Memorias de Idhún. Saga. Laura Gallego

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Memorias de Idhún. Saga - Laura  Gallego Memorias de Idhún

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a través de sus lecciones de esgrima con Alsan. Algún día, se decía a sí mismo, estaría preparado para enfrentarse a los asesinos de sus padres... y hacérselo pagar.

      Pero antes los miraría a la cara y les preguntaría... por qué.

      Por qué habían destrozado su mundo, por qué habían apagado la vida de sus padres y, sobre todo... por qué él, Jack, era diferente. Sus enemigos debían de saberlo, y la respuesta a esta última pregunta era el motivo por el cual habían intentado matarle.

      Alsan era un guerrero experimentado, sereno y prudente, y, aunque a menudo chocaba con el espíritu impulsivo e indómito de Jack, en el fondo había llegado a encariñarse con él. Por su parte, el muchacho veía a Alsan como un modelo a seguir: fuerte, valiente, seguro de sí mismo y, sobre todo, líder indiscutible de la Resistencia. Alsan se había ganado el respeto de Jack, que intentaba aprender de él todo cuanto podía. Al príncipe le satisfacía la constancia y el tesón de su alumno, pero lo cierto era que, en el fondo, sus motivaciones eran diferentes. Si Alsan era un justiciero, el corazón de Jack estaba inflamado de odio y deseos de venganza.

      Por eso, aunque Jack había aprendido a admirar a Alsan como a un héroe, a escucharlo como a un maestro y a quererlo como a un hermano mayor, sentía que la impaciencia lo consumía, y tenía la sensación de que necesitaba algo más, de que las lecciones de esgrima no eran bastante para él.

      Recogió su espada y la miró, pensativo.

      —¿Por qué no...? –empezó, pero Alsan lo interrumpió antes de que acabara:

      —No insistas, Jack. No estás preparado para empuñar una espada legendaria.

      Jack había esperado aquella respuesta, pero en aquella ocasión tenía una réplica preparada:

      —Eso si es que existen tales espadas, porque yo todavía no las he visto.

      Alsan se volvió hacia él.

      —No me provoques. Tú sabes perfectamente que existen. Me viste luchar con una de ellas contra Kirtash.

      —No estaba prestando atención. ¿Por qué no me dejas verlas, al menos?

      Alsan se quedó un momento en silencio, pensativo.

      —Está bien –dijo por fin–, supongo que no hay nada malo en ello.

      Jack se dirigió con rapidez al fondo de la sala, por si su amigo cambiaba de opinión, y aguardó frente a una pequeña puerta de hierro adornada con figuras de dragones. Alsan sacó la llave y abrió la cámara donde se guardaban las armas legendarias. Jack entró tras él, algo intimidado. Era la primera vez que franqueaba aquella puerta, que había ejercido una misteriosa fascinación sobre él prácticamente desde el primer día.

      Lo que vio en el interior de la cámara lo sobrecogió. Era una estancia de forma circular, como la mayor parte de las habitaciones de la casa de Limbhad. Las paredes estaban forradas de vitrinas y hornacinas que contenían todo tipo de armas blancas: dagas, espadas, lanzas, hachas... pero no eran armas corrientes: sus empuñaduras estaban cuajadas de piedras preciosas y sus filos relucían con un brillo misterioso.

      —Muchas de las armas que aquí se guardan fueron empuñadas por algunos de los grandes héroes que inscribieron sus hazañas en las crónicas de Idhún. No tenemos la menor idea de cómo vinieron a parar aquí. La mayoría de ellas se habían dado por perdidas.

      Jack se fijó en un puñal cuya empuñadura mostraba un rostro tallado, un rostro de ojos rasgados y facciones sobrehumanas, que sonreía misteriosamente...

      —¡Jack!

      Jack volvió a la realidad. Junto a él estaba Alsan, ceñudo.

      —No lo mires, chico –le advirtió–. Está deseando que vuelvan a empuñarlo; se alimenta de sangre y lleva varios siglos en ayunas. Y se necesita una voluntad de hierro para controlarlo, ¿sabes?

      —Bromeas –soltó Jack, estupefacto.

      —Nunca bromeo –replicó Alsan, muy serio–. La mayor parte de las armas legendarias tienen un espíritu, un alma. En realidad yo no suelo confiar mi vida a ningún arma que piense por sí misma, pero nos encontramos en unas circunstancias muy especiales. No tenemos otra opción.

      —¿Y cuál sueles empuñar tú?

      Alsan se detuvo ante una magnífica espada cuya empuñadura tenía la forma de un águila con las alas extendidas.

      —Sumlaris, la Imbatible –dijo con respeto–. Fue forjada por y para caballeros de la Orden de Nurgon. Quizá por eso nos entendemos tan bien. Que se sepa, es la única capaz de resistir las estocadas de Haiass, la espada de Kirtash –pronunció el nombre del arma de su enemigo con cierta repugnancia.

      —¿La única? –Jack se volvió hacia él, interesado.

      Alsan vaciló.

      —Bueno... no exactamente –admitió el joven príncipe. Jack sonrió. Empezaba a conocer a Alsan y sabía de qué pie cojeaba. A pesar de que parecía claro que no quería revelarle más, su código de honor le prohibía mentir.

      —¿Hay otra?

      Alsan frunció el ceño, pero lo guió hasta una estatua que representaba un imponente hombre barbudo que sostenía una espada en las manos. Jack lo miró, intimidado.

      —Es una imagen de Aldun, el dios del fuego y, según la tradición, padre de los dragones –dijo Alsan en voz baja–. Y la espada que sostiene es Domivat. Nadie la ha empuñado desde hace siglos. Se dice que fue forjada con fuego de dragón.

      Jack la miró. Era un arma magnífica. Su empuñadura, labrada en oro, tenía tallada la figura de un dragón de refulgentes ojos de rubí. La hoja despedía un leve centelleo rojizo. Parecía que la luz arrancaba reflejos flamígeros del mágico metal. Inconscientemente, Jack alargó una mano.

      —¡No la toques! Jack retiró la mano.

      —Te quemarías –explicó Alsan–. Habría que congelar el pomo para que pudieras blandirla sin abrasarte. Tal vez Shail pueda hacerlo, pero no creo que sea una buena idea.

      Jack asintió, tragando saliva. Iba a preguntar algo más, pero Alsan le dio la espalda y salió de la cámara. Jack lo siguió, sin ganas de quedarse solo en un lugar donde había cosas tales como dagas sedientas de sangre.

      Cuando volvieron a la sala de entrenamiento, Jack cogió la espada de nuevo. Alsan se volvió para mirarle.

      —¿Qué pretendes? Creo que ya basta por hoy, chico.

      —Yo quiero seguir.

      —Te advierto que voy a darte una paliza.

      Jack alzó su arma.

      —Eso lo veremos.

      Sin embargo, un carraspeo los interrumpió. Los dos se volvieron. Shail los miraba desde la puerta, muy serio.

      —Alsan –dijo–, tenemos que hablar.

      El joven príncipe dejó a un lado la espada de entrenamiento y salió de la sala tras Shail, sin una

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