El señor de Bembibre. Enrique Gil y Carrasco

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El señor de Bembibre - Enrique Gil y  Carrasco

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a Arganza. La visita tuvo mucho de embarazosa y violenta, porque don Alonso, deseoso de ahorrarse una explicación cordial y sincera sobre un asunto en que su conciencia era la primera a condenarle, se encerró en el coto de una cortesía fría y estudiada, y el maestre, por su parte, convencido de que su resolución era irrevocable, y harto celoso del honor de su Orden y de la dignidad de su persona para abatirse a súplicas inútiles, se despidió para siempre de aquellos umbrales que tantas veces había atravesado con el ánimo ocupado en dulces proyectos.

      Comoquiera, el señor de Arganza, un tanto alarmado con la intención que parecía descubrir el afecto de don Álvaro hacia su hija, resolvió acelerar lo posible su ajustado enlace a fin de cortar de raíz todo género de zozobras. Poco temía de la resistencia de su esposa, acostumbrado como estaba a verla ceder de continuo a su voluntad; pero el carácter de la joven, que había heredado no poco de su propia firmeza, le causaba alguna inquietud. Sin embargo, como hombre de discreción, a par que de energía, contaba a un tiempo con el prestigio filial y con la fuerza de su autoridad para el logro de su propósito. Así, pues, una tarde que doña Beatriz, sentada cerca de su madre, trabajaba en bordar un paño de iglesia que pensaba regalar al monasterio de Villabuena, donde tenía una tía abadesa a la sazón, entró su padre en el aposento, y diciéndola que tenía que hablarle de un asunto de suma importancia, soltó la labor y se puso a escucharle con la mayor modestia y compostura. Caíanla por ambos lados numerosos rizos negros como el ébano, y la zozobra, que apenas podía reprimir, la hacía más interesante. Don Alonso no pudo abstenerse de un cierto movimiento de orgullo al verla tan hermosa, en tanto que a doña Blanca, por lo contrario, se le arrasaron los ojos de lágrimas, pensando que tanta hermosura y riqueza serían tal vez la causa de su desventura eterna.

      —Hija mía—la dijo don Alonso—, ya sabes que Dios nos privó de tus hermanos, y que tú eres la esperanza única y postrera de nuestra casa.

      —Sí, señor—respondió ella con su voz dulce y melodiosa.

      —Tu posición, por consiguiente—continuó su padre—, te obliga a mirar por la honra de tu linaje.

      —Sí, padre mío, y bien sabe Dios que ni por un instante he abrigado un pensamiento que no se aviniese con el honor de vuestras canas y con el sosiego de mi madre.

      —No esperaba yo menos de la sangre que corre por tus venas. Quería decirte, pues, que ha llegado el caso de que vea logrado el fruto de mis afanes y coronados mis más ardientes deseos. El conde de Lemus, señor el más noble y poderoso de Galicia, favorecido del rey, y muy especialmente del infante don Juan, ha solicitado tu mano, y yo se la he concedido.

      —¿No es ese conde el mismo—repuso doña Beatriz—que después de lograr de la noble reina doña María el lugar de Monforte en Galicia, abandonó sus banderas para unirse a las del infante don Juan?

      —El mismo—contestó don Alonso poco satisfecho de la pregunta de su hija—; y ¿qué tenéis que decir de él?

      —Que es imposible que mi padre me dé por esposo un hombre a quien no podría amar ni respetar tan siquiera.

      —Hija mía—contestó don Alonso con moderación, porque conocía el enemigo con quien se las iba a haber, y no quería usar de violencia sino en el último extremo—, en tiempo de discordias civiles no es fácil caminar sin caer alguna vez, porque el camino está lleno de escollos y barrancos.

      —Sí—replicó ella—, el camino de la ambición está sembrado de dificultades y tropiezos; pero la senda del honor y la caballería es lisa y apacible como una pradera. El conde de Lemus sin duda es poderoso, pero aunque sé de muchos que le temen y odian, no he oído hablar de uno que le venere y estime.

Ilustración

      Aquel tiro, dirigido a la desalmada ambición del de Lemus, que sin saberlo su hija venía a herir a su padre de rechazo, excitó su cólera en tales términos que se olvidó de su anterior propósito, y contestó con la mayor dureza:

      —Vuestro deber es obedecer y callar y recibir el esposo que vuestro padre os destine.

      —Vuestra es mi vida—dijo doña Beatriz—y si me lo mandáis, mañana mismo tomaré el velo en un convento; pero no puedo ser esposa del conde de Lemus.

      —Alguna pasión tenéis en el pecho, doña Beatriz—contestó su padre dirigiéndola escrutadoras miradas—. ¿Amáis al señor de Bembibre?—le preguntó de repente.

      —Sí, padre mío—respondió ella con el mayor candor.

      —Y ¿no os dije que le despidiérais?

      —Y ya le despedí.

      —Y ¿cómo no despedísteis también de vuestro corazón esa pasión insensata? Preciso será que la ahoguéis entonces.

      —Si tal es vuestra voluntad, yo la ahogaré al pie de los altares; yo trocaré por el amor del esposo celeste el amor de don Álvaro, que por su fe y su pureza era más digno de Dios, que no de mí, desdichada mujer. Yo renunciaré a todos mis sueños de ventura; pero no le olvidaré en brazos de ningún hombre.

      —Al claustro iréis—respondió don Alonso—, fuera de sí de despecho, no a cumplir vuestros locos antojos, no a tomar el velo de que os hace indigna vuestro carácter rebelde, sino a aprender, en la soledad, lejos de mi vista y de la de vuestra madre, la obediencia y el respeto que me debéis.

      Diciendo esto salió del aposento airado, y cerrando tras sí la puerta con enojo, dejó solas a madre y a hija, que por un impulso natural y espontáneo, se precipitaron una en brazos de la otra; doña Blanca, deshecha en lágrimas, y doña Beatriz comprimiendo las suyas con trabajo, pero llena interiormente de valor. En las almas generosas despierta la injusticia fuerzas cuya existencia se ignoraba, y la doncella lo sentía entonces. Había tenido bastante desprendimiento y respeto para no representar a su padre, que si amaba a don Álvaro era porque todo en un principio parecía indicarle que era el esposo escogido por su familia; pero este silencio mismo contribuía a hacerle sentir más vivamente su agravio. Lo que quebrantaba su valor era el desconsuelo de su madre, que no cesaba un punto en sus sollozos, teniéndola estrechamente abrazada.

      —Hija mía, hija mía—dijo por fin en cuanto su congoja le dejó hablar—, ¿cómo te has atrevido a irritarle de esa manera, cuando nadie tiene valor para resistir sus miradas?

      —En eso verá que soy su hija y que heredo el esfuerzo de su ánimo.

      —¡Y yo, miserable mujer—exclamó doña Blanca haciendo los mayores extremos de dolor—, que con mi necia prudencia te he alejado del puerto de la dicha pudiendo ahora gozarte segura en la ribera!

      —Madre mía—dijo la joven enjugando los ojos de su madre—; vos habéis sido toda bondad y cariño para mí, y el día de mañana sólo está en la mano de Dios; sosegaos, pues, y mirad por vuestra salud. El Señor nos dará fuerzas para sobrellevar una separación, a mí sobre todo, que soy joven y robusta.

      La idea de la falta de su hija, que ni un solo día se había apartado de su lado, y que había desaparecido por un momento, hizo volver a la triste madre a todos sus extremos de amargura, en términos que doña Beatriz tuvo que emplear todos los recursos de su corazón y de su ingenio en apaciguarla. La anciana, que por su carácter suave y bondadoso estaba acostumbrada a ceder en todas ocasiones y cuyo matrimonio había comenzado por un sacrificio algo semejante, aunque infinitamente menor que el que exigían de su hija, bien quisiera indicarla algo, pero no se atrevía.

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