Guerra y Paz. Leon Tolstoi

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Guerra y Paz - Leon  Tolstoi Biblioteca de Grandes Escritores

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evidentemente, había corrido -, y deseaba mucho tener una conversación contigo. Dios sabe cuánto tiempo estaremos sin vernos. ¿Te molesta que haya venido? Has cambiado mucho, Andrucha – añadió, como si quisiera justificar sus preguntas; al pronunciar la palabra «Andrucha» había sonreído. Evidentemente, le extrañaba pensar que aquel hombre severo y arrogante fuese aquel mismo Andrucha, el niño escuchimizado y parlanchín, su compañero de infancia.

      – ¿Dónde está Lisa? – preguntó el Príncipe respondiendo con una sonrisa a las palabras de su hermana.

      –Está muy cansada. Se ha dormido en el diván de mi habitación. ¡Ah, Andrés! Tu mujer es un tesoro-dijo, sentándose en el diván ante su hermano-. Es una verdadera niña, una niña encantadora, alegre, a quien no sabes cómo quiero. – El príncipe Andrés calló, pero la Princesa observó la expresión irónica y desdeñosa que apareció en su semblante -. Hay que ser indulgente con las pequeñas debilidades humanas. ¿Quién no tiene debilidades en este mundo, Andrés? Recuerda que ha sido educada en la alta sociedad y que hoy su situación no es muy feliz. Hemos de situarnos en el lugar de los demás. Comprender es perdonar. Piensa que para ella, la pobre, es triste tener que separarse de su marido y quedarse sola en el campo en el estado en que se encuentra, después de la vida a que está acostumbrada… Es muy triste.

      Y el príncipe Andrés, mirando a su hermana, sonrió como se sonríe ante las personas que creemos conocer a fondo.

      –Tú vives también en el campo y, sin embargo, no te encuentras tan triste – dijo.

      – Mi caso es muy distinto. ¿Por qué hemos de hablar de mí? No deseo otra vida ni puedo desearla, porque no conozco ninguna más. Créeme, Andrés. Para una mujer joven y habituada al gran mundo, enterrarse en el campo en plena juventud, sola. porque papá está siempre atareado y yo…, ya lo sabes…, tengo muy pocos recursos aunque soy una mujer acostumbrada al trato de la sociedad más distinguida…

      –María, dime, con franqueza; me parece que más de una vez te hace sufrir el carácter de papá – dijo el príncipe Andrés expresamente para sorprender o poner a prueba a su hermana hablando con tanta ligereza de su padre.

      – Tú eres muy bueno, Andrés, pero tienes llamaradas de orgullo, y esto es un gran pecado – dijo la Princesa siguiendo antes el hilo de sus pensamientos que no el de la conversación -. ¿Quién puede juzgar a su padre? Y si esto fuera posible, ¿qué otra cosa distinta de la veneración se puede sentir por un hombre como él? Estoy muy contenta y me siento muy feliz. Deseo tan sólo que todos lo sean tanto como yo. – El hermano bajó la cabeza con desconfianza -. Si he de decirte la verdad, Andrés, solamente una cosa me es penosa: las ideas religiosas de papá. No puedo comprender como un hombre de tan gran talento como el suyo no pueda ver lo que es claro como la luz y se pierda de este modo. Ésta es mi única pena. No obstante, de un cierto tiempo a esta parte observo en él como una sombra de mejoría. Sus bromas no son tan incisivas, y no hace mucho recibió a un monje y habló con él un gran rato.

      – ¡Ah, hermana! Temo que gastes inútilmente tu pólvora con estas frases – dijo el príncipe Andrés, burlón y tierno a la vez.

      – ¡Ah, hermano! Únicamente rezo a Dios y espero que me escuche – dijo tímidamente María después de un instante de silencio -. Quisiera pedirte algo muy importante.

      – ¿Qué quieres, querida?

      –No. Prométeme que no me lo negarás. No te costará nada y no es nada indigno de ti. Para mí sería un gran anhelo. Prométeme, Andrés-dijo hundiendo la mano en su bolso y cogiendo algo, pero sin enseñárselo todavía ni indicar qué era el objeto que motivaba la petición, como si no pudiera sacar aquello antes de haber obtenido la promesa que pedía. Luego dirigió a su hermano una mirada tímida, suplicante.

      – ¿Y si fuese algo que me costase un gran esfuerzo? – preguntó el Príncipe, como si adivinase de qué se trataba.

      –Piensa lo que quieras, pero hazlo por mí. Hazlo. Yo te lo ruego. El padre de papá, el abuelo, lo llevó en todas sus campañas.-Aún no sacó del bolsillo lo que tenía en la mano -. ¡.Me to prometes?

      –Naturalmente. ¿Qué es?

      – Andrés; toma mi bendición con esta imagen y prométeme que nunca te desprenderás de ella. ¿Me lo prometes?

      – Si no pesa mucho y no me siega el cuello…, por darme susto… – dijo el príncipe Andrés: pero al darse cuenta de la expresión emocionada que aquella burla producía en su hermana, se arrepintió -. Estoy muy contento, muy contento, de veras – añadió.

      –A pesar tuyo, Él te salvará y te conducirá a Él, porque únicamente en Él está la verdad y la paz-dijo, con su voz trémula de emoción, colocando ante su hermano, con ademán solemne, una vieja imagen oval del Salvador, de cara morena, enmarcada en plata y pendiente de una cadena del mismo metal minuciosamente trabajada. María se santiguó, besó la imagen y se la dio a Andrés -. Te lo pido, hermano. Hazlo por mí.

      En sus grandes ojos negros fulguraban la bondad y la dulzura, iluminando su rostro enfermizo y delgado y dándole una belleza insospechada. El hermano hizo ademán de coger la imagen, pero ella le detuvo. Andrés comprendió lo que quería y se santiguó, besando la imagen. Su rostro tenía una expresión de ternura – estaba emocionado – y de burla a la vez.

      – Gracias, querido.

      María le besó la frente y volvió a sentarse en el diván. Los dos callaron.

      – Créeme lo que te digo, Andrés. Sé bueno y magnánimo, como siempre lo has sido. No seas severo con Lisa. ¡Es tan encantadora, tan buena! ¡Y ahora es tan triste su situación!

      – Creo, María, que no digo nada, que no hago a mi mujer ningún reproche, que no estoy disgustado con ella. ¿Por qué me dices todo esto, entonces?

      La princesa María enrojeció y calló como una culpable.

      – Yo no te he dicho nada, y, en cambio, ya te han dicho. Esto me apena mucho.

      En la frente, en el cuello y en las mejillas de la princesa María aparecieron unas manchas rojas. Quiso decir algo y no pudo. Su hermano adivinó su intención. Lisa, después de comer, había llorado, explicándole su presentimiento de un parto desgraciado, y el miedo que le producía, y había lamentado su suerte, la de su suegro y la de su marido. Después de llorar se había quedado dormida. El príncipe-Andrés compadecía a su hermana.

      – Has de saber, Macha, que no he reprobado, que no reprocho ni reprocharé nunca más a mi mujer. Pero, en cambio, no puedo decir que no tenga motivos para hacerlo. Esto durará siempre y será siempre así, sean las que fueren las circunstancias. Pero si quieres saber la verdad, si quieres saber si soy feliz o no, sólo puedo decirte que no lo soy. ¿Y crees que ella lo es? Tampoco. ¿Por qué? No lo sé.

      Y pronunciando estas palabras se levantó, acercóse a su hermana y la besó en la frente. Sus bellos ojos se iluminaron con un resplandor inteligente, bondadoso y desacostumbrado. Pero no miraba a su hermana; miraba por encima de sus ojos, por encima de la cabeza de la princesa Maria, e intentaban penetrar la oscuridad de la puerta abierta.

      – Vamos a verla. He de decirle adiós. O, mejor, ve tú sola primero. Despiértala; yo iré enseguida. ¡Petruchka! – llamó a su criado -. Ven aquí. Coge esto. Colócalo al lado del cochero; y esto a la derecha.

      La princesa María se levantó y se dirigió a la puerta. En el umbral se detuvo.

      – Si tuvieras fe, Andrés, te hubieses dirigido a Dios para que te diera

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