Guerra y Paz. Leon Tolstoi

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Guerra y Paz - Leon  Tolstoi Biblioteca de Grandes Escritores

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Ana Mikhailovna y tocó la mano de Pedro.

      – La bondad divina es infinita – dijo -. Va a comenzar la ceremonia de la extremaunción.

      Pedro pasó la puerta, caminando sobre la alfombra, y observó que el ayudante de campo, una señora desconocida y algunos criados iban tras él, como si desde aquel momento no fuese necesario pedir permiso para entrar en aquella habitación.

      XVI

      Pedro conocía perfectamente aquella gran alcoba dividida por arcos y columnas y cubierta de tapices persas. Más allá de las columnas, a un lado, hallábase un gran lecho de caoba con dosel y cortinas de seda, y en el otro un enorme altar lleno de iconos. Todo este lado estaba iluminado a diario, como las iglesias durante el oficio vespertino. Dentro del cuadro de luz del altar veíase una especie de asiento muy largo, con la cabecera llena de almohadas blancas como la nieve, no arrugadas aún, que, evidentemente, habían sido colocadas hacía poco. En él yacía, envuelta hasta la cintura en un cubrecama verde claro, aquella vieja figura que Pedro conocía tan bien: su padre, el conde Bezukhov. Era el mismo, con el pelo gris leonado, la frente despejada y cruzada por profundas arrugas y el semblante de una palidez rojiza. Yacía casi estirado ante los iconos. Sus manos, largas y gruesas, descansaban sobre el cubrecama. En la derecha, entre el índice y el pulgar, tenía una vela que sostenía un viejo criado inclinado sobre la cabecera. En torno a aquel asiento, los sacerdotes, con sus brillantes hábitos de ceremonia, con sus largas cabelleras, con cirios en la mano, oficiaban lenta y solemnemente. Hallábanse las dos Princesas pequeñas detrás del asiento, con el pañuelo a los ojos, y ante ellas Katicha, la mayor, con actitud agresiva y resuelta, no separaba la mirada de los iconos, como queriendo decir que no respondería de sí misma si por desgracia volvía la cabeza. Ana Mikhailovna, con su actitud de tristeza resignada y de benevolencia para todos, hallábase cerca de la puerta con la señora desconocida. El príncipe Basilio encontrábase al otro lado de la puerta, cerca del sitial del Conde, tras una silla esculpida tapizada con terciopelo, en cuyo respaldo apoyaba la mano izquierda, que sostenía un cirio, mientras se santiguaba con la derecha, levantando la mirada cada vez que se llevaba los dedos a la frente. Su rostro expresaba una piedad tranquila y la sumisión a la voluntad de Dios. Parecía como si quisiera decir con sus rasgos: «Si no sabéis comprender este sentimiento, peor para vosotros.»

      En medio de la ceremonia, las voces de los oficiantes callaron de pronto. Los sacerdotes murmuraban algo entre sí y en voz baja. El viejo criado que sostenía la mano del Conde se levantó y se dirigió a las señoras. Ana Mikhailovna se acercó e, inclinándose sobre el enfermo tras el respaldo, hizo con el dedo una señal al doctor Lorrain. El médico francés no sostenía cirio alguno y estaba apoyado contra una columna con la actitud respetuosa de un extranjero que, a pesar de su indiferencia religiosa, demuestra que comprende toda la importancia del acto que contempla y que incluso aprueba. Imperceptiblemente se acercó al enfermo, le cogió la mano que tenía libre sobre el cubrecama verde y le tomó el pulso con aire pensativo. Dio algo de beber al moribundo. Todos se agitaron en torno suyo e inmediatamente volvieron a sus lugares respectivos y continuó la ceremonia.

      Los cantos religiosos cesaron y oyóse la voz de un sacerdote que felicitaba respetuosamente al enfermo por la recepción de los sacramentos. El enfermo estaba semiacostado, inmóvil, exánime. Todos movíanse en torno suyo. Sentíanse pasos y diálogos confusos, entre los cuales sobresalían las palabras de Ana Mikhailovna. Pedro la oyó decir: «Es necesario transportarle al lecho. Supongo que no será imposible.»

      Los médicos, las Princesas y los criados rodeaban de tal modo al enfermo que Pedro no veía ya aquella cara rojiza ni aquellos cabellos grises que, a pesar de la presencia de todos los asistentes al acto, no se borraron ni un momento de su espíritu durante toda la ceremonia. Por los prudentes movimientos de las personas que rodeaban al agonizante, Pedro adivinó que lo levantaban para transportarlo.

      Durante un momento, entre los hombros y cuellos de los hombres, muy cerca de Pedro, aparecieron el pecho alto, fornido y desnudo y los amplios hombros del enfermo, levantado por los hombres a fuerza de brazos, y la cabeza leonada, gris y caída. Aquella cabeza, de frente extraordinariamente amplia y carnosa, con una bella boca sensual y mirada majestuosa y fría, no había sido afeada por la proximidad de la muerte. Era la misma que Pedro había visto tres meses antes, cuando el Conde le envió a San Petersburgo. Pero ahora movíase inerte a causa de los pasos vacilantes de los portadores, y la mirada fría y vaga no sabía dónde detenerse. Durante un momento hubo mucha animación en torno al gran lecho. Los hombres que condujeron al enfermo se alejaron. Ana Mikhailovna tocó la mano de Pedro y le dijo: «Ven.» Pedro, con ella, se acercó al lecho donde el enfermo yacía en una actitud de abandono que, evidentemente, tenía alguna relación con el sacramento que le acababan de administrar.

      Estaba extendido, con la cabeza levantada por las almohadas y las manos colocadas simétricamente sobre el cubrecama de seda verde. Cuando Pedro se acercó a él, el Conde le miró fijamente, pero con aquella mirada de la cual el hombre no puede comprender ni el sentido ni la importancia; o aquella mirada no significaba absolutamente nada, a excepción de que un hombre cuando tiene ojos necesita mirar a un lado o a otro, o significaba demasiadas cosas.

      Pedro se detuvo, sin saber qué hacer. Interrogador, se volvió a Ana Mikhailovna, su guía. Ana le hizo un signo rápido con los ojos, indicándole la mano del enfermo, y que hiciera ademán de besarla. Pedro alargó el cuello con mucho cuidado, para no enredarse con el cubrecama, y, siguiendo el consejo, posó los labios sobre la mano amplia y gruesa. Pero ni la mano ni un solo músculo del Conde se movieron. De nuevo Pedro miró interrogador a Ana Mikhailovna, preguntando qué otra cosa tenía que hacer. Con los ojos le señaló Ana el asiento que se hallaba cerca del lecho. Pedro, obediente, se sentó sin dejar de preguntar con la mirada la conducta que había de seguir. Ana Mikhailovna le hizo una seña de aprobación con la cabeza. De pronto, en los músculos salientes y las profundas arrugas de la cara del Conde apareció un temblor. Aumentó éste y se le desvió la boca. Hasta entonces, Pedro no comprendió bien que su padre se encontraba a las puertas de la muerte. De la deformada boca salió un estertor. Ana Mikhailovna miró atentamente a los ojos del enfermo, procurando adivinar lo que quería. Tan pronto señalaba a Pedro como a la medicina, o, con un ligero susurro, llamaba al príncipe Basilio o señalaba el cubrecama. Los ojos del enfermo expresaban impaciencia. Hacía esfuerzos por mirar al criado que se mantenía inmóvil a la cabecera de la cama.

      – Seguramente debe de querer volverse de lado – murmuró el sirviente.

      Y se levantó para dar vuelta al inerte cuerpo del Conde y ponerle de cara a la pared.

      Pedro se levantó para ayudar al criado. Mientras le daban la vuelta, una de las manos que le habían quedado hacia atrás hacía inútiles esfuerzos para moverse. El Conde observó la aterrorizada mirada que Pedro dirigía a aquella mano inerte, o quizás otro pensamiento atravesó en aquel momento su agonizante cabeza. Pero miró a la mano desobediente, a la expresión de terror del rostro de Pedro; volvió a mirarse la mano y en el rostro se le dibujó una débil sonrisa de sufrimiento que alteraba muy poco la expresión de sus rasgos y parecía reírse de su propia debilidad. Contemplando aquella sonrisa inesperada, Pedro sintió en el pecho un estremecimiento, un escozor en la nariz y las lágrimas le velaron los ojos.

      Volvieron al enfermo de cara a la pared. Suspiró.

      – Se ha amodorrado – dijo Ana Mikhailovna viendo que la Princesa entraba a relevarla -. Vámonos.

      Pedro salió.

      XVII

      En el recibidor no quedaban ya más que el príncipe Basilio y la Princesa mayor, que hablaba con gran animación sentada bajo el retrato de Catalina. En cuanto vieron a Pedro y a su guía callaron. A Pedro le pareció que la Princesa escondía alguna cosa. La Princesa dijo al Príncipe en voz baja: «No puedo ver a esta mujer.» – Katicha ha hecho servir el té en la salita –

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