Alicia en el país de las maravillas. Льюис Кэрролл
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–¡Ojalá no hubiera mencionado a Dinah! –se dijo en tono melancólico–. Parece que a nadie le cae simpática, aquí abajo; ¡sin embargo, es la mejor gata del mundo! ¡Ay, mi querida Dinah! ¡No sé si volveré a verte más! –y aquí la pobre Alicia se echó a llorar nuevamente, ya que se sentía muy sola y deprimida. Poco después, no obstante, volvió a oír un leve golpeteo de pisadas a lo lejos, y alzó los ojos ansiosamente, medio esperando que el Ratón hubiese cambiado de parecer, y regresase a terminar su historia.
Capítulo IV
El Conejo manda a un tal Pequeño Bill
Era el Conejo Blanco que regresaba al trote, mirando ansiosamente en torno suyo mientras avanzaba como si hubiera perdido algo; y Alicia le oyó murmurar para sí: «¡La duquesa! ¡La duquesa! ¡Ah, mis zarpas queridas! ¡Ah, mi piel y mis bigotes! ¡Me mandará ejecutar, tan cierto como que los hurones son hurones! ¿Dónde puedo haberlos perdido?». Alicia adivinó en seguida que buscaba el abanico y los guantes blancos de cabritilla; y con toda amabilidad, se puso a buscarlos ella también; pero no los veía por ninguna parte... Todo parecía haber cambiado desde que cayera en el charco, y el gran vestíbulo, con la mesa de cristal y la puertecita, se había desvanecido completamente.
No tardó el Conejo en percatarse de la presencia de Alicia, ya que andaba buscando de un lado para otro, y le gritó en tono irritado: «¡Pero bueno, Mary Ann, ¿qué estás haciendo aquí? ¡Corre a casa ahora mismo, y tráeme un par de guantes y un abanico! ¡Vamos, date prisa!». Y Alicia se asustó tanto que echó a correr inmediatamente en la dirección que le señalaba, sin intentar explicarle que se había equivocado.
«Me ha confundido con su criada», se dijo mientras corría. «¡Qué sorpresa se va a llevar cuando descubra quién soy! Pero será mejor que le lleve su abanico y sus guantes... o sea, si los encuentro.» Mientras se decía esto, se topó con una preciosa casita en cuya puerta había una placa de bronce con el nombre: «CONEJO B.», grabado en ella. Entró sin llamar, y subió corriendo las escaleras, con mucho miedo de tropezarse con la verdadera Mary Ann, y de que la echaran de la casa antes de encontrar los guantes y el abanico.
–¡Qué extraño resulta –se dijo Alicia–, hacerle recados a un Conejo! ¡Supongo que Dinah me mandará hacer los suyos, después! –y empezó a imaginar lo que pasaría: «¡Alicia! ¡Ven inmediatamente, y arréglate para salir!». «¡Voy en un minuto, señorita! ¡Tengo que vigilar esta ratonera hasta que vuelva Dinah, y cuidar que no salga el ratón!» «¡Pero no creo –prosiguió Alicia–, que dejasen que Dinah siguiera en casa, si se pusiera a mandar de esa manera!»
A todo esto, había encontrado el camino de la preciosa habitacioncita, con una mesa en la ventana, y en ella (como había esperado), un abanico y dos o tres pares de minúsculos guantes blancos de cabritilla: cogió el abanico y un par de guantes, y ya iba a salir de la habitación, cuando sus ojos descubrieron un frasquito junto al espejo. No tenía etiqueta esta vez con las palabras «BÉBEME», pero de todas formas lo destapó y se lo llevó a los labios. «Sé que pasa algo interesante», se dijo, «cada vez que como o bebo alguna cosa; así que voy a ver lo que ocurre con esta botella. ¡Espero que me haga crecer otra vez, porque la verdad es que estoy harta de ser tan pequeñita!».
Así fue, en efecto; y más deprisa de lo que ella esperaba: antes de haberse bebido la mitad del frasco, se encontró con que tenía la cabeza pegada contra el techo y tuvo que torcerla para no romperse el cuello. Dejó el frasco apresuradamente, diciéndose: «Es suficiente; espero no seguir creciendo; aunque ahora no puedo salir por la puerta... ¡Ojalá no hubiera bebido tanto!».
¡Ay! ¡Era demasiado tarde para ese deseo! Siguió creciendo y creciendo, y muy pronto tuvo que ponerse de rodillas; un minuto después no había espacio ni para eso, y probó a tumbarse con un codo contra la puerta, y el otro brazo enroscado alrededor de la cabeza. Pero seguía creciendo; así que, como último recurso, sacó un brazo por la ventana, metió un pie por la chimenea, y se dijo: «Ahora, pase lo que pase, ya no puedo crecer más. ¿Qué va a ser de mí?».
Afortunadamente para Alicia, el mágico frasquito había hecho todo el efecto que tenía que hacer, y no siguió creciendo. No obstante, estaba incomodísima, y como no parecía haber posibilidad de salir de la habitación, no es extraño que se sintiera desventurada.
«Estaba mucho mejor en casa», pensó la pobre Alicia; «allí no andaba creciendo y menguando constantemente, ni me daban órdenes los ratones y los conejos. Casi hubiera preferido no haber bajado a esta madriguera... sin embargo... sin embargo... ¡qué curiosa, esta clase de vida! ¡No sé qué puede haberme ocurrido! ¡Cuando leía cuentos de hadas, imaginaba que esas cosas no ocurrían nunca, y ahora estoy aquí, metida en una de ellas! ¡Debería escribirse un libro sobre mí, desde luego! Cuando me haga mayor, lo escribiré yo... Aunque ahora ya soy mayor» –añadió en tono afligido–. «Al menos, no queda espacio para crecer más, aquí».
«Pero entonces», pensó Alicia, «¿no me haré más mayor de lo que soy ahora? Será un consuelo, en cierto modo... no llegar a hacerme vieja... pero entonces... ¡tendré que estudiar constantemente las lecciones! ¡Ah, eso sí que no me gustaría!».
–¡Pero mira que eres tonta, Alicia! –se contestó–. ¿Cómo vas a estudiar lecciones aquí? ¡Si apenas hay sitio para ti, y no caben tus libros de estudio!
Y así siguió, adoptando primero un punto de vista, luego el otro, y desarrollando toda una conversación; pero al cabo de unos minutos oyó una voz en el exterior, y se puso a escuchar.
–¡Mary Ann! ¡Mary Ann! –dijo la voz–. ¡Tráeme los guantes ahora mismo! –a continuación oyó acercarse un leve golpeteo de pies en la escalera. Alicia comprendió que era el Conejo que subía a buscarla, y tembló hasta el punto de hacer estremecerse la casa, olvidando completamente que ahora era unas mil veces mayor que el Conejo, y que no había motivo para tener miedo.
Poco después, llegó el Conejo a la puerta, y trató de abrirla; pero la puerta se abría hacia adentro, y el codo de Alicia presionaba contra ella, de modo que fracasó en su intento. Alicia oyó que se decía a sí mismo: «Tendré que dar la vuelta y entrar por la ventana».
«No podrás», pensó Alicia, y tras esperar hasta que le pareció oír al Conejo justo debajo de la ventana, extendió súbitamente la mano, y dio un manotazo en el aire. No cogió nada, pero oyó un gritito, una caída, y un estrépito de cristales rotos, de lo que infirió que se había caído en una cajonera de calabazas o algo parecido.
A continuación sonó una voz irritada –la del Conejo–: «¡Pat! ¡Pat! ¿Dónde estás?». Y luego otra voz que Alicia no había oído anteriormente: «¡Pues aquí! ¡Entrecavando los manzanos, señoría!».
–¡Conque entrecavando los manzanos!, ¿eh? –dijo el Conejo irritado–. ¡Anda, ayúdame a salir de aquí ! (sonaron más cristales rotos).
–Ahora dime, Pat, ¿qué es eso de la ventana?
–¡Pues un brazo, señoría! (pronunció «brazu»).