Monja y casada, vírgen y mártir. Vicente Riva Palacio

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Monja y casada, vírgen y mártir - Vicente Riva Palacio

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veo llevar arma de ninguna especie.

      —Descuide su señoría, que no me faltará, sobre todo, si como supongo vamos á la casa de mi señora Doña Beatriz en la calle de la Celada.

      —Así es en efecto.

      —Pues iremos, porque yo hasta las cuatro no tengo que venir para acompañar al señor Arzobispo.

      —Pues andando, que el tiempo avanza.

      Quesada y Martin comenzaron á caminar lo mas aprisa que les permitia la oscuridad de la noche, y el pésimo estado de las calles, llenas de lodo, de charcos de agua, y de cerros que se formaban en las esquinas con la basura que arrojaban allí los vecinos de las casas cercanas.

      Así llegaron hasta las tiendas que habia, en donde despues se levantó el Parian, y que ocupaban una parte de la Plaza Mayor.

      —Me permite su señoría un momento,—dijo Martin.

      El Oidor se detuvo, y Martin se dirigió á una de las tiendas y llamó fuertemente.

      —¿Quién va?—dijo desde adentro un hombre.

      —Yo—contestó Martin—abre Zambo.

      —¿Quién es yo?

      —Yo, Garatuza, ábreme pronto.

      A pocos momentos se abrió la puerta.

      —Enciende luz—dijo Martin.

      Se oyó el choque de un eslabon contra la piedra, se vieron las chispas blancas del pedernal, y luego la roja lumbre de la yesca, y luego la azulada luz de una pajuela de azufre, y por último, el claro resplandor de una bujía de cera.

      Un Zambo, cabezon y feo como un condenado, la tenia en la mano.

      —¿Hay una espada?—preguntó Martin.

      —Aquí están tres, las demas salieron porque andan de aventura los muchachos.

      —Dame una pronto.

      El Zambo dió á Martin una espada y una daga pendientes de un talabarte de cuero colorado muy viejo, con hebilla de fierro.

      Martin se ciñó el talabarte, y volvió al lado del Oidor.

      —Estoy á las órdenes de su señoría,—le dijo con una sonrisa maliciosa, y entre abriendo su balandran para mostrar sus armas.

      Pero la noche era oscura, y el Oidor no pudo ver ni la sonrisa ni las armas, y preguntó:

      —¿Ya armado?

      —Ya.

      —Por mi fé, señor Bachiller, que voy descubriendo en vos una alhaja; vámonos.

      —Su señoría me favorece demasiado,—contestó hipócritamente Martin—no soy mas que un hombre precavido.

      Habia cesado la lluvia, el negro toldo de nubes que cubria el cielo comenzaba como á despedazarse, y en medio de su oscuro fondo empezaba á adivinarse la luna anunciada por líneas luminosas é irregulares en la pesada masa que flotaba en el aire.

      La calle de la Celada es la que ahora se llama de Zuleta, y debió el nombre de Celada á un ardid de guerra que, durante el sitio de México por Hernan Cortés, hizo caer prisioneros en manos de los vasallos de Guatimotzin, á seis españoles en esa misma calle, que era un ancho canal en los dias de la conquista.

      El Oidor y Martin tenian para llegar á la calle de la Celada, que atravesar la acequia que pasaba por frente á las casas del Ayuntamiento, y corria por las calles que ahora se llaman del Coliseo, hasta la gran acequia que circundaba la ciudad.

      Por la márgen derecha de la acequia siguieron hasta llegar á un puente que existia en la calle del Espíritu Santo, y allí franquearon el obstáculo.

      La noche iba aclarando, y los dos hombres, aunque con precaucion, caminaban de prisa y sin hablarse.

      Habia en la calle de la Celada una grande y magnífica habitacion, que indicaba la opulencia y el poder de sus dueños, y hácia aquella casa se dirigió sin vacilar el Oidor seguido de Martin.

      Cruzó sin pararse frente á la entrada principal, y continuó alejándose de ella hasta detenerse en una puertecilla que en un elevado muro habia, y que á juzgar por lo que alcanzaba á verse desde la calle y desde las azoteas vecinas, correspondia á un jardin ó á un corralon.

      Quesada arañó literalmente aquella puerta dos veces; en el interior se oyó tambien como si alguien arañase, y Quesada dió entonces un golpecito.

      La puerta se abrió como por encanto, sin hacer ruido ninguno.

      —¿Me esperáis aquí, ó preferís entrar?—preguntó el Oidor á Martin.

      —En todo caso—contestó el Bachiller—prefiero estar afuera, porque si su señoría tardase podria yo irme á ver al señor Arzobispo.

      —Bien, no tardaré.

      La puerta volvio á cerrarse y Martin quedó solo en la calle apoyado en el dintel.

      Un negro muy alto y muy fornido habia abierto al Oidor, y le guiaba en el interior de la casa; pero el Oidor parecia no necesitar aquel guía, segun la tranquilidad con que caminaba.

      Atravesaron un gran patio desierto, subieron una pequeña y angosta escalera, al fin de la cual habia un estrecho corredor.

      El negro iba descalzo y el Oidor procurando ahogar el eco de sus pisadas, andando sobre la punta de los piés.

      Pasaron algunas habitaciones desiertas tambien, y el negro llamó á una puerta entornada.

      —Adentro—dijo una voz tan dulce, como el gemido de una brisa.

      El negro empujó suavemente la puerta, se hizo á un lado dejando pasar respetuosamente al Oidor, y volvió á cerrar, quedando por fuera como de centinela.

      —Loado sea Dios—esclamó al ver á Quesada una dama que leía un libro, sentada en un sitial cerca de una mesa.

      —Doña Beatriz—esclamó Quesada, arrojándose á los piés de la dama, antes que ésta hubiera tenido lugar de levantarse.

      . . . . . . . .

      Martin permaneció cerca de un cuarto de hora sin moverse: estaba como confundido en el hueco de la puerta, y en la sombra del muro.

      Enfrente habia una casa baja con ventanas irregularmente colocadas.

      Martin creyó oir ruido dentro de aquella casa; y en efecto á poco se abrió la puerta, y tres hombres embozados hasta los ojos salieron de allí acompañados hasta la salida por una vieja que llevaba una vela, y por tres ó cuatro muchachas que se despedian de ellos, con una ternura demasiado espresiva.

      La luz que se desprendia de la puerta iluminó á Martin, y la vieja le alcanzó á ver.

      —¡Un

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