Guerra y Paz. Leon Tolstoi

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Guerra y Paz - Leon  Tolstoi Biblioteca de Grandes Escritores

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lentamente el invernadero.

      XI

      Hijo mío – dijo la princesa Mikhailovna a Boris cuando el coche de la condesa Rostov, que les conducía, atravesó la calle cubierta de paja y entró en el amplio patio del conde Cirilo Vladimirovitch Bezukhov -, hijo mío, sé amable y escucha con complacencia. El conde Cirilo Vladimirovitch es tu padrino. De él depende tu carrera. Acuérdate, hijo mío. Sé tan amable como puedas, como sepas serlo – terminó la madre, sacando la mano de debajo de su apolillada capa y apoyándola, con tierno y tímido ademán, sobre el brazo de su hijo.

      A pesar de que al pie de la escalera encontrábase un coche, el criado examinó de arriba abajo a la madre y al hijo, que, sin hacerse anunciar, entraban directamente en el vestíbulo encristalado, entre dos hileras de estatuas colocadas en hornacinas, y mirando la ajada capa de la madre con aire de importancia les preguntó qué deseaban y a quién querían ver, a las Princesas o al Conde. Al responderle que al Conde, dijo que aquel día Su Excelencia se encontraba peor y que no recibiría a nadie.

      – Ya podemos marcharnos, entonces – dijo el hijo en francés.

      – Hijo mío – dijo la madre, suplicante, apoyando de nuevo su mano sobre el brazo de su hijo; como si este contacto pudiera calmarlo o excitarlo, Boris calló y, sin quitarse el abrigo, miró a su madre interrogadoramente.

      –Amigo mío – dijo con voz dulce Ana Mikhailovna dirigiéndose al criado -, sé que el conde Cirilo Vladimirovitch está muy enfermo… Por esto hemos venido. Soy parienta suya… No molestaré a nadie… Pero he de ver al príncipe Basilio. Sé que está aquí. Anúncienos, por favor.

      El criado tiró del cordón de la campanilla y se volvió con rostro adusto.

      –La princesa Drubetzkaia desea ver al príncipe Basilio Sergeievitch – gritó al criado de casaca, medias y zapatos que estaba en lo alto de la escalera.

      La madre se arregló tan bien como pudo su vestido de seda teñida, se miró en un espejo de Venecia que había en la pared y, resuelta, con sus toscos zapatos, emprendió el alfombrado camino de la escalera.

      –Hijo mío, me lo has prometido-dijo a su hijo, tocándole de nuevo el brazo. Boris continuaba dócilmente mirando al suelo.

      Entraron en una sala, una de cuyas puertas daba a las habitaciones del príncipe Basilio.

      Mientras la madre y el hijo, parados en medio de la sala, se dirigían a un criado que se levantó del rincón en que se hallaba sentado, para preguntarle el camino, giró el pomo metálico de una de las puertas y el príncipe Basilio, con un batín de terciopelo acolchado y luciendo una sola condecoración, salió, despidiendo a un caballero de cabellos grises y de buen aspecto.

      Este caballero era el célebre doctor Lorrain, de San Petersburgo.

      –Así, ¿todo es inútil? -preguntó el Príncipe.

      – Príncipe, errare humanum est. No obstante… – respondió el doctor con voz nasal y pronunciando estas palabras latinas con acento francés.

      – Muy bien… Muy bien…

      Al percatarse de la presencia de Ana Mikhailovna y de su hijo, el príncipe Basilio despidió al doctor con un saludo y, silenciosamente pero con aire interrogador, se acercó a los recién llegados. El hijo se dio cuenta de que los ojos de su madre expresaban espontáneamente un dolor profundo, y sin querer sonrió imperceptiblemente.

      – En qué momentos más tristes nos volvemos a ver, Príncipe. ¿Y nuestro querido enfermo? – preguntó, como si no se diera cuenta de la mirada fría y molesta de que era objeto.

      El príncipe Basilio la miró interrogadoramente, y después a Boris. Éste saludó correctamente. Sin devolverle el saludo, el príncipe Basilio se volvió a Ana Mikhailovna y respondió a su pregunta con un movimiento de cabeza y de labios que quería decir: «Pocas esperanzas.»

      – ¿De veras? – exclamó Ana Mikhailovna -. ¡Ah! ¡Es terrible! Horroriza pensarlo. Es mi hijo – añadió señalando a Boris -. Quería darle a usted las gracias personalmente.

      De nuevo Boris se inclinó con gentileza.

      – Créame, Príncipe; el corazón de una madre no olvidará nunca lo que ha hecho usted por nosotros.

      – Estoy muy contento de haber podido servirla, mi querida Ana Mikhailovna – dijo el príncipe Basilio, componiéndose el lazo de la corbata y mostrando con el ademán y con la voz que en Moscú, ante su protegida Ana Mikhailovna, su importancia era mucho más grande que en San Petersburgo en la velada de Ana Scherer.

      –Procure cumplir con su deber y hacerse digno de su nombramiento – añadió dirigiéndose severamente a Boris -. Me sentiré muy satisfecho de ello. ¿Se encuentra usted aquí con permiso? – preguntó con tono indiferente.

      – Excelencia, estoy aguardando la orden de incorporarme a mi destino – repuso Boris sin mostrarse molesto por el tono rudo del Príncipe ni tampoco deseoso de entrar en conversación, pero sí tan respetuoso y tranquilo que el Príncipe le miró fijamente.

      – ¿Vive usted con su madre?

      – Vivo en casa de la condesa Rostov – dijo Boris, añadiendo un nuevo «Excelencia>.

      – Es Ilia Rostov, casado con Natalia Chinchina – dijo Ana Mikhailovna.

      – Lo sé, lo sé – repuso el Príncipe con su voz monótona -. No he podido comprender nunca cómo Natalia se decidió a casarse con ese oso malcriado, una persona absolutamente estúpida y ridícula. Según dicen, un jugador.

      – Pero muy buen hombre, Príncipe – replicó Ana Mikhailovna sonriendo discretamente, como si quisiera dar a entender que el conde Rostov merecía esta opinión pero que, a pesar de todo, quería ser indulgente con aquel pobre viejo -. ¿Que dicen los médicos? – preguntó después de un breve silencio. Y su lacrimoso rostro expresó de nuevo una pena profunda.

      – Pocas esperanzas – contestó el Príncipe.

      – Y tanto como me hubiera gustado agradecer a mi tío por última vez sus bondades para conmigo y para con Boris. Es su ahijado – añadió con tono como si esta noticia hubiese de alegrar extraordinariamente al príncipe Basilio.

      El Príncipe reflexionó y frunció el entrecejo. Ana Mikhailovna comprendió que temía encontrarse con una rival en el testamento del conde Bezukhov, e inmediatamente se apresuró a tranquilizarle.

      – Quiero mucho, y estoy muy agradecida, a «mi tío» – dijo con tono confiado y negligente -. Conozco muy bien su noble y recto carácter. Pero si las Princesas quedan solas… Todavía son jóvenes…-Inclinó la cabeza y añadió en voz baja -: ¿Ya se ha preparado, Príncipe? Estos últimos momentos son preciosos. No le haría daño alguno, pero, si está tan mal, debe prepararse. Príncipe, nosotras, las mujeres… – sonrió tiernamente -, sabemos decir mejor estas cosas. Será preferible que yo le vea, por mucha pena que pueda producirme. Pero ya estoy hecha al sufrimiento.

      El Príncipe comprendió que le sería muy difícil deshacerse de Ana Mikhailovna.

      – Pero mi querida Ana Mikhailovna, ¿no cree usted que esta entrevista había de serle muy penosa? – dijo -. Esperemos a la noche. El doctor prevé una crisis.

      – No podemos esperar ese momento, Príncipe. Piense usted

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