El señor de Bembibre. Enrique Gil y Carrasco
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Estaba poniéndose el sol detrás de las montañas que parten términos entre el Bierzo y Galicia, y las revestía de una especie de aureola luminosa que contrastaba peregrinamente con sus puntos obscuros. Algunas nubes de formas caprichosas y mudables sembradas acá y acullá por un cielo hermoso y purísimo, se teñían de diversos colores según las herían los rayos del sol. En los sotos y huertas de la casa estaban floridos todos los rosales y la mayor parte de los frutales, y el viento, que los movía mansamente, venía como embriagado de perfumes. Una porción de ruiseñores y jilguerillos cantaban melodiosamente, y era difícil imaginar una tarde más deliciosa. Nadie pudiera creer, en verdad, que en semejante teatro iba a representarse una escena tan dolorosa.
Doña Beatriz clavaba sus ojos errantes y empañados de lágrimas, ora en los celajes del ocaso, ora en los árboles del soto, ora en el suelo; y don Álvaro, fijos los suyos en ella, de hito en hito, seguía con ansia todos sus movimientos. Ambos jóvenes estaban en un embarazo doloroso sin atreverse a romper el silencio. Se amaban con toda la profundidad de un sentimiento nuevo, generoso y delicado, pero nunca se lo habían confesado. Los afectos verdaderos tienen un pudor y reserva característicos, como si el lenguaje hubiera de quitarles su brillo y limpieza. Esto cabalmente es lo que había sucedido con don Álvaro y doña Beatriz, que embebecidos en su dicha, jamás habían pensado en darle nombre, ni habían pronunciado la palabra amor. Y sin embargo, esta dicha parecía irse con el sol que se ocultaba detrás del horizonte, y era preciso apartar de delante de los ojos aquel prisma falaz que hasta entonces les había presentado la vida como un delicioso jardín.
Don Álvaro, como era natural, fué el primero que habló:
—¿No me diréis, señora—preguntó con voz grave y melancólica—, qué da a entender el retraimiento de vuestro padre y mi señor para conmigo? ¿Será verdad lo que mi corazón me está presagiando desde que han empezado a correr ciertos ponzoñosos rumores sobre el conde de Lemus? ¿De cierto, de cierto pensarían en apartarme de vos?—continuó, poniéndose en pie con un movimiento muy rápido.
Doña Beatriz bajó los ojos y no respondió.
—¡Ah!, ¿conque es verdad?—continuó el apesarado caballero—; ¿y lo será también—añadió con voz trémula—que han elegido vuestra mano para descargarme el golpe?
Hubo entonces otro momento de silencio, al cabo del cual, doña Beatriz levantó sus hermosos ojos bañados en lágrimas, y dijo con una voz tan dulce como dolorida:
—También es cierto.
—Escuchadme, doña Beatriz—repuso él, procurando serenarse—. Vos no sabéis todavía cómo os amo, ni hasta qué punto sojuzgáis y avasalláis mi alma. Nunca hasta ahora os lo había dicho... ¿para qué había de hacer una declaración que el tono de mi voz, mis ojos y el menor de mis ademanes estaban revelando sin cesar? Yo he vivido en el mundo solo y sin familia, y este corazón impetuoso no ha conocido las caricias de una madre ni las dulzuras del hogar doméstico. Como un peregrino he cruzado hasta aquí el desierto de mi vida; pero cuando he visto que vos érais el santuario adonde se dirigían mis pasos inciertos, hubiera deseado que mis penalidades fuesen mil veces mayores para llegar a vos purificado y lleno de merecimientos. Era en mí demasiada soberbia querer subir hasta vos, que sois un ángel de luz, ahora lo veo; pero ¿quién, quién, Beatriz, os amará en el mundo más que yo?
—¡Ah!, ninguno, ninguno—exclamó doña Beatriz retorciéndose las manos y con un acento que partía las entrañas.
—¡Y sin embargo, me apartan de vos!—continuó don Álvaro—. Yo respetaré siempre a quien es vuestro padre; nadie daría más honra a su casa que yo, porque desde que os amo se han desenvuelto nuevas fuerzas en mi alma, y toda la gloria, todo el poder de la tierra me parece poco para ponerlo a vuestros pies. ¡Oh, Beatriz, Beatriz!, cuando volví de Andalucía, honrado y alabado de los más nobles caballeros, yo amaba la gloria porque una voz secreta parecía decirme que algún día os adornaríais con sus rayos, pero sin vos que sois la luz de mi camino, me despeñaré en el abismo de la desesperación, y me volveré contra el mismo cielo.
—¡Oh Dios mío!—murmuró doña Beatriz—. ¿En esto habían de venir a parar tantos sueños de ventura y tan dulces alegrías?
—Beatriz—exclamó don Álvaro—, si me amáis, si por vuestro reposo mismo miráis, es imposible que os conforméis en llevar una cadena que sería mi perdición y acaso la vuestra.
—Tenéis razón—contestó ella haciendo esfuerzos para serenarse—. No seré yo quien arrastre esa cadena, pero ahora que por ventura os hablo por la última vez y que Dios lee en mi corazón, yo os revelaré su secreto. Si no os doy el nombre de esposo al pie de los altares y delante de mi padre, moriré con el velo de las vírgenes; pero nunca se dirá que la única hija de la casa de Arganza mancha con una desobediencia el nombre que ha heredado.
—¿Y si vuestro padre os obligase a darle la mano?
—Mal le conocéis; mi padre nunca ha usado conmigo de violencia.
—¡Alma pura y candorosa, que no conocéis hasta dónde lleva a los hombres la ambición! Y si vuestro padre os hiciese violencia, ¿qué resistencia le opondríais?
—Delante del mundo entero diría: ¡no!
—¿Y tendríais valor para resistir la idea del escándalo y el bochorno de vuestra familia?
Doña Beatriz rodeó la cámara con unos ojos vagarosos y terribles, como si padeciese una violenta convulsión, pero luego se recobró casi repentinamente, y respondió:
—Entonces pediría auxilio al Todopoderoso, y él me daría fuerzas; pero, lo repito, o vuestra o suya.
El acento con que fueron pronunciadas aquellas cortas palabras descubría una resolución que no habría fuerzas humanas para torcer. Quedóse don Álvaro contemplándola como arrobado algunos instantes, al cabo de los cuales le dijo con profunda emoción:
—Siempre os he reverenciado y adorado, señora, como a una criatura sobrehumana, pero hasta hoy no había conocido el tesoro celestial que en vos se encierra. Perderos ahora sería como caer del cielo para arrastrarse entre las miserias de los hombres. La fe y la confianza que en vos pongo es ciega y sin límites, como la que ponemos en Dios en la hora de la desdicha.
—Mirad—respondió ella señalando el ocaso—; el sol se ha puesto, y es hora ya de que nos despidamos. Id en paz y seguro, noble don Álvaro, que si pueden alejaros de mi vista no les será tan llano avasallar mi albedrío.
Con esto el caballero se inclinó, le besó la mano con mudo ademán, y salió de la cámara a paso lento. Al llegar a la puerta volvió la cabeza, y sus ojos se encontraron con los de doña Beatriz, para trocar una larga y dolorosa mirada, que no parecía sino que había de ser la última. En seguida se encaminó aceleradamente al patio, donde su fiel Millán tenía del diestro al famoso Almanzor, y subiendo sobre él salió como un rayo de aquella casa, donde ya sólo pensaba en él una desdichada doncella, que en aquel momento, a pesar de su esfuerzo, se deshacía en lágrimas amargas.
CAPÍTULO III