Guerra y Paz. Leon Tolstoi
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– Capitán, por el amor de Dios, me han herido en el brazo – suplicaba tímidamente -. Por el amor de Dios, no puedo caminar más. – Evidentemente, aquel suboficial había pedido muchas veces permiso para sentarse y siempre le había sido negado. Con voz tímida y vacilante suplicaba -: Ordene que me siente, por el amor de Dios.
– Siéntate, siéntate – dijo Tuchin -. Tío, dale tu capote – dijo a su soldado favorito -. ¿Dónde está el oficial herido?
– Lo han abandonado. Estaba muerto – replicó alguien.
– Siéntate, siéntate, amigo, siéntate. Pon tu cabeza, Antonov…
El suboficial era Rostov. Con una mano se sostenía la otra. Estaba pálido y un temblor febril le movía la barbilla. Lo colocaron sobre Matvovna, el mismo cañón del cual habían quitado al oficial muerto. El capote que le ofrecieron estaba sucio, lleno de sangre que manchó el pantalón y el brazo de Rostov.
– ¿Qué hay, querido? ¿Dónde le han herido? – preguntó Tuchin acercándose al cañón donde Rostov estaba sentado.
– No, es una contusión.
–Entonces, ¿de quién es esta sangre de la cureña?
– Del oficial, Excelencia – replicó un artillero, limpiando la sangre con la manga del capote, como excusándose por la suciedad del arma.
Con penas y fatigas, ayudado por la infantería, habían podido hacer pasar los cañones por la montaña y llegar al pueblo de Gunthersdorf, donde se detuvieron. Era tan oscura la noche que se hacía imposible distinguir a dos pasos el uniforme de los soldados. El tiroteo comenzaba a calmarse. De pronto, hacia la derecha, oyéronse de nuevo gritos acompañados de descargas. Brillaban los disparos en la oscuridad. Era el último ataque de los franceses, al que respondían los soldados desde las ventanas de las casas del poblado. De nuevo todos se precipitaron hacia el pueblo, pero los cañones de Tuchin no se podían mover, y los artilleros, Tuchin y Rostov se miraron en silencio, abandonándose a su suerte. Las descargas cesaron. Por una calle adyacente aparecieron soldados que hablaban con animación.
– ¡Petrov! ¿Vives todavía? – preguntó uno.
– Les hemos sentado las costuras, hermano. No tendrán ganas de volver – decía otro.
– No se ve nada.
– ¿Dicen que han tirado contra los suyos?
– Esto está como la boca de un lobo.
– ¿No hay nada que beber?
De nuevo habían sido rechazados los franceses. Entre la oscuridad más absoluta, los cañones de Tuchin, protegidos por la bulliciosa infantería, marchaban de nuevo a algún sitio. En la oscuridad, como un río invisible y tenebroso que corriera siempre en la misma dirección, oíanse las conversaciones, el ruido de los zapatos y las ruedas. En medio del clamor general, a través de todos los demás ruidos, el más claro, el más perceptible, era el gemir de los heridos. Parecía que llenasen todas las tinieblas, que rodeasen a las tropas. Gemidos y tinieblas se confundían en aquella noche. Momentos después, la emoción estremeció a la multitud que avanzaba. Alguien, montado en un caballo blanco, pasó, seguido de una escolta, y al pasar pronunció unas palabras.
– ¿Qué ha dicho? ¿Hacia dónde vamos? ¿Hemos de detenernos? ¿Ha dicho que estaba contento?
Las más afanosas preguntas llovían de todas partes, y la masa movediza comenzó a atascarse, debido a que, evidentemente, se paraban los que iban delante. Circulaba el rumor de que había sido dada la orden de detenerse, y todos lo hicieron en medio de la carretera fangosa. Se encendieron las hogueras. La conversación se hizo más perceptible. El capitán Tuchin, después de dar órdenes a la compañía, envió a un soldado en busca de la ambulancia o de un médico para el suboficial, y después se sentó al lado del fuego que los soldados habían hecho en medio de la carretera. Rostov se arrastró también a su lado. Un temblor febril, ocasionado por el dolor, el frío y la humedad, sacudía todo su cuerpo. Se apoderaba de él un sueño invencible, pero el dolor de la mano lesionada, que no sabía dónde posarse, le impedía dormir. Tan pronto cerraba los ojos o miraba al fuego, que le parecía resplandeciente y acogedor, como contemplaba la figura curva y desmedrada da Tuchin, sentado a la turca a su lado. Los enormes, bondadosos e inteligentes ojos de Tuchin le miraban con lástima y compasión. Comprendía que Tuchin deseaba con toda su alma auxiliarlo, pero que nada podía hacer. De todas partes llegaba el rumor de los pasos y las conversaciones de la gente de a pie y de a caballo, que se instalaba por los alrededores. El sonido de las voces, de las herraduras de los caballos que chapoteaban en el fuego, el chisporroteo próximo o lejano de la leña, mezclábanse en un murmullo flotante. Ahora ya no era como antes el río invisible que corría en las tinieblas. Se había convertido en un mar oscuro que se calmaba, tembloroso, después de la tempestad. Rostov miraba y escuchaba sin comprender nada de todo cuanto sucedía ante sí o en torno suyo. Un soldado de infantería se acercó al fuego, se agachó sobre las puntas de los zapatos, bajó las manos sobre las llamas y movió la cara.
– ¿Me permite, Excelencia? – dijo dirigiéndose interrogadoramente a Tuchin -. He perdido la compañía, Excelencia, y no sé dónde está. Ha sido una desgracia.
Con el soldado se acercó un oficial de infantería con una mejilla vendada y, dirigiéndose a Tuchin, le pidió que hiciera retroceder un poco los cañones para dejar paso a los carros de bagaje. Detrás del mando de la compañía corrían dos soldados en dirección al fuego. Se injuriaban y disputaban desesperadamente por arrancarse un zapato de las manos.
– ¡Sí, vaya! ¡Todavía pretenderás ser tú quien lo haya encontrado! ¡Dámelo, ladrón!-gritaba uno de ellos con voz ronca.
Después se acercó un soldado delgado, pálido, que tenía vendado el cuello con unas tiras de tela empapada en sangre. Con irritada voz pidió agua a los artilleros.
– ¿Hemos de morir como perros? – preguntaba.
Tuchin ordenó que le dieran agua. Inmediatamente llegó corriendo un soldado, muy alegre, que pidió fuego para la infantería.
– ¡Fuego para la infantería! ¡Que os vaya bien, buena gente! El fuego que nos dais os lo devolveremos con creces – dijo, llevándose un tizón encendido en medio de la oscuridad.
Después de él pasaron ante el fuego cuatro soldados que llevaban algo pesado en un capote. Uno de ellos tropezó.
– ¡Maldita sea! ¡Han derramado la leña por la carretera! – murmuró uno.
– Si está muerto, ¿por qué lo hemos de llevar? – dijo otro.
– Anda, sigue adelante.
Y desaparecieron los cuatro con su carga en la oscuridad.
– ¿Qué? ¿Le duele? – preguntó Tuchin en voz baja a Rostov.
– Sí.
– Excelencia, que vaya a ver al general. Está aquí, en la isba – dijo un artillero que se acercó a Tuchin.
– Ahora voy, amigo.
Tuchin