Monja y casada, vírgen y mártir. Vicente Riva Palacio

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Monja y casada, vírgen y mártir - Vicente Riva Palacio

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ha ganado á mi hermano el pleito, gracias á los papeles que yo os entregué, y que vos le llevásteis, todavía costará muy grande trabajo conquistar la posesion de las casas. Vos, D. Fernando, aun no conoceis bien el carácter de mi hermano D. Alonso; preferiria los perjuicios de un pleito que durara diez años, á entregar contra su voluntad esas casas.

      —Doña Beatriz, os he jurado que hoy al romper el dia se dirá la primera misa allí, y ahora os invito á que vayais á oirla......

      —¿Será posible?

      —Ya lo vereis: vuestra conciencia quedará tranquila, y yo feliz por haberos servido.

      —Iré á la misa.

      —¿Os espero?

      —Esperadme, ¿á qué hora?

      —A las cinco.

      —Iré: ahora retiraos, D. Fernando, que es tarde, y fiad en mí; os amo, y antes tomaré el velo que ser de otro hombre, os lo juro, como juré á mi tio por Dios, por los Santos, y por la memoria de mi madre, y ya sabeis como cumplo yo mis juramentos.

      —¡Oh, sí, Doña Beatriz!

      —Oídme, que esto es ante todo para lo que os he mandado llamar: va á desatarse contra nosotros, y sobre todo, contra vos, una persecucion horrible. Mejía es poderoso y mi hermano D. Alonso tambien: nada omitirán para quitaros del medio: calumnias, acusaciones ante el rey, tentativas de asesinato, todo, todo lo pondrán en juego: velad, D. Fernando, velad porque os llevais vuestra alma y la mia; mi vida y vuestra vida. Adios.

      —Adios, adios señora.

      Don Fernando besó la mano de Beatriz y se retiraba; pero la jóven lo atrajo suavemente y clavó sus frescos labios en la boca de aquel hombre que se sintió desfallecido de placer.

      Era el primer beso de amor, de aquellos dos séres que entraban en la senda de la desgracia.

      Don Fernando salió, el esclavo mudo é inmóbil esperaba, y sin preguntar nada, sin recibir órden ninguna, encaminó al Oidor hasta la puerta escusada de la casa.

      Doña Beatriz miró á D. Fernando hasta que volvió á cerrar la puerta de la estancia, entonces cayó de rodillas esclamando:

      —Dios mio, Dios mio, protejedle.

      Don Fernando salió á la calle en el momento en que Martin salvaba su vida reconocido por los truanes, gracias al grito de contraseña que ellos tenian entre sí, y que habia lanzado por casualidad.

      Los cuatro formaban un grupo en medio de la calle, y como habia despejado algo el cielo, débiles los rayos de la luna permitian mirar aquel grupo de hombres, que tenian aún los estoques en la mano.

      La puerta no hacia ruido y el Oidor salió sin ser notado, y se recató para observar. Los hombres hablaban bajo, pero sin embargo él percibia la conversacion.

      —Quédome—decia Martin—porque guardo aquí la espalda á persona de tal calidad, y tales dotes, que servirla es honor que, sin buscar la recompensa, por sí solo basta á dejar satisfecho á un hombre como yo.

      —Por mis barbas—contestaba uno de los truanes—que debe ser el mismo Arzobispo en persona.

      —Quién sea, ni yo os lo diré, ni vosotros debeis preguntármelo, que regla nuestra es no meternos en los negocios de los demás, sino para ayudarles.

      —Tiene razon el señor Bachiller, vámonos—dijo irónicamente otro—vámonos—y á curarse los que han salido mal en este encuentro, que por obra de Dios no tuvo mayores resultados; adios, adios,—se dijeron todos, y los hombres se dirigieron calle abajo y se oyó el cerrarse de una ventana de la casa de las damas de alegre vida, que habian estado pendientes del fin de la querella.

      Martin se volvia á su puesto cuando se encontró con Don Fernando, que lo esperaba inmóbil como una estátua.

      —Veo—le dijo á Martin,—qué hombre sois para cumplir con vuestras promesas, y que se os puede fiar el sermon.

      —¡Qué quiere su señoría! Son lances que nadie alcanza á evitar.

      —Vamos.

      —¿Hácia á dónde ordena su señoría?

      —A la capilla que se dispone para la misa de hoy.

      —Entonces, con el permiso de usía me quedo en el Arzobispado.

      Volvieron á tomar el mismo camino que habian traido: al pasar por las tiendas de la plaza Martin dejó la espada y llegaron hasta la puerta del palacio del Arzobispo.

      —Me quedo, si usía me lo permite—dijo Martin.

      —Contad conmigo—contestó el Oidor, estrechándole la mano,—como siempre.

      El Oidor siguió, y Martin llamó á la puerta del palacio.

      Le abrieron, tomó el aire manso y contrito de un San Luis Gonzaga, y se dirigió á la estancia del Arzobispo.

      El prelado estaba ya en pié, completamente vestido, y se paseaba impaciente.

      —¿Ya es hora?—preguntó al ver á Martin.

      —Si señor Ilustrísimo.

      Tomó el Arzobispo su sombrero y se dirigió para la calle.

       De cómo ganaba sus pleitos el Ilustrísimo Sr. D. Juan Perez de la Cerna.

       Índice

      COMENZABA á amanecer el día 4 de Julio de 1615, y todos los vecinos de la gran casa en que han tenido lugar las primeras escenas de esta historia, se despertaban espantados, por un ruido inmenso y desacostumbrado.

      En el patio y en los corredores, mas de diez campanas de mano llamaban á misa, se oian golpes en las puertas y en las ventanas de todas las habitaciones y voces de hombres que decian:

      «Levantaos, levantaos, para que asistais al Santo sacrificio de la misa, que en esta casa va á celebrar el señor Arzobispo.»

      Mas que de prisa se levantaba todo el mundo, por piedad ó por curiosidad, nadie queria quedarse en la cama, y antes de media hora, la sala convertida en capilla estaba completamente llena.

      El Arzobispo revestido ya, esperaba en un sitial que acabasen de llegar los vecinos: de pié á su lado estaba Martin con un sobrepelliz blanco como la nieve, y enfrente, de pié, el Oidor D. Fernando de Quesada dirigiendo á la puerta investigadoras é ingeniosas miradas.

      Iba ya á comenzar la misa cuando entró por el zaguan de la casa una lujosa silla de manos, llevada por dos robustos esclavos, y al lado de la cual caminaba un negro de elevada estatura.

      La silla se detuvo en la puerta de la improvisada capilla, y salió de ella una muger envuelta en un manto y con un velo negro sobre el rostro, atravesó entre

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