–No. Figúrate a la vieja condesa Zubov, con sus tirabuzones postizos y su boca llena de dientes tan postizos como los tirabuzones, como si quisiera plantar cara a los años. ¡Ja, ja, ja!
El Príncipe había oído cinco veces la misma frase sobre la condesa Zubov, acompañada de la misma risa, en boca de su mujer. Entró lentamente en la habitación. La Princesa, pequeña, gordezuela, rosada, hallábase sentada en una butaca de brazos con la labor en la mano, hablando, incansable, y recordando escenas de San Petersburgo e incluso citando frases. El príncipe Andrés se acercó a ella, le acarició la cabeza y le preguntó si había ya descansado del viaje. Ella repuso afirmativamente y continuó la conversación.
Al pie del portal esperaba el coche con los caballos. Era una noche oscura de verano. El cochero no distinguía ni la lanza del coche. A la puerta movíase la gente con linternas. Las altas ventanas de la casona dejaban filtrar la luz del interior. En el recibidor agrupábanse los criados, que deseaban despedirse del joven Príncipe. En el salón esperaban todos los familiares: Mikhail Ivanovitch, mademoiselle Bourienne, la princesa María y la princesa Lisa.
El príncipe Andrés había sido llamado al gabinete de su padre, que quería despedirse de él a solas. Todos le esperaban. Cuando el príncipe Andrés entró en el gabinete, su padre, que tenía puestas las antiparras y el camisón de dormir, con cuyo atavío no recibía a nadie, excepto a su hijo, estaba sentado en el escritorio y escribía. Se volvió.
– ¿Te vas? – preguntó. Y continuó escribiendo.
– He venido a decirte adiós.
– Bésame aquí. – Y le mostró la mejilla, añadiendo -. Gracias, gracias.
– ¿Por qué me das las gracias?
– Para que no pierdas el tiempo, para que no te pegues a las faldas de las mujeres. El deber es lo primero. Gracias, gracias-y continuó escribiendo. De su pluma saltaban salpicaduras de tinta -. Si has de decirme algo – añadió-, dímelo ahora. No me estorbas.
– Se trata de mi mujer… Me avergüenza pedírtelo.
– ¡Vaya una salida! Dime lo que te convenga.
– Cuando llegue el momento del parto, envía a buscar a Moscú a un médico para que la asista…
El viejo Príncipe se levantó y clavó sus severos ojos en su hijo, como si no le hubiera comprendido bien.
–Ya sé que nadie puede ayudarla, si la Naturaleza no la ayuda – dijo el príncipe Andrés visiblemente turbado-. Creo que de cada millón de casos solamente se produce uno malo. Pero es una manía mía y de ella también. ¡Le han contado tantas cosas! ¡Y tiene tales presentimientos! Tiene miedo.
– ¡Hum. hum! – gruñó el viejo Príncipe, continuando la carta que escribía -. Lo haré. – Firmó la carta. De pronto se volvió vivamente a su hijo y se echó a reír-. El asunto no va muy bien, ¿verdad?
– ¿Qué asunto? ¿Qué quieres decir, papá?
–Mujer, eso es todo – dijo lacónicamente el viejo Príncipe.
– No te comprendo – repuso su hijo.
– Sí, sí, no se puede hacer nada, amigo mío. Todas son iguales. No tengas miedo. No se lo diré a nadie, ya lo sabes. – Cogió la mano de su hijo con la suya, huesuda y pequeña, la sacudió y le miró a los ojos con su mirada rápida y penetrante. De nuevo estalló su risa fría.
El hijo suspiró, confesando con aquel suspiro que el padre le había comprendido bien. Éste cerró y selló la carta con su acostumbrada vivacidad. Después la lacró, puso el sello sobre el lacre y la dejó sobre la mesa.
– ¡Qué le vamos a hacer! Haré todo lo que sea necesario. Estate tranquilo.
Andrés calló. Le era agradable y le disgustaba a la vez saberse comprendido por su padre. El viejo se levantó y le entregó la carta.
– Escucha – le dijo -. No te preocupes por tu mujer. Se hará cuanto humanamente sea posible. Ahora escúchame. Aquí tienes una carta para Mikhail Ilarionovitch. Le escribo para que te dé un empleo y no te deje mucho tiempo de ayudante de campo. Es un mal trabajo ese. Dile que me acuerdo mucho de él y que le quiero. Escríbeme contándome el recibimiento que te haya hecho. Si te recibe bien, continúa sirviéndole. El hijo de Nicolás Andreievitch Bolkonski no servirá nunca a nadie por favor. Bien, ven aquí. – Hablaba tan deprisa que no pronunciaba la mitad de las palabras; pero su hijo ya estaba acostumbrado a oírle y lo comprendía todo. Acompañó a éste al lado del escritorio, lo abrió, cogió una caja y sacó de ella un cuaderno cubierto por su letra alta y apretada -. Es probable que muera antes que tú. Si esto sucede, has de saber que aquí están mis memorias. Después de mi muerte se las envías al Emperador. Aquí tienes los billetes de Lombart y una carta. Es un premio para el que escriba la historia de la guerra de Suvorov. Hay que enviarlo a la Academia. Aquí están mis notas. Léelas cuando haya muerto. Encontrarás cosas útiles.
Andrés no dijo a su padre que seguramente viviría todavía muchos años, y comprendió que no había tampoco necesidad de decírselo.
– Haré cuanto me dices, papá.
– Bien. Ahora, adiós.
Le dio la mano para que la besara y le abrazó.
– Recuerda, príncipe Andrés, que, si te matan, tu muerte será para mí, para un viejo, muy dolorosa… -Calló. De pronto dijo con voz aguda -: Y que para mí sería una vergüenza que no te comportaras como hijo de Nicolás Bolkonski.
– No tenías que haberme dicho esto, papá – replicó el hijo sonriendo. El viejo guardó silencio -. También quería pedirte – añadió – que si yo muriese y me naciera un hijo, lo conservaras a tu lado, como te dije ayer. Que se eduque contigo, te lo ruego.
– Esto quiere decir que no se lo deje a tu mujer, ¿verdad? – dijo el viejo riendo.
Estaban frente a frente, silenciosos. Los inquietos ojos del anciano miraban fijamente a los de su hijo. Algo temblaba en la parte inferior del semblante del viejo Príncipe.
– Ya nos hemos dicho adiós. Ve – dijo de pronto -, ve. – Y con voz enojada abrió la puerta del gabinete.
– ¿Qué ocurre, qué ocurre? – preguntó la princesa María viendo al príncipe Andrés y al viejo, que gritaba como si estuviese encolerizado y aparecía en el umbral con su camisón blanco, sin peluca y con las enormes antiparras.
El príncipe