Tristán o el pesimismo. Armando Palacio Valdes

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Tristán o el pesimismo - Armando Palacio  Valdes

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señuelo del cigarro. Porque Reynoso gustaba de pararse en compañía de sus servidores y fumar con ellos un cigarro.

      —Hasta ahora no hemos disfrutado de una mañana tan templada como esta. Mirad los trigos qué verdes aún. El cierzo y la escarcha no les ha dejado crecer; pero unos cuantos días como este bastarán para hacerles ganar lo perdido. No sé por qué sospecho que este año vamos a tener una abundante trilla.

      Así dijo el propietario pasando su petaca en torno. Los pastores, con sus grandes sombreros de fieltro y sus medios calzones de cuero, formaban círculo. Tomaron gravemente un cigarrillo, lo pusieron en el rincón de la boca y cada cual sacó sus avíos: yesca de trapo quemado, eslabón y pedernal. Bastaría con que uno encendiese; pero se hubiesen juzgado desairados si no se mostrase claramente que eran poseedores de todos los medios conducentes a producir el fuego. Chocaron los eslabones contra los pedernales, saltaron las chispas, ardió la yesca y más tarde los cigarros, todo en medio de un silencio solemne como el caso requería. Se dieron algunos ansiosos chupetones, y uno de los zagalones con inclinaciones más señaladas a la retórica dejó al cabo escapar esta declaración inesperada:

      —Me paece a mí, me paece a mí que si el tiempo no tuerce el hocico, en cosa de ocho días levantarán los trigos un par de palmos más... Es un decir, mayormente.

      El auditorio guardó silencio, dando tiempo para que estas notables palabras penetrasen lenta y profundamente en su espíritu. El tío Leandro las rebatió al fin severamente.

      —Cuando se habla una cosa, Celipe, es porque se sabe. ¿Sabes tú, por un si acaso, que han de levantar los trigos dos palmos?

      —Es un decir, tío Leandro.

      —Bien, pero ¿se sabe o no se sabe?

      Nadie chistó. La lógica inflexible del tío Leandro pesaba como una losa sobre todos los cerebros, particularmente sobre el del zagalón que tanto se había aventurado en su discurso. Pero haciendo al cabo terribles esfuerzos para levantar el enorme peso que le agobiaba, logró al fin proferir, dando a su fisonomía una impresión de increíble astucia:

      —Me paece a mí, tío Leandro... Yo he visto...

      —Tú no has visto na—replicó el viejo pastor con un gesto de supremo desdén.

      Nuevo y profundo silencio. Aquel osado Ícaro que había querido elevarse con alas de cera, vino al suelo para no levantarse ya. La sabiduría del tío Leandro cayó sobre él y le dejó sepultado por siempre. La paz y el silencio debidos a los que han desaparecido le acompañaron piadosamente. Se dieron algunos chupetones funerarios para honrar su memoria.

      Mas he aquí que al pastor de las vacas se le ocurre resucitarlo de entre los muertos.

      —Tío Leandro, yo no diré mayormente dos palmos... pero que han de crecer ¡eh! ¡eh...! que han de crecer ¡eh! ¡eh!

      Y se puso a reír bárbaramente, abriendo una boca de oreja a oreja sin que nadie le secundase.

      El tío Leandro dio un profundo y amenazador chupetón al cigarro, y se disponía a disparar una de sus granadas formidables para reducir al silencio a aquel zángano, cuando no muy lejos de allí sonaron dos tiros.

      —¿Cómo?—exclamó Reynoso levantando súbito la cabeza—. ¿Un cazador furtivo?

      —¡Quiá!—replicó un zagal—. Es la señorita Clara. Bien tempranito pasó por aquí con los perros.

      El rostro del amo se serenó, dilatándose con una sonrisa de complacencia.

      —¡Qué chica! ¡Qué chica!

      Todos los rostros se volvieron hacia el sitio en que habían sonado los disparos, expresando cordial alegría.

      —¿Y para cuándo es la boda, mi amo?—se atrevió a preguntar uno.

      —Allá para octubre—respondió amablemente el caballero.

      El tío Leandro extendió la mano solemnemente y habló de esta manera:

      —Que Dios, nuestro Señor, esparza a puñados la felicidad sobre esa buena señorita. La hemos visto nacer, la hemos visto crecer y volverse más hermosa que una azucena. Más de uno y más de dos entre nosotros la han llevado en los brazos. No levantaba una vara del suelo y ya le gustaba montar a caballo como ahora. Una tarde la bestia se le espantó y se metió ala adentro por una charca. La madre (que en gloria esté) gritaba. Sólo yo, que estaba cerca, la oí; me planto en dos saltos a la orilla, me echo al agua, y cuando ya andaba cerca de llegarme al cuello, pude alcanzar el caballo y sujetarlo. Salimos chorreando y la niña me abrazó y me besó. Podéis creerme—añadió volviéndose a sus compañeros—, más estimé yo aquel beso que si me hubieran puesto una onza de oro en la palma de la mano.

      —¡Está visto, hombre!—¡Pues bueno fuera!—¡Ni que decir tiene!

      Así aplauden todos las nobles palabras del viejo pastor.

      —Lo único que siento—prosiguió éste—es que nuestro amo se nos vaya de esta finca donde tanto dinero tiene enterrado cuando se concluya el palacio que está fabricando, según creo, allá en el camino de la Fuente Castellana de Madrid.

      —Me paece a mí, tío Leandro—dijo el imprudente Felipe—, que nuestro amo no se va de buena gana, porque aquí bien se regala... Pero como la señora es tan amiga del lujo...

      —¿Qué dices?—exclamó Reynoso levantando vivamente la cabeza y encarándose con el zagalón.

      Este se puso pálido y balbució miserablemente:

      —Es lo que tengo oído por ahí...

      —¿A quién se lo has oído?—preguntó el caballero afectando calma, pero con el rostro contraído.

      —¡Calla, zángano, calla! ¡Si eres más cerrado que un cerrojo! ¿No te da vergüenza, grandísimo zote?

      Todos le recriminan duramente. Reynoso un poco dulcificado le dijo:

      —Ni a ti ni a nadie puedo consentir que pronuncie una palabra que redunde en desprestigio de la señora. Hasta ahora no ha hecho más que vivir con arreglo a su clase; pero aunque gastase todo el lujo que puede ostentarse en Madrid, todo sería poco para lo que ella merece... Entiéndelo tú y los que te lo hayan dicho.

      —¡Bien puede usted perdonarlo, mi amo—manifestó el tío Leandro—, porque este mozo no es más que una caballería salvo el alma que es de Dios y no de él...! Es que cavilo que si tarda un cuarto de hora más en nacer, nace ya con la albarda puesta... En fin, señor, que es una grandísima bestia... No hay más que verlo.

      Como nadie, ni el mismo interesado, tuvieron por conveniente oponer el menor reparo a los extremos de este sensato discurso, todo él quedó aprobado por unanimidad. Nuestro caballero se serenó por completo. Despidiose afectuosamente y caminó de nuevo la vuelta de su casa sin volver la cabeza atrás. Si la hubiese vuelto habría visto con cuánta solicitud los pastores seguían inculcando en el ánimo de su compañero Felipe la idea enteramente panteística de su identidad esencial con la familia de los équidos.

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