El señor de Bembibre. Enrique Gil y Carrasco

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El señor de Bembibre - Enrique Gil y  Carrasco

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      Cuando don Álvaro dejó el palacio de Arganza, entre el tumulto de sentimientos que se disputaban su alma, había uno que cuadraba muy bien con su despecho y amargura, y que de consiguiente a todos se sobreponía. Era éste retar a combate mortal al conde Lemus, y apartar de este modo el obstáculo más poderoso de cuantos mediaban entre él y doña Beatriz a la sazón. Aquel mismo día le había dejado en Cacabelos, con ánimo, al parecer de pasar allí la noche, y recordándolo así este fué el camino que tomó; pero su escudero, que en lo inflamado de sus ojos, en sus ademanes prontos y violentos y en su habla dura y precipitada, conocía cuál podía ser su determinación después de la anterior entrevista, cuyo sentido no se ocultaba a su penetración, le dijo en voz bastante alta:

      —Señor, el conde no está ya en Cacabelos, porque esta tarde, antes de salir yo, llegó un correo del rey y le entregó un pliego que le determinó a salir con la mayor diligencia, la vuelta de Lemus.

      Don Álvaro, en medio de la agitación en que se encontraba, no pudo ver sin enojo que el buen Millán se entrometiese de aquella suerte en sus secretos pensamientos; así es que le dijo con rostro torcido:

      —¿Quién le mete al señor villano en el ánimo de su señor?

      Millán aguantó la descarga, y don Álvaro, como hablando consigo propio, continuó:

      —Sí, sí, un correo de la corte... y salir después con tanta priesa para Galicia... Sin duda camina adelante la trama infernal... Millán—dijo en seguida con un tono de voz enteramente distinto del primero—, acércate y camina a mi lado. Ya nada tengo que hacer en Cacabelos, y esta noche la pasaremos en el castillo de Ponferrada—dijo torciendo el caballo y mudando de camino—; pero mientras que allí llegamos, quiero que me digas qué rumores han corrido por la feria acerca de los caballeros templarios.

      —¡Extraños por vida mía, señor!—le replicó el escudero—: dicen que hacen cosas terribles y ceremonias de gentiles, y que el Papa los ha descomulgado allá en Francia, y que los tienen presos y piensan castigarles; y en verdad que si es cierto lo que cuentan, sería muy bien hecho; porque más son proezas de judíos y de gentiles que de caballeros cristianos.

      —¿Pero qué cosas y qué proezas son ésas?

      —Dicen que adoran un gato y le rinden culto como a Dios, que reniegan de Cristo, que cometen mil torpezas, y que por pacto que tienen con el diablo hacen oro, con lo cual están muy ricos; pero todo esto lo dicen mirando a los lados y muy callandito, porque todos tienen más miedo al Temple que al enemigo malo.—Tras de esto el buen escudero comenzó a ensartar todas las groseras calumnias que en aquella época de credulidad y de ignorancia se inventaban para minar el poder del Temple, y que ya habían comenzado a producir en Francia tan tremendos y atroces resultados. Don Álvaro, que, pensando en descubrir algo de nuevo en tan espinoso asunto, había escuchado al principio con viva atención, cayó al cabo de poco tiempo en las cavilaciones propias de su situación, y dejó charlar a Millán, que no por su agudeza y rico ingenio estaba exento de la común ignorancia y superstición. Sólo al llegar al puente sobre el Sil, que por las muchas barras de hierro que tenía dió a la villa el nombre de Ponsferrata con que en las antiguas escrituras se la distingue, le advirtió severamente que en adelante no sólo hablase con más comedimiento, sino que pensase mejor de una Orden con quien tenía asentadas alianza y amistad, y no acogiese las hablillas de un vulgo necio y malicioso. El escudero se apresuró a decir que él contaba lo que había oído, pero que nada de ello creía, en lo cual no daba por cierto un testimonio muy relevante de veracidad; y en esto llegaron a la barbacana del castillo. Tocó allí don Álvaro su cuerno, y después de las formalidades de costumbre, porque en la milicia del Temple se hacía el servicio con la más rigurosa disciplina, se abrió la puerta, cayó en seguida el puente levadizo, y amo y escudero entraron en la plaza de armas.

      Todavía se conserva esta hermosa fortaleza, aunque en el día sólo sea ya el cadáver de su grandeza antigua. Su estructura tiene poco de regular, porque a un fuerte antiguo, de formas macizas y pesadas, se añadió por los templarios un cuerpo de fortificaciones más moderno, en que la solidez y la gallardía corrían parejas; con lo cual quedó privada de armonía, pero su conjunto todavía ofrece una masa atrevida y pintoresca. Está situado sobre un hermoso altozano, desde el cual se registra todo el Bierzo bajo, con la infinita variedad de sus accidentes, y el Sil, que corre a sus pies para juntarse con el Boeza un poco más abajo, parece rendirle homenaje.

      Ahora ya no queda más del poderío de los templarios que algunos versículos sagrados inscriptos en lápidas, tal cual símbolo de sus ritos y ceremonias y la cruz famosa, terror de los infieles, sembrado todo aquí y acullá en aquellas fortísimas murallas; pero en la época de que hablamos era este castillo una buena muestra del poder de sus poseedores. Don Álvaro dejó su caballo en manos de unos esclavos africanos y, acompañado de dos aspirantes, subió a la sala maestral, habitación magnífica con el techo y paredes escaqueados de encarnado y oro, con ventanas arabescas, entapizada de alfombras orientales, y toda ella, como pieza de aparato, adornada con todo el esplendor correspondiente al jefe temporal y espiritual de una Orden tan famosa y opulenta. Los aspirantes dejaron al caballero a la puerta, después del acostumbrado benedicite, y uno, que hacía la guardia en la antecámara, le introdujo al aposento de su tío. Era éste un anciano venerable, alto y flaco de cuerpo, con barba y cabellos blancos, y una expresión ascética y recogida, si bien templada por una benignidad grandísima. Comenzaba a encorvarse bajo el peso de los años, pero bien se echaba de ver que el vigor no había abandonado aún aquellos miembros acostumbrados a las fatigas de la guerra y endurecidos en los ayunos y vigilias. Vestía el hábito blanco de la Orden, y exteriormente apenas se distinguía de un simple caballero. El golpe que parecía amagar al Temple, y por otra parte los disgustos que, según de algún tiempo atrás iba viendo claramente, debían de abrumar a aquel sobrino querido, último retoño de su linaje, esparcían en su frente una nube de tristeza, y daban a su fisonomía un aspecto todavía más grave.

      El maestre, que había salido al encuentro de don Álvaro, después de haberle abrazado con un poco más de emoción de la acostumbrada, le llevó a una especie de celda, en que de ordinario estaba, y cuyos muebles y atavíos revelaban aquella primitiva severidad y pobreza, en cuyos brazos habían dejado a la Orden Hugo de Paganis y sus compañeros, y de que eran elocuente emblema los dos caballeros montados en un mismo caballo. Don Rodrigo, así por el puesto que ocupaba como por la austeridad peculiar a su carácter, quería dar este ejemplo de humildad y de modestia. Sentáronse entrambos, en taburetes de madera, a una tosca mesa de nogal, sobre la cual ardía una lámpara enorme de cobre, y don Álvaro hizo al anciano una prolija relación de todo lo acaecido, que éste escuchó con la mayor atención.

      —En todo eso—respondió por último—estoy viendo la mano del que degolló al niño Guzmán delante de los adarves de Tarifa, y a la vista de su padre. El conde de Lemus está ligado con él, y otros señores que sueñan con la ruina del Temple para adornarse con sus despojos, y temiendo que tu enlace con una señora tan poderosa en tierras y vasallos aumentaría nuestras fuerzas, harto temibles ya para ellos en este país, han adulado la ambición de don Alonso, y puesto en ejecución todas sus malas artes para separaros. ¡Pobre doña Beatriz!—añadió con melancolía—. ¿Quién le dijera a su piadosa madre, cuando con tanto afán y solicitud la criaba, que su hija había de ser el premio de una cábala tan ruin?

      —Pero, señor—repuso don Álvaro—, creéis que el señor de Arganza se hará sordo a la voz del honor y de la naturaleza?

      —A todo, hijo mío—contestó el templario—. La vanidad y la ambición secan las fuentes del alma, y con ellas se aparta el hombre de Dios, de quien viene la virtud y la verdadera nobleza.

      —¿Pero

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