Guerra y Paz. Leon Tolstoi

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Guerra y Paz - Leon  Tolstoi Biblioteca de Grandes Escritores

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pesar de su apetito, Pedro no probó bocado. Volvióse a su guía con aire interrogador y la sorprendió dirigiéndose de puntillas al recibidor donde habían quedado el príncipe Basilio y la mayor de las princesas. Pedro, suponiendo que todo aquello también era necesario, la siguió al cabo de un instante. Ana Mikhailovna hallábase al lado de la Princesa y las dos hablaban a la vez en voz baja y alterada.

      – Créame, Princesa; sé lo que conviene y lo que no conviene-dijo la joven, alterada.

      – Pero, querida Princesa – decía suavemente, pero con obstinación, Ana Mikhailovna, impidiendo el paso de la Princesa a la habitación del enfermo -. ¿Cree usted que no será demasiado doloroso para el pobre tío, precisamente en este instante en que el reposo le es tan necesario? ¡Hablarle de una cosa tan terrenal en este momento, cuando su alma está ya preparada…!

      El príncipe Basilio estaba sentado con su actitud habitual, cruzadas las piernas. Sus mejillas se contraían violentamente, y cuando se encogió pareció mucho más grueso y mucho más interesado en la conversación de las dos mujeres.

      – Querida Ana Mikhailovna – dijo -, deje usted a Katicha. Ya sabe usted que el Conde la quiere mucho.

      – No sé lo que hay dentro de este sobre – dijo la Princesa dirigiéndose al príncipe Basilio y enseñándole la cartera que tenía en la mano -. Sólo sé que el verdadero testamento lo tiene en su escritorio; esto es un papel olvidado.

      Intentaba engañar a Ana Mikhailovna, que saltó otra vez y le cerró el paso.

      – Lo sé, querida Princesa – dijo Ana Mikhailovna cogiendo la cartera con tanta fuerza que veíase claramente que no la soltaría con facilidad -. Querida Princesa, se lo ruego, tenga piedad del Conde. Piense en lo que va a hacer.

      La Princesa calló. Sólo se oía el rumor de los esfuerzos de la lucha para apoderarse de la cartera. Comprendía la Princesa que si hablaba no diría cosas muy amables a Ana Mikhailovna. Ésta cogía la cartera fuertemente, pero, a pesar de esto, su voz se conservaba tranquila y dulce.

      –Pedro, acércate, hijo mío. Me parece que no eres un extraño en el consejo de la familia, ¿no es verdad, Príncipe?

      –Pero ¿por qué callas, Príncipe?-exclamó de pronto la Princesa con un grito tan fuerte que llegó hasta la salita y aterrorizó a todos -. ¿Por qué callas, cuando Dios sabe quién es el que provoca esta escena a la puerta de un agonizante? ¡Intrigante! – continuó con voz concentrada y colérica, tirando de la cartera con todas sus fuerzas.

      Pero Ana Mikhailovna dio algunos pasos para no soltarla.

      – ¡Oh! – dijo el príncipe Basilio con enfado y extrañeza. Se levantó -. Esto es ridículo – continuó -. Vamos, soltad, les digo. – La Princesa soltó la cartera -. Y usted también.

      Ana Mikhailovna no le obedeció.

      – ¡Suéltela, le digo! Yo tomo la responsabilidad de esto. Entraré y se lo preguntaré yo mismo. Yo, ¿comprende usted? Esto ha de bastarle.

      – Pero, Príncipe – dijo Ana Mikhailovna -, después de haber recibido tan importante sacramento, concédale un instante de reposo. Aquí está Pedro. Di tu opinión – dijo al joven, que se acercaba y miraba extrañado la cara encolerizada de la Princesa, que abandonaba todo miramiento, y las mejillas temblorosas del príncipe Basilio.

      – Tenga presente que usted será responsable de todas las consecuencias – dijo severamente el príncipe Basilio -. No sabe lo que hace.

      – ¡Mala mujer! – exclamó la Princesa lanzándose espontáneamente contra Ana Mikhailovna y arrebatándole la cartera.

      El príncipe Basilio bajó la cabeza y abrió los brazos. En aquel momento se abrió la puerta. La terrible puerta, que Pedro contemplaba desde hacía unos momentos y que ordinariamente se abría tan poco, se abrió con ruido, chocando contra la pared. La menor de las Princesas apareció en el marco y, palmeando, exclamó:

      – ¿Qué hacéis? – exclamó desesperadamente -. Se está muriendo y me dejáis sola.

      La Princesa mayor soltó la cartera. Ana Mikhailovna se inclinó rápidamente y, recogiendo el objeto de la disputa, corrió al dormitorio. La Princesa mayor y el príncipe Basilio, serenándose, fueron tras ella. A los pocos minutos, la Princesa, con el rostro pálido y descompuesto, salía, mordiéndose el labio inferior. Al ver a Pedro, su rostro expresó una rabia no contenida.

      – Ya puede usted estar contento – dijo -. Ya tiene lo que esperaba.

      Y, sollozando, ocultó la cara en el pañuelo y salió de la habitación.

      Tras la Princesa apareció el príncipe Basilio. Balanceándose, se sentó en el mismo diván de Pedro y escondió la cara entre las manos. Pero se dio cuenta de que estaba pálido y que le temblaba la barbilla como si tuviera fiebre.

      – ¡Ah, amigo mío! – dijo cogiendo del brazo al joven. Y en su voz apuntaba una franqueza y una dulzura que Pedro no había escuchado nunca -. Tanto pecar, tanto mentir… ¡Y para qué! Tengo más de cincuenta años, amigo mío. Para mí, todo se acabará con la muerte, todo. La muerte es horrible – y sollozó.

      La última en salir fue Ana Mikhailovna. Con lentos y silenciosos pasos se acercó a Pedro.

      – Pedro – dijo.

      El joven la miró, interrogador. Ella le besó la frente y dejó caer algunas lágrimas. Calló. Luego dijo:

      – Ya no existe.

      Pedro la miró a través de los lentes.

      – Vamos. Te acompañaré. Procura llorar. Nada consuela tanto como las lágrimas.

      Le acompañó hasta la salita oscura, y Pedro se sintió muy satisfecho de que nadie pudiera verle la cara. Ana Mikhailovna le dejó; cuando regresó, Pedro, que había apoyado la cabeza en la mano, dormía profundamente.

      Por la mañana, Ana Mikhailovna dijo a Pedro:

      –Sí, hijo mío. Ha sido una gran pérdida para todos. No lo digo para ti. Dios te confortará. Eres joven y, si no me engaño, te encuentras en posesión de una inmensa fortuna. No se conoce aún el testamento. Pero te conozco a ti lo suficiente para saber que esto no te hará perder la cabeza. Impone obligaciones y es preciso ser un hombre. – Pedro calló -. Más adelante te explicaré, hijo mío, que si yo no hubiese estado aquí, quién sabe lo que hubiera ocurrido. Tú ya sabes que mi tío, todavía anteayer, me prometía acordarse de Boris. Pero no ha tenido tiempo de decírmelo. Espero, hijo mío, que cumplirás el deseo de tu padre.

      Pedro no comprendió nada de lo que le querían decir. Silencioso y sofocado, miró fijamente a la princesa Ana Mikhailovna. Después de haber hablado con Pedro, ésta se fue a dormir a casa de los Rostov. Por la mañana, cuando se levantó, les contó, tanto a ellos como a sus amigos, los pormenores de la muerte del conde Bezukhov. Dijo que el Conde había muerto tal como ella quisiera morir; que su muerte no solamente había sido conmovedora, sino edificante, y que la última entrevista entre padre e hijo había sido tan emocionante que no podía acordarse de ella sin que las lágrimas anegasen sus ojos; que no sabría decir quién de los dos se había portado mejor en aquel terrible instante: el padre, que en los últimos momentos se había acordado de todo y de todos y que dirigió al hijo enternecedoras palabras, o Pedro, de tal modo alterado que inducía a compasión y que se esforzaba en disimular la emoción para no impresionar a su padre moribundo.

      – Todo

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