Sí sé por qué: Novela. Felipe Trigo

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Sí sé por qué: Novela - Felipe Trigo

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de belleza; vamos á Niza, á Italia, á Suiza, y no sabemos siquiera que tenemos hechizos superiores en Asturias y Galicia y Baleares, en la propia Extremadura, en Canarias, en Granada. Sin duda somos gentes de un individualismo altivo y feroz que nos deja ser colectivamente calumniados.

      Consultando los relojes, deploran nuestros acompañantes que no nos quede tiempo de visitar la verdadera maravilla de la isla: el valle de Orotaba, lleno también de magníficos hoteles; y, andaluces, individualistas, al fin, á la española, encerrados en sus gustos, nos hacen partir del Quisisana para llevarnos á comer á una típica taberna... ¡como si las tabernas y nada más que las tabernas fuesen lo típico de España!

      Me resigno á la taberna.

      Escabeche y guisos de figón. Algo de guitarreo, con un torero que aparece, al cual Eyllin le acaricia la coleta, y baile de Placer con taconeo y patas por el aire. La actriz parisién y nuestro autor se entienden, á pesar de sus géneros distintos. No hay como ser hombre festejado para la adhesión de una francesa. Eso sí, al final iguales, francesas y españolas... y ya verá también Carlos á la hora de cobrar.

       Índice

      Me levanto al amanecer, siempre. Es el momento de las purezas perla de la aurora. Terminados los baldeos y limpio y en orden todo sobre el sueño del pasaje, el buque parece... de ella y mío—parece de los dos. A fuerza de encontrarnos cada día en tan bello despertar, ella y su madre corresponden á la digna inclinación de mi saludo con una bondadosa simpatía mezclada de recelos.

      Los recelos de empezar á creerme un galanteador inoportuno. La joven, singularmente, me mira como con la súplica medrosa de que no la turbe la única hora de dulce libertad que goza por el barco. Terror de niña seria que no osa á jugar con las demás niñas delante de la gente, y que no se atrevería á separarse de la madre en mi presencia. ¡Qué clara sorprendo en su faz esa emoción!

      La tranquilizo, me alejo, y desde un escondite cualquiera, donde no pueda sospecharme, la contemplo, la contemplo á mi placer.... atraigo nítida su imagen con mis zeiss, con mis potentísimos prismáticos.

      Dúrala el temor buen trecho; vigila en torno su contrariedad de volver á verme aparecer, y, entregado el susto del alma verde de sus ojos al mimo de carmín del horizonte, permanece anhelosa y pensativa... Recobrada al fin la confianza de estar sola, se levanta, y, sin apartarse mucho de la madre, juega á dar paseos, á vagar de un lado á otro, á observar á los grumetes en los palos y á acodarse en un rincón de la borda viendo huír las bandadas de delfines.

      Viste de blanco; yo, de blanco también, desde los zapatos á la gorra; es blanca la silueta de algún oficial de servicio que cruza; son blancos la cubierta, las bandas, los botes que penden de sus amarras encima de los salvavidas; son de un vaporoso azul-blanco de ópalo el cielo y el mar... y creyérase que somos almas y que vamos navegando infinitamente perdidos á través de un alma inmensa de celaje, de pureza.

      Los gemelos me la agrandan y acercan hasta poder contar en el azul esmalte los diamantillos de la medalla de la Virgen que lleva al cuello. Única modesta alhaja que la adorna. No usa pendientes ni sortijas. Sus manos y su cara tienen la pálida mate lozanía de las gardenias, y sus labios, labios puros, que alientan muchas veces entreabiertos, son rojos, de un rojo sano de sangre de granada.

      Unas veces, juzgándose absolutamente sin testigos, se instala en cualquier amplio sillón, saca de la escarcelilla un polissoir y llévase gran rato puliéndose las uñas; otras se tiende en un canapé y mira extasiada el horizonte. Perdió la otra noche un pañuelo y yo lo recogí y lo guardé; huele á delicadísimos perfumes. Es toda, elástica y armónica, el augurio de una aristocrática mujer; pero es también la niña de ternura y de pudor que ni en la soledad le consiente el más leve desorden al vuelo de su falda.

      Ayer otras niñas más niñas subieron muy temprano. Corrían tirando al alto una moneda, y la moneda rodó metiéndose entre dos tablas del piso; se agruparon de bruces á sacarla; no podían, y una pequeñita lloraba. Las acorrió ella; se postró al suelo también, y con una tijerilla y acopio de paciencia las hubo de ayudar. El grupo, visto con mis zeiss, resultaba encantador; juntas las angélicas cabezas, tocábanse las sedas de los rizos y las manos. No la aventajaba ninguna en suavidad. Últimamente las contentó repartiéndolas monedas suyas... y besos, muchos besos.

      ¿Por qué no pude yo ir á unir á las inocencias de sus besos la inocencia de mis besos?... ¡Ah, qué pena es que siendo de tanto amor el beso de los niños, y creciendo con la edad el amor del beso, el afán de besar se convierta en crimen!

      Mi admiración ideal placeríale á la pureza de este ángel. Pero, no...; cuidadosamente evitaré que la confirme. Entre sus quince años y mis veintinueve años, entre su candor y mi groserísima miseria, entre su calma virginal y mi atormentada situación de hombre casado y endiabladamente enfermo, no puede haber nada común.

      Puede haber lo que no necesita ser manifestado por mí ni conocido por quien de modo tan gentil me lo produce: el consuelo de una hermana dulce, más pequeña que mi hermana, que no está aquí..., y la vergüenza y el asco de las pasadas brutalidades de mi vida.

      No, no tiene por qué saber jamás la tribulación de repugnancias con que mi corazón llora ante ella; ni podría entenderla, ni el infesto de mi ser permitiríame reposar en la limpia nobleza de su hombro mi frente consternada.

      ¡Elena, hermana mía, cuánta transparencia de divina humanidad lloraba en el descanso de tu hombro!

      Te recuerdo; recuerdo á nuestra madre en esta niña, y tengo que beber los breves minutos de ansias inefables en la copa del bochorno.

      Harto breves—los minutos, la hora de comunión con lo ideal. Va saliendo el sol, y van apareciendo pasajeros que despiertan. Primero los niños, que se ponen á jugar y á reír con la alegría de la mañana...; después los curas, que secuestran á la niña hechicerísima con sus calmas evangélicas...; luego, poco á poco, los demás.

      Dijérase que al día y al haz del buque llega el mundo en un inverso orden de moral imperfección.

      Los últimos, allá á las once, son Eyllin, Placer y mis amigos.

      Sino que yo los esquivo cuanto puedo.

      O escalas arriba trepo á la cubierta de botes, poniéndome á departir con las olas y las nubes, ó ansiando emociones menos plácidas bajo á los entrepuentes de emigrantes.

      Me conocen ya, en el de la proa, en el de la popa.

      Cuando los contemplo desde la cubierta de cámara, como desde los miradores de un alcázar que diese á patios de leprosos, el cuadro ofréceseme cruel. Amontonados. Campamentos de locura y suciedad. De día, los que en su inmovilidad apretada caen fuera de los toldos, ampáranse del sol colgando mantas; de noche, algunos las transforman en hamacas, y la mayoría duerme en el suelo de madera, donde se han pisoteado los vómitos y el rancho. Monstruos, más que humanos seres. Cerdos, en su salaz aglomeración forzosa, más que varia humanidad. Babel en marcha, maldita por no se sabría qué Dios de los rencores; hablan todos los idiomas, abrúmanse de todas las ruindades y mezclan con una igual y gris promiscuidad sus vidas y sus almas.

      Dan idea del aplastamiento, de la trituración por lo fatal. En vano mujeres jóvenes y bellas, familias honestísimas, que en la pobreza de su país habrán hecho de lo delicado religión de sacrificio (como la del ex acomodador de la Princesa),

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