Tristán o el pesimismo. Armando Palacio Valdes
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En Guatemala un hermano de su padre beneficiaba algunas fincas, dedicándose principalmente al cultivo del café. Allá se fue Germán cuando no contaba aún diez y ocho años. ¡Cuántas horas transcurridas en la soledad y en el silencio! Nadie con quien hablar y reír a la edad precisamente en que más lo exige el hombre si Dios le ha dotado de un temperamento abierto y sociable. Su tío era de carácter adusto y los trabajadores tan rudos que no era posible conversar con ellos de nada placentero. La vida se deslizaba igual, monótona, soñolienta. Pero al fin se acostumbró a ella. El campo, donde permanecía casi todo el día, vigorizó su cuerpo y comunicó a su espíritu un equilibrio que le preservó para siempre del tedio. Al principio no disponía de más instrumento musical que un violín, y con él se entretenía por las noches; mas andando el tiempo logró traer hasta aquel desierto un piano, y fue feliz. Horas dulces, horas dichosas aquellas en que, después de una jornada laboriosa, regresaba a su casa y se ponía delante del piano para interpretar una sonata de Beethoven o un concierto de Chopin.
Su tío regresó a España poco después, retirándose de los negocios y dejándole en arriendo dos fincas. La suerte favoreció al joven Reynoso. Las cosechas de café, que últimamente habían sido bien limitadas, principiaron a ser abundantes, copiosísimas. En pocos años Germán logró hacerse dueño de las dos fincas comprándoselas a su tío; tomó en arrendamiento otra magnífica y al cabo se hizo también dueño de ella. Viajó por la América del Sur y por los Estados Unidos. A los treinta y cinco años Germán era un hombre rico, mucho más rico de lo que se le suponía en Escorial, aunque se le suponía bastante.
En el transcurso de este tiempo su padrastro había muerto: el niño que el matrimonio había tenido y que Germán conocía, también: sólo vivía una niña, nacida después que él se marchara a América. La finca del Sotillo estaba hipotecada y corría riesgo de pasar a manos de acreedores. Germán envió bastante dinero para rescatarla y mantuvo a su madre y a su hermana con holgura. Cuando, atendiendo a las reiteradas súplicas de aquélla, pensaba en realizar su hacienda, recibió la triste noticia de su fallecimiento. Inmediatamente se puso en camino para España, a fin de encargarse de aquella hermanita de trece años que quedaba abandonada.
Al llegar la sacó de casa de unos parientes donde provisionalmente se albergaba y la trajo de nuevo al Sotillo, tomó un aya francesa para ella, tomó criados, compró coche y caballos, hizo algunos reparos en la casa y la montó con boato. No pasaba, sin embargo, mucho tiempo en Escorial. Tan pronto hacía una excursión a París, tan pronto a Londres, tan pronto a Berlín y Roma; todas rápidas, porque no quería dejar a su hermanita sola mucho tiempo. En los días que pasaba en el Sotillo solía subir alguna que otra tarde al Escorial y allí conoció a Elena.
Elena era huérfana de un farmacéutico. Su madre, que sabía de farmacopea casi tanto como él, regentó la botica algún tiempo después de viuda con anuencia del vecindario. Pero vino una denuncia del subdelegado; se vio obligada a traer un regente con título; y como el producto de la botica no era bastante para pagar este sueldo y mantenerse, la enajenó al fin a uno de sus cuñados que tenía un hijo en Madrid estudiando la carrera de farmacia. Con el dinero que le dieron puso una tiendecilla heterogénea, bisutería, mercería, cacharrería, debajo de los arcos. Las ganancias fueron muy exiguas. Elena y su madre vivían bien estrechamente a la llegada de Reynoso al Escorial.
Cuando aquél entró por casualidad un día en la tienda fue reconocido por doña Dámasa. Se habían conocido de niños. Saludáronse afectuosamente, y el indiano comenzó a tutear a la madre y por de contado a la hija, que contaba entonces diez y siete años. Siempre que subía al Escorial daba su vueltecita por la tienda de doña Dámasa y allí se estaba charlando un rato. Estas visitas, al principio raras, se fueron haciendo más frecuentes y prolongadas. La hermosura espléndida de Elena comenzó a impresionarle. Y a medida que le impresionaba le hacía más tímido. Cuando la niña estaba sola en la tienda mostrábase embarazado, silencioso. Y, sin embargo, era evidente que buscaba las ocasiones en que estuviese sola. A ninguna mujer se le hubiera escapado esta táctica, pero mucho menos a Elena que era traviesa y picaresca y se gozaba en verle apurado. La timidez de un hombre tan maduro halagó mucho su vanidad y la riqueza que se le suponía también. Principió a coquetear con él de lo lindo. Pero cuanto más segura y aun atrevida se mostraba ella, más tímido aparecía él. Esta timidez y el sufrimiento que le acarreaba llegaron a tal punto que le retuvieron de subir al pueblo y visitarla. Sus visitas comenzaron a ser más raras y cuando las hacía se ingeniaba para quitarles el objetivo que tenían. O pasaba al Escorial para un negocio en el Ayuntamiento, o venía acompañando a un amigo para enseñarle el Monasterio, o había subido para buscar un operario... Estos pretextos, aunque bien sabía que eran falsos, irritaban, sin embargo, a Elena y la iban interesando en la aventura. Había juzgado al principio que era cosa de pocos días que aquel hombre se le declarase, y cuanto más tiempo transcurría más lejos veía esta declaración. Por otra parte, sus conocidos la embromaban y ya se hablaba en el pueblo no poco de aquellas supuestas relaciones amorosas.
La noticia de que Reynoso se iba otra vez a América cayó como una bomba en la pequeña tienda de doña Dámasa. El mismo la comunicó con afectada indiferencia; tenía muchos negocios pendientes; necesitaba liquidar; no sabía el tiempo que permanecería por allá. Elena recibió la nueva sin pestañear, pero el corazón le dio un vuelco. No sabía si amaba a Reynoso aunque estaba segura de que pensaba en él todo el día. Aquel golpe le reveló su amor. Sí, sí, estaba enamorada de él, no porque fuese rico como se decía en el pueblo, sino por su figura arrogante, por su caballerosidad, por su bondad, por su esplendidez, por todo, por todo, hasta por aquellas hebras de plata que asomaban en sus cabellos y en su bigote.
Después que él partió estuvo algunos días enferma y aunque mucho trabajó sobre sí misma para vencer la tristeza, no pudo conseguir que dejase de ser observada y comentada. Pero transcurrieron los meses y se fue olvidando su abortada aventura. Ella misma vivía ya tranquila sin pensar más en el indiano cuando una tarde le entregó el cartero una carta de Guatemala. Era de Reynoso; se informaba de su salud, de la de su madre y amigos de la casa, le hablaba en tono jocoso de su viaje, de su vida en aquellas soledades; por último, antes de despedirse le decía que había llegado a sus oídos por medio de un paisano recién desembarcado que se casaba. Le daba la enhorabuena y lo mismo a su mamá y le deseaba toda suerte de felicidades.
Elena tuvo una inspiración. Tomó la pluma para contestarle; adoptó el mismo tono amical y jocoso; le dio cuenta de su vida y de las noticias más culminantes en el pueblo. Pero al concluir estampó con increíble audacia las siguientes palabras: «En cuanto a la noticia de mi boda es absolutamente falsa. Yo no me caso ni me casaré jamás con nadie si no es con usted.»
La contestación a esta carta fue un cablegrama que decía: «Salgo en el primer correo. Prepara todo para nuestro matrimonio.»
He aquí cómo aquella linda y picaresca niña logró, invirtiendo los papeles, alcanzar la meta de sus afanes. Con el amor vino la opulencia que no suele ser su compañera. Los recién casados se instalaron en el Sotillo. Elena y Clara, que ya eran amigas, lo fueron en seguida muchísimo más y aunque la una tenía catorce años y la otra diez y ocho se trataron como si no mediase tal diferencia, a lo cual ayudó la disparidad de sus caracteres; la una era más niña, la otra más mujer de lo que reclamaban sus respectivas edades.
Los dioses no se fatigaron en cuatro años de verter sobre aquella casa toda suerte de mercedes. Sólo se reservaron una. El matrimonio no tuvo hijos. Elena se mostraba por esta privación inquieta y dolorida algunas veces; otras lo echaba a broma y abrazaba y besaba con entusiasmo una perrita que su marido le había regalado, diciendo que aquella era