Tristán o el pesimismo. Armando Palacio Valdes

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Tristán o el pesimismo - Armando Palacio  Valdes

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visita a su víctima y le mandó proveer de agua y alimento. Luego subió lentamente la gran escalinata de mármol y se introdujo en el hotel. Pasó a las habitaciones de su esposa que se hallaban en el piso principal.

      —¿Quién es la que está durmiendo todavía? ¿Quién es...? ¿quién?

      —¡Nadie... nadie... nadie!—respondió una voz femenina de timbre claro y armonioso.

      —¿No es Elena?

      —¡No, no es Elena!

      Y al mismo tiempo hizo irrupción en el gabinete una hermosa joven y le echó los brazos al cuello.

      Era la esposa del propietario, rubia, con ojos negros; poseía un cutis nacarado. Su talle esbelto lo ocultaba un espléndido salto de cama.

      —¿Para qué necesito yo salir al campo de madrugada, si el campo viene a mi cuarto...? Hueles a mejorana... hueles a romero... hueles a malva rosa—decía colgada a su cuello como una niña mimosa.

      Era una niña por la frescura de su rostro y por la viveza de sus movimientos, aunque ya tenía cumplidos veintidós años.

      —Te equivocas; hoy no puedo oler más que a tomillo—respondió Reynoso sacando el puñado que traía en el bolsillo.

      —¡Milagro sería!—exclamó la joven soltando a reír y apoderándose de aquella yerba y restregando con ella la cara de su marido—. ¿Para qué has atravesado la mar? ¿Para qué has estado tantos años trabajando y metiendo en la hucha dinero? Hubieras sido tan feliz aquí comiendo ensaladas de pimientos, corriendo tras las ovejitas, plantando árboles... y metiendo puñados de tomillo en los bolsillos.

      —¡Bien puedes decirlo!—repuso Reynoso con franca sonrisa—. El cielo me destinaba para pobre. No me agradan los alimentos de los ricos, no me agradan los colchones de pluma, no me agradan los muebles suntuosos. Una camita blanca sin cortinas, unas sillas de rejilla, una mesa de pino, y leche y judías a pasto... ¡he aquí mi felicidad!

      —Pero entonces, gran perverso—replicó la joven esposa con voz de mimo y atusándole el bigote con la punta de los dedos—, no podrías regalar a tu Elena un aderezo tan hermoso como le has regalado el día de su santo, no podrías llevarla en coche, no podrías vestirla con trajes elegantes, no podrías traerle pastelitos de casa de Lhardy, ni bombones de la Mahonesa.

      —Ni sobreasada de Mallorca.

      —¡Oh, Dios mío, cómo me gusta a mí la sobreasada...! Hoy mismo la como, aunque me haga daño... Tú te tienes la culpa por haberla mentado... ¡Y por fin, y por fin! ¿quién le hubiera dado a Elena un hotelito en la Castellana, con un budoir tan lindo que no hay otro en todo Madrid, con su serre, con su cuarto de baño...? Mira, vamos a hablar un poco de la casa de Madrid. Voy a desayunarme aquí mismo.

      Puso el dedo en el timbre, acudió un criado y no tardaron en servirle café con leche y picatostes en un primoroso juego de plata. Se sentó delante de una mesilla volante mientras su marido se dejó caer en un diván de raso azul bordado en blanco.

      Y hablaron largamente de la casa de Madrid aún no terminada. Reynoso daba pormenores del decorado, consultaba el asunto del mobiliario. Su mujer le pedía una cosa, y después otra y después otra para su saloncito, para su cuarto de baño mientras engullía lindamente.

      —¡Elena, Elena! Que no vas a tener apetito a la hora de almorzar.

      —Ya verás que sí. Déjame ser feliz.

      —¿Eres feliz de verdad?

      —Muchísimo... No puedo serlo más.—Y al decir esto extendió la mano a su esposo que la besó repetidas veces.

      —¿Y tú lo eres también?—dijo levantándose de la silla y viniendo a sentarse a su lado.

      —¿Yo?—exclamó Reynoso pasándole el brazo por detrás de la cintura—. ¡Yo estoy gozando de un cielo anticipado! Dios no tiene ya nada que darme cuando me muera.

      —Pues yo te digo... te digo... que eres un grandísimo embustero (y le tiraba de las guías del bigote, que era al parecer su ocupación más apremiante). Porque me han dicho... me han dicho... que no te vas de buena gana a vivir a Madrid.

      —Pues te han engañado.

      —¿No serás tú el que me engañas...? Mira, Germán, voy a pedirte un favor y es que me hables con toda franqueza. Sé que por condescendencia, por lo bueno que eres y por lo mucho que me quieres, serías capaz de fingir que vas contento a Madrid aunque te disguste. Me parece gran locura ese disimulo. Ya sabes que me hallo bien, que soy feliz en todas partes estando a tu lado, y que si me agrada ir a Madrid, he vivido hasta ahora bien contenta en el Sotillo. En realidad, más que por mí voy a Madrid por proporcionarte a ti una sociedad más escogida. Yo estoy acostumbrada a la vida de pueblo... ¡como que no he salido de él...! Pero tú, aunque goces en el campo, has viajado mucho y no puedes menos de sentir el aburrimiento de esta soledad... Háblame, pues, francamente. ¿Vas con gusto a Madrid? Pues Elena va con gusto a Madrid. ¿Prefieres quedarte en el Sotillo? Pues Elena se queda tan ricamente en el Sotillo.

      Reynoso la miró prolongadamente con ojos escrutadores.

      —Está bien, hija mía; ya que quieres a todo trance que te hable con franqueza, y ya que veo que no tienes ese empeño en vivir en Madrid que yo imaginaba, te lo confesaré... No dejo el Sotillo con placer. Aquí he nacido y me he criado y aquí y en todas partes donde he vivido la soledad ha sido mi fiel compañera. Aunque tengo un carácter sociable, según dicen, la Providencia ha querido tenerme alejado de los hombres acaso porque no sea capaz de hacerles mucho bien... ¿Pero quién habla de soledad estando cerca de ti, Elena mía? ¿Qué sociedad en este mundo podrá proporcionarme goce alguno no estando tú presente? ¿Y si tú estás presente qué falta me hacen los demás? Ninguna conversación vale lo que tu silencio, ninguna música lo que tu voz, ningún rumor más suave ni más grato que el de tus menudos pies sobre la alfombra, ningún espectáculo más delicioso que el de tu cabellera rubia cuando la dejas caer sobre la espalda... ¡No busco, no quiero, no necesito más en este mundo!

      Y al pronunciar estas palabras la estrechaba contra su pecho.

      Estaba en verdad bien enamorado aquel caballero. ¡Feliz el hombre que, como él, no ha tenido más amor que el de su esposa!

      Don Germán Reynoso era hijo de un agente de Bolsa. Cuando sólo contaba seis o siete años, su padre, por virtud de algunas operaciones desgraciadas, quedó arruinado. El matrimonio se vio necesitado a abandonar la casa lujosa de Madrid y a refugiarse en el Sotillo, finca que pertenecía a la esposa por herencia de sus padres. Donde antes solían pasar solamente algunos días de primavera, en uno de los cuales había nacido Germán, tuvieron que residir forzosamente todo el año. Con los escasos productos de ella, pues no era entonces lo que ahora es, y con un cortísimo caudal que habían salvado, vivió aquel matrimonio algunos años en la soledad bastante más feliz que lo había sido entre los negocios y los esplendores de la corte. Germán seguía sus cursos del bachillerato en el colegio del Monasterio; su padre le destinaba a los negocios, pero el chico no mostraba afición a la carrera de comercio: todo su amor y entusiasmo era por la música. Con las nociones que había adquirido en Escorial tocaba ya medianamente el piano. Tantas disposiciones mostraba, tanto le instaron los amigos y su misma esposa, que tenía sobrados motivos para odiar los negocios, que al fin consintió el viejo Reynoso en enviar a su hijo a Madrid para estudiar en el Conservatorio. Residía en casa de unos amigos y venía al Sotillo los sábados

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