Sí sé por qué: Novela. Felipe Trigo
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¡Y cuánto me avergüenza esta última verdad!
En fin, ya ¿qué remedio?... Un torpe desdichado que no debió salir del panteón bello de su hotel para no perder las visitas de consuelo de una hermana y su régimen de huevos y de leche. A bordo, uno y otro bien me faltarán. Ni podré comer, siquiera. De cuando estuve en Nueva York á perfeccionar prácticamente mis agrícolas conocimientos de ingeniero, sé demás á qué atenerme con respecto á los huevos en conserva y á las latas de leche de estos buques...
La contrariedad me sofoca; pero causándome una sorpresa al sentirla al fin irremediable: me aterra menos que otras veces. Ignoro si es porque me importa poco no comer ó porque me importa menos comer lo que me pongan. Una especie de estupefacción casi grata. Si al acostarme una noche en Madrid me hubiesen dicho los criados que no tenía mi vaso de leche con azúcar..., ¡oh!, creyéndome el más infeliz de los nacidos, habría sufrido la obsesión de una musiquilla cualquiera—del vals del Conde de Luxemburgo, por ejemplo, más de una semana.
Nadie que no la haya padecido sabe lo que en esta estúpida obsesión de tararear mentalmente horas y horas lo mismo, lo mismo, lo mismo..., sin lograr dormir, sin lograr pensar en otra cosa..., martirio de moscardón del que no puede uno librarse... ¡Habría de qué reír si no hubiese tanto de qué llorar en la dichosa neurastenia!
Y ciérranse mis ojos; tengo casi sueño.
—¿Señorito? ¡Hora de almorzar!
¡Ah! El reloj me lo comprueba. Profundamente he dormido, entonces, tres horas (y cinco de anoche, ocho)—lo cual me va resultando extraordinario. Además, no pienso nada de mis cosas. La neurastenia me irá á dar por dormir y por algún ataque de idiotez.
Hágome un sumario tocado de peines y jabón, y tengo que abrir una maleta para vestirme de smoking.
En el comedor, mucha gente—sin duda de la que venía desde Barcelona y Génova acostumbrada al balanceo. Los de Cádiz han debido de marearse.
Mas... no todos, cuando menos. Desde una mesita de un ángulo me llama el cónsul. No le puedo desairar, y acepto de mal grado (aunque está también Carlos Victoria), porque han sentado con ellos á la cupletista y á otra vistosa hembra de su laya. Me presentan á ésta Mlle. Eyllin, actriz de la Cigale, compañera de camarote de Placer.
Tortilla, el primer plato. Me la como. Guisan bien en el vapor. Albert quiere bromear; pero está pálido y sospecho que se le anda la cabeza. El húsar quedó en un sillón de la cubierta, mareado.
Pavo. Me lo como. No, no cocinan mal en el buque. Me sirve vino Placer, y lo bebo.
Con mi experiencia de la otra travesía, pienso que estos compañeros míos, nuevos en la vida del mar, no saben lo que hacen trayendo á la mesa á estas mujeres: el primer día es el que establece para todo el viaje las costumbres, y las tendremos de constantes camaradas. Por su trapío aisladas del resto del pasaje, se nos aislará con ellas y no podremos tratar más que cocotas. A mí no me complace, y supongo que tampoco al buen nombre de Victoria, del honesto dramaturgo.
Parte Victoria, disparado. Placer se ríe, loba de mar que lo ha cruzado varias veces por razones de contrata; y yo, mientras el bello cónsul procura resistir las invasiones del mareo, miro no lejos á una jovencilla que come con su madre y dos sacerdotes franceses.
La veo casi de espaldas, con la rubia seda ceniza de su pelo en bajo peinado de chicuela, y en un semiperfil de hechicería. De las crudezas que empiezan á cambiarse Placer y Eyllin y el cónsul, me purifico en la muchacha. Parece un ángel. Es mi afición á lo infantil. Tiene lo demás del comedor el aspecto harto mundano de un hotel, y yo diera no sé qué por ser admitido en la mesa de la niña y de los curas. Pequeña isla de respetos en mitad de la algazara... Se ríe y se tintinean demás por todas partes las cucharas y las copas. Los cíngaros se afanan inútilmente haciendo llorar á sus violines. Nadie les atiende.
Pero... corre, ha huído también el cónsul, de improviso, y Eyllin le sigue. La cupletista come mucho, y yo no le voy en zaga—si bien me contraría el quedar solo con ella. Incapaz de disimulos, hay momentos en que no contesto nada á sus gozosos comentarios del mareo de los demás. Sin embargo, es hembra poco ducha en silencios psicológicos. Me habla de compañeras suyas de Madrid. Conozco á varias. Sábelo bien, á pesar de haber actuado preferentemente en Barcelona, y con descocada frescura alude á sus intimidades con una vistosísima Raquel, tan guapa como diablo, y á otra Loló (¡ah, este nombre!), «tan linda como sosa», que fueron mis queridas. Por esto me conoce, confundiéndome algo con mi hermano, y por esto se encuentra más que demás enterada de que soy... ¡atiza! un «maestro del amor».
La conversación, echada á fondo por la ramera impúdica que bajo la mesa me junta una rodilla, lléname de una zozobra de asediado colegial que á la vez sintiese los rubores y rechazos del espíritu y los impulsos de la carne.
Sí, de la carne..., de la carne de pavo que devoro y de la carne del muslo de Placer. No me atrevo á retirar el mío, y bajo las castidades mismas de mi alma y la evocación triste de Loló me obstino en meditar si la provocación descaradísima me causa menos repugnancia de lo que hubiese imaginado..., porque en Cádiz me harté de mariscos, porque he dormido desde ayer como un lirón y porque ahora mismo estoy comiendo como un buitre... Sería hermoso y lamentable que éstos fuesen ya los efectos de la terapéutica marítima..., que con mi vuelta al sueño y al hambre y á la vida en mí resurgiese el animal.
Por lo pronto, olvidado de la niña, estudio egoístamente la cara y el escote de Placer..., y dijérase que á mí mismo me estudio en tal estudio. Guapa. Cuajada de brillantes. Los dientes blancos y perfectos. Sólida como una gigantesca estatua, debe de tener un desnudo irreprochable...
Sino que reacciono, á la hora del café. Sus cien kilos son demasiada carga para sobrellevarla en el viaje como irredimible consecuencia de una leve gratitud.
Fosco, casi huraño, cuando ella espera que me la lleve del brazo á la cubierta, me levanto y me despido:
—Perdón. Tengo que hacer. Voy al camarote.
Y en el camarote, de nuevo encerrado á llave, cual si la bruta prostituta pudiera perseguirme, comparto mis reflexiones entre el negro horror de mi neurastenia y el blanco escote de la bruta prostituta...
No la deseo; ó no sé, al menos, si la deseo ó no.
Torno á refugiarme en el recuerdo puro de la niña.
Por él ennoblecido, me hundo en la memoria de la desgraciadísima Loló—de aquella dulce Ana María en cuyo ser y en cuya alma delicada cometí todos los crímenes...
¡Pobre Ana María!
Maté tu candor, maté tu fe, maté á nuestro hijo en tus entrañas, maté cuanto de grande y santo hubiese podido realizar en el mundo tu bondad.
Y claro es que si tú arrastras por mi culpa el dorado horror de tu vida destrozada, yo debiese arrastrar la cadena de un presidio.
II
Positivamente