El señor de Bembibre. Enrique Gil y Carrasco
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Llevaban los tres conversación muy tirada, y como era natural, hablaban de las cosas de sus respectivos amos elogiándolos a menudo y entreverando las alabanzas con su capa correspondiente de murmuración:
—Dígote, Nuño—decía el palafrenero—, que nuestro amo obra como un hombre, porque eso de dar la hija única y heredera de la casa de Arganza a un hidalguillo de tres al cuarto, pudiendo casarla con un señor tan poderoso, como el conde de Lemus, sería peor que asar la manteca. ¡Miren que era acomodo un señor de Bembibre!
—Pero, hombre—replicó el escudero con sorna, aunque no fuesen encaminadas a él las palabras del palafrenero—; ¿qué culpa tiene mi dueño de que la doncella de tu joven señora me ponga mejor cara que a ti para que le trates como a real de enemigo? Hubiérasle pedido a Dios que te diese algo más de entendimiento y te dejase un poco menos de carne, que entonces Martina te miraría con otros ojos, y no vendría a pagar el amo los pecados del mozo.
Encendióse en ira la espaciosa cara del buen palafrenero que, revolviendo el potro, se puso a mirar de hito en hito al escudero. Este por su parte le pagaba en la misma moneda, y además se le reía en las barbas; de manera que sin la mediación del montero Nuño, no sabemos en qué hubiera venido a parar aquel coloquio en mal hora comenzado.
—Mendo—le dijo al picador—, has andado poco comedido al hablar del señor de Bembibre, que es un caballero principal a quien todo el mundo quiere y estima en el país por su nobleza y valor, y te has expuesto a las burlas, algo demasiadamente pesadas de Millán, que sin duda cuida más de la honra de su señor que de la caridad a que estamos obligados los cristianos.
—Lo que yo digo es que nuestro amo hace muy bien en no dar su hija a don Álvaro Yáñez, y en que velis nolis venga a ser condesa de Lemus y señora de media Galicia.
—No hace bien tal—repuso el juicioso montero—, porque, sobre no tener doña Beatriz en más estima al tal conde, que yo a un halcón viejo y ciego, si algo le lleva de ventaja al señor de Bembibre, en lo tocante a bienes, también se le queda muy atrás en virtudes y buenas prendas, y, sobre todo, en la voluntad de nuestra joven señora, que por cierto ha mostrado en la elección algo más discernimiento que tú.
—El señor de Arganza, nuestro dueño, a nada se ha obligado—replicó Mendo—, y así que don Álvaro se vuelva por donde ha venido y toque soleta en busca de su madre gallega.
—Cierto es que nuestro amo no ha empeñado palabra ni soltado prenda, a lo que tengo entendido; pero en ese caso, mal ha hecho en recibir a don Álvaro del mismo modo que si hubiese de ser su yerno, y en permitir que su hija tratase a una persona que a todo el mundo cautiva con su trato y gallardía, y de quien por fuerza se había de enamorar una doncella de tanta discreción y hermosura como doña Beatriz.
—Pues si se enamoró, que se desenamore—contestó el terco palafrenero—; además, que no dejará de hacerlo en cuanto su padre levante la voz, porque ella es humilde como la tierra, y cariñosa como un ángel, la cuitada.
—Muy descaminado vas en tus juicios—respondió el montero—; yo la conozco mejor que tú, porque la he visto nacer, y aunque por bien dará la vida, si la violentan y tratan mal, sólo Dios puede con ella.
—Pero hablando ahora sin pasión y sin enojo—dijo Millán metiendo baza—; ¿qué te ha hecho mi amo, Mendo, que tan enemigo suyo te muestras? Nadie que yo sepa, habla así de él en esta tierra, sino tú.
—Yo no le tengo tan mala voluntad—contestó Mendo—, y si no hubiera parecido por acá el de Lemus, le hubiera visto con gusto hacerse dueño del cotarro en nuestra casa; pero, ¿qué quieres, amigo? Cada uno arrima el ascua a su sardina, y conde por señor nadie lo trueca.
—Pero mi amo, aunque no sea conde, es noble y rico, y lo que es más, sobrino del maestre de los templarios y aliado de la orden.
—Valientes herejes y hechiceros—exclamó entre dientes Mendo.
—¿Quieres callar, desventurado?—le dijo Nuño en voz baja, tirándole del brazo con ira—. Si te lo llegasen a oir serían capaces de asparte como a San Andrés.
—No hay cuidado—replicó Millán, a cuyo listo oído no se había escapado una sola palabra, aunque dichas en voz baja—. Los criados de don Álvaro nunca fueron espías, ni malintencionados, a Dios gracias, que al cabo, los que andan alrededor de los caballeros siempre procuran parecérseles.
—Caballero es también el de Lemus, y más de una buena acción ha hecho.
—Sí—respondió Millán—con tal que haya ido delante de gente para que la pregonen en seguida. ¿Pero sería capaz tu ponderado conde de hacer por su mismo padre lo que don Álvaro hizo por mí?
—¿Qué fué ello?—preguntaron a la vez los dos compañeros.
—Una cosa que no se me caerá a dos tirones de la memoria. Pasábamos el puente viejo de Ponferrada, que, como sabéis, no tiene barandillas, con una tempestad deshecha, y el río iba de monte a monte bramando como el mar: de repente revienta una nube, pasa una centella por delante de mi palafrén; encabrítase éste, ciego con el resplandor, y sin saber cómo, ni cómo no, ¡paf! ambos vamos al río de cabeza. ¿Qué os figuráis que hizo don Álvaro? Pues señor, sin encomendarse a Dios ni al diablo, metió las espuelas a su caballo y se tiró al río tras de mí. En poco estuvo que los dos no nos ahogásemos. Por fin mi jaco se fué por el río abajo y yo medio atolondrado salí a la orilla, porque él tuvo buen cuidado de llevarme agarrado de los pelos. Cuando me recobré a la verdad, no sabía cómo darle las gracias, porque se me puso un nudo en la garganta y no podía hablar; pero él que lo conoció se sonrió y me dijo: vamos, hombre, bien está; todo ello no vale nada; sosiégate, y calla lo que ha pasado, porque si no, puede que te tengan por mal jinete.
—¡Gallardo lance, por vida mía!—exclamó Mendo con un entusiasmo que apenas podía esperarse de sus anteriores prevenciones y de su linfático temperamento, y sin perder los estribos—. ¡Ah, buen caballero! ¡Lléveme el diablo, si una acción como ésta no vale casi tanto como el mejor condado de España! Pero a bien—continuó como reportándose—que si no hubiera sido por su soberbio Almanzor, Dios sabe lo que le hubiera sucedido... ¡Son muchos animales!—continuó, acariciando el cuello de su potro con una satisfacción casi paternal—; y dí, Millán, ¿qué fué del tuyo por último? ¿se ahogó el pobrecillo?
—No—respondió Millán—: fué a salir un buen trecho más abajo y allí le cogió un esclavo moro del Temple, que había ido a Pajariel por leña; pero el pobre animal había dado tantos golpes y encontrones, que en más de tres meses no fué bueno.
Con éstas y otras llegaron al pueblo de Arganza y se apearon en la casa solariega de su señor, el ilustre don Alonso Ossorio.
CAPÍTULO II