Guerra y Paz. Leon Tolstoi
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– Adiós, querida – repuso el príncipe Basilio retirándose.
– ¡Ah! Está en una situación horrible – dijo la madre al hijo al instalarse en el coche-. Apenas conoce a nadie.
– Mamá, no comprendo cuáles son las relaciones del Conde con Pedro – dijo Boris.
– El testamento lo pondrá en claro, hijo mío. Del testamento depende también nuestra suerte.
– Pero ¿por qué crees que nos va a dejar algo?
– ¡Ah, hijo mío! ¡Él es tan rico, y nosotros tan pobres!
– Pero, mamá, esto no me parece una razón suficiente.
– ¡Ah, Dios mío, Dios mío! ¡Qué enfermo está!
XIII
La Condesa Rostov, sus hijas y un gran número de invitados se encontraban en la sala. El Conde acompañaba a los caballeros a su gabinete con objeto de enseñarles su magnífica colección de pipas turcas.
En aquella habitación llena de humo hablábase de la guerra, anunciada ya por un manifiesto, y de la orden de incorporación a filas.
El Conde se hallaba sentado en una otomana, al lado de dos fumadores.
Uno de los interlocutores no era militar, tenía la cara arrugada, biliosa, afeitada y enjuta; era casi un anciano y vestía como el más elegante joven. Se había acomodado con las piernas sobre la otomana, como un huésped muy familiar, y con el ámbar de la pipa hundido profundamente en la boca, pegado a una de las comisuras, aspiraba ruidosamente el humo entornando los ojos. Era Chinchin, primo hermano de la Condesa, una mala lengua, como se decía de él en los salones de Moscú. Cuando hablaba parecía conferir un honor extraordinario a su interlocutor.
El otro era oficial de la guardia, de fresco y rosado rostro, irreprochablemente acicalado; tenía abotonado por completo el uniforme y se había peinado cuidadosamente. Fumaba con la boquilla de ámbar colocada justamente en el centro de la boca, y con los labios, rojos apenas, ni aspiraba el humo, que dejaba escapar en pequeños círculos. Era el teniente Berg, oficial del regimiento de Semenovsky, el mismo al que había de incorporarse Boris, objeto de la ironía de Natacha para con Vera considerándolo su prometido. El Conde hallábase sentado entre los dos y escuchaba atentamente. Después del juego del boston, la ocupación predilecta del Conde era actuar de oyente, sobre todo cuando podía enfrentar a dos conversadores.
Los demás invitados, viendo que Chinchin dirigía la conversación, se acercaron a él para escuchar. Berg, no dándose cuenta de la burla ni de la indiferencia, continuaba explicando cómo solamente por el hecho de pasar a la Guardia había avanzado un grado a sus compañeros de cuerpo porque durante la guerra podían matar al jefe de la compañía y, siendo él el de más edad, podía ser nombrado jefe muy fácilmente, ya que todos le querían en el regimiento y su padre se sentía muy satisfecho de ello. Berg encontraba un verdadero placer en contar todo esto, y parecía que no sospechase siquiera que los demás hombres pudiesen tener intereses particulares. Pero todo lo que contaba era tan encantador, tan moderado, la inocencia de su joven egoísmo era tan evidente, que desarmaba a los que le escuchaban.
– Bien, amigo mío, sea en caballería o en infantería, irá usted muy lejos. Se lo digo yo – dijo Chinchin dándole unas palmaditas en la espalda y bajando las piernas de la otomana.
Berg esbozó una sonrisa de felicidad. El Conde, y tras él los invitados, se dirigían a la sala.
Pedro había llegado un momento antes de comer y se había sentado en medio de la sala, en la primera silla que encontró. Sin darse cuenta, cerraba el paso a los demás. La Condesa quería hacerle hablar, pero él, ingenuamente, miraba en torno suyo a través de los lentes, como si buscase a alguien, respondiendo con monosílabos a todas las preguntas de la Condesa. Estorbaba, y era el único que no se daba cuenta. La mayoría de los invitados, que conocían la anécdota del oso, contemplaban a aquel muchacho dulce, alto y fornido, y se extrañaban de encontrarlo tan pesado y molesto para ser el autor de una broma como aquélla.
– ¿Hace poco que ha llegado usted? – le preguntó la Condesa.
– Sí, señora – respondió, mirando en torno suyo.
– ¿No ha visto todavía a mi marido?
– No, señora – y sonrió estúpidamente.
– Creo que no hace mucho se encontraba usted en París. ¿No es cierto? Debe de ser muy interesante.
La Condesa miró a Ana Mikhailovna, que comprendió se le pedía entretuviese a aquel joven, y ésta, sentándose a su lado, comenzó a hablarle de su padre. Pero, lo mismo que a la Condesa, no se le respondió sino con monosílabos. Los convidados hablaban entre sí: «Los Razomovski… Ha sido delicioso… ¡Oh, es usted muy amable…! La condesa Apraksin…», oíase por doquier. La Condesa se levantó y se acercó a la puerta
– María Dimitrievna – dijo desde allí.
– La misma – respondió una recia voz femenina, e inmediatamente María Dimitrievna entró en la sala.
Todas las jóvenes, e incluso las damas, exceptuando a las más viejas, se levantaron.
María Dimitrievna se detuvo en el umbral de la puerta, levantó la cincuentenaria cabeza, adornada con bucles grises, y contempló a los invitados. Después, inclinándose, comenzó a arreglarse lentamente las amplias mangas del vestido. María Dimitrievna hablaba siempre en ruso.
– Mis más cordiales felicitaciones a la querida amiga a quien homenajeamos y a sus hijos-dijo con su voz fuerte, grave, que ahogaba todos los demás sonidos -Viejo pecador – dijo al Conde, que le besaba la mano -, me parece que te fatigas en Moscú, donde no hay cacerías que celebrar. Pero ¡qué le vamos a hacer! Cuando estos pájaros crecen – dijo señalando a las chicas -, tanto si quieres como no, has de buscarles prometido. Y bien, querido cosaco – María Dimitrievna siempre llamaba así a Natacha; y al decirlo acariciaba la mano de la joven, que se había acercado alegremente y sin miedo -. Ya sé que eres un duendecillo, pero me gustas.
Sacó de su enorme bolsillo unos pendientes en forma de pera, se los dio a Natacha, que enrojeció de gozo, y, volviéndose, se dirigió inmediatamente a Pedro.
–¡Eh!, ven aquí, querido – dijo con una voz que se esforzaba en ser dulce y amable -, ven aquí. – Y con severa actitud se recogió un poco más las mangas.
Pedro fue hacia ella, mirándola con inocencia a través de los lentes.
–Acércate, hombre, acércate. Incluso a tu propio padre, cuando era poderoso, era yo quien le decía las verdades. Y Dios me pide que te las diga a ti.
Calló. Todos callaron, esperando lo que iba a suceder, porque comprendían que aquello no era nada más que la introducción.
– He aquí un valiente muchacho. No hay nada que decir de él. El padre agonizando y él divirtiéndose. Ata a un policía a la espalda de un oso. Una vergüenza, amigo mío, una vergüenza. Era preferible ir a la guerra. – Se volvió y dio la mano al Conde, que no sabía que hacer para