Guerra y Paz. Leon Tolstoi

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Guerra y Paz - Leon  Tolstoi Biblioteca de Grandes Escritores

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desmedrado de ojos casi cerrados, que roía ávidamente un hueso de carnero; un general, con veintidós años de servicio, irreprochable, colorado por la cena y el aguardiente. El oficial de Estado Mayor se dormía. Jerkov miraba inquieto en torno suyo, y el príncipe Andrés estaba pálido, con los labios apretados y los ojos brillantes de fiebre. En un patio de la isba había una bandera tomada a los franceses, y el auditor, con cara de inocencia, tocaba la tela y movía la cabeza con admiración, quizá porque, en efecto, se interesaba por aquella bandera, o porque le molestaba ver que en la mesa faltaba un cubierto para él. El coronel francés que el dragón había hecho prisionero encontrábase en una isba cercana. Los oficiales rusos se afanaban para verle. El príncipe Bagration dio las gracias a los jefes y les preguntó pormenores de la acción y de las pérdidas sufridas. El jefe del regimiento de Braunn explicaba al Príncipe que en cuanto comenzó la acción retrocedió hacia el bosque, reuniendo allí a los soldados entretenidos en hacer acopio de leña, y con dos batallones se habían lanzado a la bayoneta contra los franceses, consiguiendo dispersarlos.

      – Cuando me di cuenta, Excelencia, de que el primer batallón estaba deshecho, me detuve pensando: «Dejaré ahora a éstos y ya encontraré al enemigo cuando la batalla llegue a su punto culminante.» Y esto ha sido todo.

      El comandante del regimiento quería haber hecho esto mismo. Le molestaba tanto no haberlo podido hacer que llegó a creerse que había sucedido todo como él decía, y quién sabe si realmente había ocurrido así. ¿Acaso era posible saber, en medio de todo aquel desorden, qué era lo que había ocurrido y lo que no se había hecho?

      – También he de hacer notar a Vuestra Excelencia – continuó, recordando la conversación de Dolokhov con Kutuzov y su última entrevista con el degradado – que el soldado degradado, ante mí, ha hecho prisionero a un oficial francés y se ha distinguido muy particularmente.

      – En el intermedio, Excelencia, he visto el ataque del regimiento de Pavlogrado – intervino Jerkov mirando en torno suyo con inquietud. En todo aquel día no había visto ni poco ni mucho a los húsares, y únicamente había oído hablar de ellos a un oficial de infantería -. Han aniquilado a dos cuadros, Excelencia.

      Algunos sonrieron al oír las palabras de Jerkov, creyendo que bromeaba, como de costumbre, pero al ver que su relato era también glorioso para las armas rusas en aquella jornada, adoptaron una grave expresión a pesar de que muchos de los allí presentes sabían que las explicaciones de Jerkov eran pura fábula. El príncipe Bagration se dirigió al viejo coronel.

      – Les doy las gracias a todos, señores. Todas las armas: infantería, artillería, y caballería, se han comportado heroicamente. ¿Cómo han quedado abandonados dos cañones? – preguntó, buscando a alguien con los ojos, y no se refería a los cañones del flanco izquierdo, porque sabía que desde el comienzo de la acción todos aquellos cañones habían sido abandonados -. Creo que ya se lo he preguntado a usted – dijo al oficial de Estado Mayor de servicio.

      – Uno de ellos estaba destruido – respondió el oficial de servicio -, y el otro… No puedo comprenderlo. Estuve allí casi todo el tiempo que duró la acción. Di las órdenes y desde que me fui… Cierto es que la refriega era allí muy dura – añadió modestamente.

      Alguien dijo que el capitán Tuchin estaba cerca del fuego y se le había ido a buscar.

      – Sí, usted estaba allí abajo – dijo el príncipe Bagration al príncipe Andrés.

      – Ciertamente. Por poco nos encontramos – dijo el oficial de servicio sonriendo amablemente a Bolkonski.

      – No he tenido el placer de verle – replicó fríamente el príncipe Andrés.

      Todos callaron. En el umbral de la puerta apareció Tuchin, que asomaba tímidamente tras la espalda de los generales. Al entrar en la estrecha isba, confuso, como siempre que se encontraba ante sus superiores, no se dio cuenta del asta de la bandera y tropezó con ella. Algunos de los que allí estaban se echaron a reír.

      – ¿Cómo es que uno de los cañones ha sido abandonado? – preguntó Bagration frunciendo el entrecejo, tanto por el capitán como por los suyos, entre los cuales Jerkov se distinguía por su risa.

      Ahora, en presencia de los demás, Tuchin representábase por primera vez todo el horror de su crimen y la vergüenza de haber perdido dos cañones, quedando él con vida. Había estado tan emocionado hasta aquel momento que no había tenido tiempo de pensar en todo aquello. Las risas de los oficiales todavía le turbaron más. Ante Bagration, el labio inferior le temblaba. A duras penas pudo decir:

      – No lo sé…, Excelencia… No disponía de bastantes hombres, Excelencia…

      – ¿Y no podía usted echar mano de tropas auxiliares?

      Tuchin no respondió diciendo que no existían las tales tropas auxiliares, con todo y ser verdad. Diciendo esto temía «comprometer» a algún jefe, y, silencioso, con los ojos inmóviles, contemplaba fijamente a Bagration, del mismo modo que el escolar que no sabe qué contestar mira a los ojos de su examinador.

      La pausa fue muy larga. El príncipe Bagration, que visiblemente no deseaba ser severo, no sabía qué decir. Los demás no se atrevían a mezclarse en la conversación. El príncipe Andrés miró a Tuchin de reojo y sus manos se agitaron nerviosamente.

      – Excelencia – dijo el príncipe Andrés con su voz seca y quebrando el silencio -, se dignó usted enviarme a la batería del capitán Tuchin. Fui y encontré a las dos terceras partes de los hombres y de los caballos muertos, dos cañones rotos y ninguna tropa auxiliar.

      El príncipe Bagration y Tuchin contemplaban con igual fijeza a Bolkonski, que hablaba con modestia y emoción.

      – Si me permite, Excelencia, que exprese mi propia opinión – continuó -, diré que la mayor parte del éxito de esta jornada la debemos a esa batería, a la firmeza heroica del capitán Tuchin y a sus hombres.

      Y sin esperar respuesta, el príncipe Andrés se levantó y se alejó de la mesa. El príncipe Bagration miró a Tuchin. Veíase claramente que no quería poner en duda el juicio de Bolkonski y que, por otra parte, le era imposible creerlo en absoluto. Inclinó la cabeza y dijo a Tuchin que podía retirarse. El príncipe Andrés salió tras él.

      – ¡Ah, gracias, querido! ¡Me ha salvado usted! -le dijo Tuchin.

      El príncipe Andrés le miró y se alejó sin pronunciar palabra. Estaba triste y disgustado. Todo aquello era tan distinto y tan extraño de como lo había imaginado…

      TERCERA PARTE

      I

      En Moscú, Pedro cayó en manos del príncipe Basilio, que se las ingenió para que le dieran el nombramiento de gentilhombre de cámara, lo que equivalía entonces al título de consejero de Estado, e insistió para que fuese con él a San Petersburgo y se instalase en su casa. Como por casualidad, el príncipe Basilio hacía todo lo necesario para casar a Pedro con su hija. Si hubiese imaginado sus planes prematuramente, no hubiera podido proceder con tanta naturalidad ni hubiese sabido encontrar aquella sencillez familiar en sus relaciones con los hombres situados por encima o por debajo de él. Algo extraño le atraía hacia los hombres más poderosos o más ricos que él, y estaba dotado del raro talento de encontrar el instante que necesitaba o del que podía aprovecharse.

      Pedro, de una forma absolutamente inesperada, se había enriquecido y convertido en conde Bezukhov y después de su soledad reciente y de su despreocupación sentíase de tal modo atareado y rodeado de gente, que tan sólo en el lecho podía permanecer a solas consigo mismo. Había de firmar

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