Los Raros. Rubén Darío

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Los Raros - Rubén Darío

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el esplendor de la belleza griega, lanzando al mismo tiempo un manifiesto a manera de prólogo. He aquí lo que pensaba de los tiempos modernos: «Desde Homero, Esquilo y Sófocles que representan la poesía en su vitalidad, en su plenitud y en su unidad armónica, la decadencia y la barbarie han invadido el espíritu humano. En lo tocante a arte original, el mundo romano está al nivel de los Dacios y de los Sármatas; el cielo cristiano, todo es bárbaro. Dante, Shakespeare y Milton, no tienen sino la altura de su genio individual; su lengua y sus concepciones, son bárbaras. La escultura se detiene en Fidias y en Lisipo; Miguel Angel no ha fecundado nada; su obra, admirable en sí misma, ha abierto una vía desastrosa. ¿Qué queda, pues, de los siglos transcurridos después de la Grecia? Algunas individualidades potentes, algunas grandes obras sin liga y sin unidad. La poesía moderna, reflejo confuso de la personalidad fogosa de Byron, de la religiosidad ficticia de Chateaubriand, del ensueño místico de Ultra-Rhin y del realismo de los lakistas, se turba y se disipa. Nada menos vivo y menos original, bajo el aparato más ficticio. Un arte de segunda mano, híbrido, incoherente. Arcaísmo de la víspera, nada más. La paciencia pública se ha cansado de esta comedia sonoramente representada a beneficio de una autolatria de préstamo. Los maestros se han callado o quieren callarse, fatigados de sí mismos, olvidados ya, solitarios en medio de sus obras infructuosas. Los poetas nuevos, criados en la vejez precoz de una estética infecunda, deben sentir la necesidad de remojar en las fuentes eternamente puras la expresión usada y debilitada de los sentimientos generosos. El tema personal y sus variaciones demasiado repetidas, han agotado la atención; con justicia ha venido la indiferencia, pero si es posible abandonar a la mayor brevedad esa vía estrecha y banal, es preciso aun no entrar en un camino más difícil y peligroso, sino fortificado por el estudio y la iniciación.

      «Una vez sufridas esas pruebas expiatorias, una vez saneada la lengua poética, las especulaciones del espíritu perderán algo de su verdad y su energía cuando dispongan de formas más netas y más precisas. Nada será abandonado ni olvidado; la base pensante y el arte habrán recobrado la savia y el vigor, la harmonía y la unidad unidas. Y más tarde, cuando esas inteligencias profundamente agitadas se hayan aplacado, cuando la meditación de los principios descuidados y la regeneración de las formas hayan purificado el espíritu y la letra, dentro de un siglo o dos, si todavía la elaboración de los tiempos nuevos no implica una gestación más alta, tal vez la poesía llegaría a ser el verbo inspirado e inmediato del alma humana...»

      Esa declaración demuestra el por qué Leconte de Lisle no vibraba a ningún soplo moderno, a ninguna conmoción contemporánea, y se refugiaba, como Keats, aunque de otra suerte, en viejas edades paganas en cuyas fuentes su Pegaso se abrevaba a su placer.

      Los «Poemas trágicos» completan la trilogía. Hay como en los anteriores una rica variedad de temas, predominando los paisajes exóticos, reconstrucciones históricas, o fantásticas y brillantes pinturas de asuntos legendarios. El kalifa de Damasco, abre la serie, entre imanes de Meca y emires de Oriente.

      Es este un libro purpúreo. Los «Poemas bárbaros» son un libro negro. La palabra más usada en ellos es noir. Libro rojo es éste, ciertamente, que comienza con la apoteosis de Muza-al-Kebir, en país oriental, y concluye en la Grecia de Orestes, con la tragedia funesta de las Erinnias o Furias.

      Oiréis entre tanto un canto de muerte de los galos del siglo sexto, clamores de moros medioevales; veréis la caza del águila, en versos que no haría mejores un numen artífice; después del águila vuela el albatros, el «prince des nuages» de Baudelaire; pasan lúgubres ancianos como Magno; frailes como el abad Jerónimo, cual surge en poema que sin duda alguna, Núñez de Arce leyó antes de escribir «La visión de fray Martín»; monstruos simbólicos como la Bestia escarlata; tipos del romancero español como don Fadrique, y entre todo esto el severo bardo no desdeña jugar con la musa, y ensaya el pantum malayo, o rima la villanelle como su amigo Banville.

      Las «Erinnias» es obra de quien puede recorrer el campo de la poesía griega, y conversar con París, Agamenón o Clitemnestra. Artistas egregios ha habido que hayan comprendido la antigüedad profunda y extensamente; mas de seguro ninguno con la soberanía, con el poder de Leconte de Lisle. Pudo Keats escribir sus célebres versos a una urna griega; pudo el germánico Goethe despertar a Helena después de un sueño de siglos y hacer que iluminase la frente de Euforión la luz divina, y que Juan Pablo escribiese una famosa metáfora. Leconte de Lisle desciende directamente de Homero; y si fuese cierta la transmigración de las almas, no hay duda de que su espíritu estuvo en los tiempos heroicos encarnado en algún aeda famoso o en algún sacerdote de Delfos.

      Bien sabida es la historia del Hamlet antiguo, de Orestes, el desventurado parricida, armado por el destino y la venganza, castigador del materno crimen, y perseguido por las desmelenadas y horribles Furias. Sófocles en su «Electra», Eurípides, Voltaire, Alfieri, han llevado a la escena al trágico personaje.

      Leconte de Lisle, en clásicos alejandrinos que bien valen por hexámetros de la antigüedad, evoca en la parte primera de su poema a Clitemnestra, en el pórtico del palacio de Pelos; a Tallibios y Euribates, y un coro de ancianos, asimismo la sollozante Casandra de profética voz. En la segunda parte, ya cometido el crimen de su madre, Orestes, vengará, apoyado por el impulso sororal de Electra, la sangre de su padre. Las Furias le persiguen entre clamores de horror.

      El poeta, como traductor, fué insigne. A Homero, Sófocles, Hesiodo, Teócrito, Bion, Mosco, tradújolos en prosa rítmica y purísima en cuyas ondas parece que sonasen las músicas de los metros originales. Conservaba la ortografía de los idiomas antiguos; y así sus obras tienen a la vista una aristocracia tipográfica que no se encuentra en otras.

      Cuando Hugo estaba en el destierro, la poesía apenas tenía vida en Francia, representada por unos pocos nombres ilustres. Entonces fué cuando los parnasianos levantaron su estandarte, y buscaron un jefe que los condujese a la campaña. ¡El Parnaso! No fué más bella la lucha romántica, ni tuvieron los Joven-Francia más rica leyenda que la de los parnasianos, contada admirablemente por uno de sus más bravos y gloriosos capitanes. De esa leyenda encantadora y vívida, no puedo menos que traducir la hermosa página consagrada al cantor excelso por quien hoy viste luto la poesía de Francia, la Poesía universal.

      «...Y lo que nos faltaba también era una firme disciplina, una línea de conducta precisa y resuelta. Ciertamente, el sentimiento de la Belleza, el horror de las abobadas sensiblerías que deshonraban entonces la poesía francesa, ¡lo teníamos nosotros! ¡Pero qué! tan jóvenes, desordenadamente y un poco al azar era como nos arrojábamos a la brega, y marchábamos a la conquista de nuestro ideal. Era tiempo de que los niños de antes tomaran actitudes de hombres, que de nuestro cuerpo de tiradores formase un ejército regular. Nos faltaba la regla, una regla impuesta de lo alto, y que sobre dejarnos nuestra independencia intelectual, hiciera concurrir gravemente, dignamente, nuestras fuerzas esparcidas, a la victoria entrevista. Esta regla la recibimos de Leconte de Lisle. Desde el día en que François Copée, Villiers de l’Isle Adam, y yo, tuvimos el honor de ser conducidos a casa de Leconte de Lisle,—M. Luis Ménard, el poeta y filósofo, fué nuestro introductor,—desde el día en que tuvimos la alegría de encontrar en casa del maestro a José María de Heredia y a León Dierx, de ver allí a Armand Silvestre, de reencontrar a Sully Prudhomme, desde ese día data, hablando propiamente, nuestra historia, que cesa de ser una leyenda; y entonces fué cuando nuestra adolescencia se convirtió en virilidad. En verdad nuestra juventud de ayer no estaba muerta de ningún modo, y no habíamos renunciado a las azarosas extravagancias en el arte y en la vida. Pero dejamos todo eso a la puerta de Leconte de Lisle, como se quita un vestido de carnaval, para llegar a la casa familiar. Teníamos alguna semejanza con esos jóvenes pintores de Venecia que después de trasnochar cantando en góndola y acariciando los cabellos rojos de bellas muchachas, tomaban de repente un aire reflexivo, casi austero, para entrar al taller del Ticiano.

      »Ninguno de aquellos que han sido admitidos en el salón de Leconte de Lisle, olvidará nunca el recuerdo de esas nobles y dulces tardes, que durante tantos años, fueron nuestras más bellas

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