Guerra y Paz. Leon Tolstoi
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Ira, general y gobernador de Moscú, a cuyos ayudantes enviaba uno tras otro a informarse del estado de salud del Conde, fue aquella noche en persona a despedirse del célebre dignatario de Catalina, el conde Bezukhov.
El magnífico recibidor estaba lleno. Todos se levantaron respetuosamente cuando el gobernador, después de pasar media hora a solas con el enfermo, salió de la alcoba, respondiendo apenas a los saludos y procurando pasar lo más aprisa posible ante las miradas, fijas en él, de médicos, sacerdotes y parientes. El príncipe Basilio, amarillo y adelgazado después de aquellos días de agonía, acompañaba al gobernador y en voz baja le repetía frecuentemente la misma cosa.
Después el príncipe Basilio se sentó a solas en un rincón de la sala, con las piernas cruzadas, apoyando el codo en la rodilla y tapándose los ojos con la mano. Así estuvo un buen rato. Luego se levantó y, con paso rápido, dirigiendo en torno suyo una mirada temerosa, atravesó un largo pasillo y se dirigió a las habitaciones de la Princesa, situada al otro extremo de la casa.
Entre tanto, el coche de Pedro, a quien se había mandado a buscar, entraba en el patio. Cuando las ruedas rodaron silenciosas sobre la paja extendida bajo las ventanas del palacio, Ana Mikhailovna dirigió a su compañero consoladoras palabras y, dándose cuenta que el hombre se había dormido durante el trayecto, lo despertó.
Una vez despierto, Pedro bajó del coche tras Ana Mikhailovna y pensó entonces en la entrevista que iba a celebrar con su padre agonizante. Se dio cuenta de que había descendido no ante la puerta principal, sino ante otra. En el momento de poner el pie en el suelo, dos hombres se deslizaron apresuradamente de la puerta y se escurrieron a la sombra del muro. Parándose, Pedro se fijó que a la sombra de la casa, a uno y otro lado, había otros hombres como aquellos. Pero ni Ana Mikhailovna, ni el criado, ni el cochero se habían fijado en ellos. «No hay remedio», se dijo Pedro. Y siguió a Ana Mikhailovna.
Ésta subía la escalera, débilmente iluminada, a grandes zancadas. Llamó a Pedro que subía tras ella y que, no comprendiendo por qué era necesario ver al Conde y mucho menos subir por las escaleras de servicio, deducía, por la decisión y prisa de Ana Mikhailovna, que todo aquello debía de ser necesario. A mitad de la escalera, unos hombres que descendían con cubos estuvieron a punto de hacerlos caer. Les dejaron paso y no demostraron la menor extrañeza por encontrarlos en aquel camino.
– ¿Está aquí la habitación de las Princesas? – preguntó Ana Mikhailovna a uno de ellos.
– La puerta de la izquierda, señora – repuso el criado con voz fuerte y atrevida, como si desde aquel momento le estuviese permitido todo.
– Quizás el Conde no me haya llamado – dijo Pedro en cuanto llegaron al rellano-. Tal vez fuera mejor que subiera a mis habitaciones.
Ana Mikhailovna se detuvo para aguardar a Pedro.
– ¡Ah, hijo mío! – dijo con el mismo ademán de por la mañana, al hablar con su hijo, tocándole la mano -. Créeme que sufro tanto como tú. Pero has de ser un hombre.
– ¿De veras he de ir? – preguntó Pedro, mirando dulcemente a Ana Mikhailovna a través de los lentes.
– ¡Oh, amigo mío! Olvida todas las malas pasadas que hayan podido hacerte. Piensa que es tu padre, que tal vez está en la agonía. – Suspiró -. En cuanto te conocí te quise como a un hijo. Ten confianza en mí. No abandonaré tus intereses.
Pedro no comprendía nada. De nuevo tuvo el convencimiento de que todo aquello no podía ser de otro modo y obedeció a Ana Mikhailovna, que abría ya la puerta.
Ésta daba a la antecámara. El viejo criado de las Princesas hacía punto de media sentado en un rincón. Pedro no había estado nunca en aquel lado del palacio, ni sospechaba siquiera la existencia de aquellas habitaciones. Ana Mikhailovna preguntó a una camarera que le salió al paso con una botella sobre una bandeja, llamándola «querida» y «corazón mío», cómo se encontraban las Princesas, y condujo a Pedro por el pasillo embaldosado. Del corredor pasaron a una sala apenas iluminada, que daba al salón de recibir del Conde. Era una de aquellas habitaciones frías y lujosas que Pedro ya conocía, pero entrando por la puerta de la escalera grande. En medio de esta habitación encontrábase una bañera vacía y un gran charco en torno suyo sobre la alfombra. Al verlo, el criado y un sacristán, que tenía en la mano un incensario, desaparecieron de puntillas, sin prestarle gran atención. Entraron en la sala de recibir, que reconoció Pedro por dos ventanas italianas que daban al jardín de invierno, un gran busto y un retrato de tamaño natural de Catalina.
En la sala, las mismas personas, casi con las mismas actitudes, hallábanse sentadas y hablaban en voz baja. Todos callaron para contemplar a Ana Mikhailovna, con su cara pálida y llorosa, y al corpulento Pedro, que la seguía con la cabeza baja.
La cara de Ana Mikhailovna expresaba la convicción de que había llegado el momento decisivo. Con la actitud de una pequeña burguesa atareada, entró en la sala sin dejar a Pedro, mostrándose aún más tierna que por la mañana. Comprendía qué conduciendo ella a aquel que el agonizante había solicitado ver tenía asegurada la visita. Dirigió una rápida mirada a todos los que se hallaban en la habitación y, viendo al confesor del Conde, sin inclinarse, pero acortando la marcha, se acercó a él, recibió respetuosamente la bendición a inmediatamente la de otro sacerdote.
– Gracias a Dios que hemos llegado – dijo al sacerdote -. Toda la familia temía tanto que no volviera… Este joven es el hijo del Conde – y añadió en voz más baja -. ¡Qué momento más terrible!
Diciendo estas palabras se aproximó al doctor.
– Querido doctor – dijo -, este joven es el hijo del Conde. ¿No hay ninguna esperanza?
El doctor, silencioso, levantó los ojos y los hombros con un movimiento rápido. Ana Mikhailovna levantó también los suyos con idéntico movimiento. Después suspiró y, separándose del doctor, se acercó a Pedro. Se dirigió a él con un respeto particular y una triste ternura.
– Ten confianza en su misericordia – y, señalándole el pequeño diván para que le aguardara sentado, se dirigió serenamente a la puerta que todos miraban y desapareció, cerrándola tras de sí.
Pedro, decidido a obedecer en todo y por todo a su guía, dirigióse al pequeño diván que le había designado.
No habían pasado todavía dos minutos cuando el príncipe Basilio, con la túnica de las tres condecoraciones, alta la cabeza y el aire majestuoso, entró en la sala. Parecía que desde por la mañana se hubiese adelgazado más, y sus ojos se agrandaron cuando, al observar la concurrencia, se dio cuenta de la presencia de Pedro. Se acercó a él y le cogió la mano, cosa que todavía no había hecho nunca hasta entonces, estrechándosela con fuerza hacia abajo, como si quisiera probar su resistencia.
– ¡Animo, amigo mío, ánimo! Te ha llamado… Conviene…
Quiso irse, pero Pedro creyó necesario interrogarlo.
– La enfermedad… – Se detuvo, no sabiendo si había de añadir «del agonizante», «del Conde» o de «mi padre», y se avergonzó.
– No hace todavía media hora que ha tenido otra crisis, otro ataque. Ánimo, amigo mío.
El príncipe Basilio dirigió algunas palabras a Lorrain y desapareció de puntillas por la puerta de la habitación del enfermo. Esta manera de caminar no le era nada cómoda y tenía que dar de vez en cuando algunos saltitos para conservar el equilibrio. Tras él entró la mayor de las Princesas; después el clero,