Monja y casada, vírgen y mártir. Vicente Riva Palacio

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Monja y casada, vírgen y mártir - Vicente Riva Palacio

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ceremonia la puerta y entró en la habitacion.

      El hombre del farol y sus compañeros se ocupaban afanosamente en poner un altar en el fondo de una gran sala.

      El altar se levantaba como por encanto: sotabanco y gradas estaban ya en su lugar, y cubiertos con un riquísimo brocado. La imágen de Santa Teresa ocupaba el centro de la grada alta, y candeleros y blandones, y ramilletes de plata y oro, cubrian las demás.

      —De prisa camina la obra, señor Justo.

      —Sí señor Bachiller—contestó el que habia traido el farol, y que era un hombre como de sesenta años, pero robusto y fuerte.—Hace mas de cuarenta y cinco años que soy sacristan, y no será la práctica la que me falte, ya verá su merced.

      —Antes de amanecer estará ya aquí su Ilustrísima el Señor Arzobispo, y es necesario que no falte nada.

      El sacristan sin contestar, siguió trabajando; y el Bachiller se arrebujó en el sitial que estaba destinado para el Arzobispo, y se puso á meditar.

      Habia trascurrido así como media hora, cuando la puerta se abrió repentinamente, y un nuevo personaje se presentó en el salon.

      El recien venido era un hombre en la fuerza de la edad viril; su rostro enjuto tenia las señales de una vejez próxima, apresurada no por el vicio, sino por el estudio y la vigilia; un bigote negro y con las puntas levantadas, y una piocha larga y en figura de una coma, daban á su rostro un aire resuelto.

      Vestia una ropilla negra de terciopelo con gregüescos y calzas del mismo color, un sombrero negro al estilo de Felipe II, y ferreruelo tambien negro, completaban su equipo, sin que le faltara una larga espada de ancha taza, y una daga de gancho, pendientes de un talabarte negro ceñido con una brillante hebilla de oro.

      El Bachiller se levantó precipitadamente y se dirijió á su encuentro.

      El recien venido sacudió su sombrero y su ferreruelo, empapados con la lluvia de la noche.

      —Dios os guarde—dijo.

      —Señor Oidor, contestó el Bachiller, supongo que no habrán hecho esperar á su señoría, porque yo advertí......

      —No, señor Bachiller; la pobre beata velaba, como buena cristiana. ¿Y qué tal se adelanta? dijo el Oidor dirijiéndose al altar, y haciendo al llegar una pequeña genuflexion.

      —Admirablemente: creo que dentro de una hora, todo estará dispuesto.

      —Muy bien; el golpe está perfectamente combinado, y D. Alonso de Rivera tendrá que mesarse mañana las barbas. ¿Nádie ha observado nada?

      —No señor.

      El Oidor sacó de la abertura del pecho de su ropilla un enorme reloj de plata que traia pendiente del cuello por una gruesa cadena de oro.

      —Es la una—dijo—me voy: y embozándose en su ferreruelo se dirijió á la puerta sin despedirse de nadie, pero haciendo con los ojos una ligera seña al Bachiller.

      Tomó este su sombrero, y como haciendo cumplidos, acompañó al Oidor y salieron ambos al patio, cuidando de cerrar la puerta.

      Ni el sacristan ni sus acompañantes pusieron atencion en lo que pasaba, y continuaron componiendo su altar.

       Donde se ve quién era el Bachiller, y lo que pasó con el Oidor.

       Índice

      —PARDIEZ, señor Bachiller—dijo el Oidor cuando estuvieron en el patio,—que me habeis hecho venir con una noche, que mas está para dormir que para andarse en aventuras; ¿tanto urge lo que me teneis que decir?

      —A no ser la urgencia tanta, cuidárame muy bien de haber molestado á vuestra señoría; pero á tanto llega la precision, que si una hora más tarda su señoría, hubiera corrido riesgo de llegar tarde.

      —Me alarmais, en verdad.

      —Creo que no hay gran peligro, sino el de no complacer á la dama de vuestro pensamiento.

      —¿Qué hay, pues?

      —Que en esta noche, y como á bocas de las oraciones, recibí una esquela de mi señora Doña Beatriz, que es fuerza lea vuestra señoría.

      —Dádmela.

      —Aquí está—dijo el Bachiller, entregando al Oidor un billete pequeño, y cuidadosamente doblado y perfumado.

      —Por el aroma le conociera, aunque no viese las letras—dijo el Oidor besándole:—¿pero á donde podré imponerme?

      —En el cuarto de la beata que tiene luz, y que está abierto cerca del zaguan.

      Los dos se dirigieron á la puerta de la calle.

      Al ruido de sus pasos, de una pequeña puerta salió la beata con su candil en la mano.

      —Tendreis á bien, le dijo el Oidor, prestarme vuestro candil y permitirme que pase yo solo un momento á vuestro cuarto á leer una carta.

      —Con mucho gusto—contestó la beata, entregándole el candil.

      La beata y el Bachiller quedaron á la puerta, y el Oidor entró al cuarto.

      Encima de una mesa, que tenia por todo adorno un Cristo y una calavera, colocó el Oidor el candil y se quitó el sombrero respetuosamente.

      Desdobló la carta y leyó.

      «Al Bachiller D. Martin de Villavicencio y Salazar.»

      «Avisad á Quesada que es indispensable que me vea esta madrugada á las dos. Dios os guarde.—Beatriz.»

      El Oidor besó la esquela, la dobló cuidadosamente, y metiéndola en la bolsa de sus gregüescos, tomó el candil y el sombrero y salió.

      La beata recibió el candil y se dirigió á abrir.

      —Mil gracias,—dijo el Oidor saliendo seguido del Bachiller.

      —A Dios sean dadas—contestó la beata cerrando.

      —¿Qué me dice su señoría?

      —Nada, sino que es preciso que me vaya yo sin perder tiempo á ver á Beatriz.

      —¿Quiere su señoría que le acompañe?

      El Oidor se volvió como diciendo: ¿de qué podrá servirme éste?—El Bachiller lo comprendió.

      —Mire su señoría—dijo—aunque parezco gente de iglesia, y por tal me ha conocido siempre, no lo soy, que aunque Bachiller no tengo mas órdenes que la de prima tonsura, que casi, casi solo el barbero nos la confiere y no imprime carácter; conozco el manejo de las armas como un soldado, y puede vuestra señoría ocuparme sin el menor escrúpulo, que no será

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