Torquemada en el purgatorio. Benito Pérez Galdós
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Reconocíanle todos por un hombre sin cultura, ordinario y á veces brutalmente egoísta; pero al propio tiempo veían en él un magistral golpe de vista para los negocios, un tino segurísimo que le daba incontestable autoridad de suerte que, teniéndose todos por gente de más valía en la vida general, en aquella rama especialísima del toma y daca bajaban la cabeza ante el bárbaro, y le oían como á un padre de la Iglesia... crematística. Ruiz Ochoa, los sobrinos de Arnáiz y otros que por Donoso se fueron introduciendo en la casa de la calle de Silva, platicaban con el prestamista aparentando superioridad, pero realmente espiaban sus pensamientos para apropiárselos. Eran ellos los pastores, y Torquemada el cerdo que olfateando la tierra descubría las escondidas trufas, y allí donde le veían hociquear, negocio seguro.
Pues, como digo, fué D. Francisco á su despacho, donde estuvo como un cuarto de hora dando instrucciones al agente de Bolsa, y volvió luego á engolfarse en los periódicos de la mañana, lectura que le interesaba en aquella época, ofreciéndole verdaderas revelaciones en el orden intelectual, y abriendo horizontes inmensos ante su vista, hasta entonces fija en objetos situados no más allá de sus narices. Leía con mediano interés todo lo de política, viendo en ella, como es común en hombres aferrados á los negocios no más que una comedia inútil, sin más objeto que proporcionar medro y satisfacciones de vanidad á unos cuantos centenares de personas; leía con profunda atención los telegramas, porque todas aquellas cosas que en el extranjero pasaban parecíanle de más fuste que las de por acá, y porque los nombres de Gladstone, Goschen, Salisbury, Crispi, Caprivi, Bismarck, le sonaban á grande, revelando una raza de personajes de más circunstancias que los nuestros; se detenía con delectación en el relato de sucesos del día, crímenes, palos, escenas de amor y venganza, fugas de presos, escalos, entierros y funerales de personas de viso, estafas, descarrilamientos, inundaciones, etcétera. Así se enteraba de todo, y de paso aprendía cláusulas nuevas y elegantes para irlas soltando en la conversación.
Por lo que pasaba como gato sobre ascuas era por los artículos pertinentes á cosa de literatura y arte, porque allí sí que le estorbaba lo negro, es decir, que no entendía palotada, ni le entraba en la cabeza la razón de que tales monsergas se escribieran. Pero como veía que todo el mundo, en la conversación corriente, daba efectiva importancia á tales asuntos, él no decía jamás cosa alguna en descrédito de las artes liberales. Eso sí, á discreto no le ganaba nadie, en el nuevo orden de cosas, y tenía el don inapreciable del silencio siempre que se tratara de algún asunto en que se sentía lego. Tan sólo daba su asentimiento con monosílabos dejando adivinar una inteligencia reconcentrada, que no quiere prodigarse. Para él hasta entonces, artistas eran los barberos, albañiles, cajistas de imprenta, y maestros de obra prima; y cuando vió que entre gente culta sólo eran verdaderos artistas los músicos y danzantes, y algo también los que hacen versos y pintan monigotes, hizo mental propósito de enterarse detenidamente de todo aquel fregado, para poder decir algo que le permitiera pasar por hombre de luces. Porque su amor propio se fortalecía de hora en hora, y le sublevaba la idea de que le tuvieran por un ganso; de donde resultó que últimamente dió en aplicarse á la lectura de los artículos de crítica que traían los periódicos, procurando sacar jugo de ellos, y sin duda habría pescado algo, si no tropezara á cada instante con multitud de términos cuyo sentido se le indigestaba. «¡Ñales!—decía en cierta ocasión,—¿qué querrá decir esto de clásico? ¡Vaya unos términos que se traen estos señores! Porque yo he oído decir el clásico puchero, la clásica mantilla; pero no se me alcanza que lo clásico, hablando de versos ó de comedias, tenga nada que ver con los garbanzos, ni con los encajes de Almagro. Es que estos tíos que nos sueltan aquí tales infundios sobre el más ó el menos de las cosas de literatura, hablan siempre en figurado, y el demonio que les entienda... ¿Pues y esto del romanticismo, qué será? ¿Con qué se come esto? También quisiera yo que me explicaran la emoción estética, aunque me figuro que es como darle á uno un soponcio. ¿Y qué significa realismo, que aquí no es cosa del Rey, ni Cristo que lo fundó?»
Por nada de este mundo se aventuraba á exponer sus dudas ante la autoridad de su esposa ó cuñada, pues temía que se le rieran en sus barbas, como una vez que le tentó el demonio, hallándose en una gran confusión, y fué y les dijo: «¿Qué significa secreciones?» ¡Dios, qué risas, qué chacota, y qué sofoco le hicieron pasar con sus ínsulas de personas ilustradas!
Interrumpió la lectura para ir al cuarto de su mujer, resuelto á ponerla en planta, pues Quevedito recomendaba que se combatiese en ella la pereza, favorecedora de su linfatismo; y cuando iba por el pasillo, oyó voces un poco alteradas que de la estancia próxima al salón venían. Era aquélla la habitación que ocupaba el ciego; y como á éste, comúnmente, no se le oía en la casa una palabra más alta que otra, siendo tal su laconismo que parecía haber perdido, con el de la vista, el uso de la palabra, alarmóse un tanto D. Francisco, y aplicó su oído á la puerta. Mayor que su alarma fué su asombro al sentir al ciego riendo con gran efusión, y ello debía ser por motivo impertinente, pues su hermana le reprendía con severidad, elevando el tono de su indignación tanto como él el de sus risotadas. No pudo el tacaño comprender de qué demonios provenía júbilo tan estrepitoso, porque el tal Rafaelito, desde la boda no se reía ni por muestra, y su cara era un puro responso, siempre mirando para su interior y oyéndose de orejas adentro. Torquemada se retiró de la puerta, diciendo para sí: «Con buen humor amanece hoy el caballero de la Chancla y gran Duque de la Birria... Más vale así. Téngale Dios contento, y habrá paz.»
IV
Es el caso que aquella mañana, al entrar Cruz en el cuarto de su hermano con el desayuno, no sólo le encontró despierto, sino sentado en el lecho, pronto á vestirse solo, como hombre á quien llaman fuera de casa negocios urgentes.
—Dame, dame pronto mi ropa—dijo á su hermana.—¿Te parece que es hora esta de empezar el día, cuando lo menos hace seis horas que ha salido el sol?
—¿Tú qué sabes cuándo sale y cuándo entra el sol?
—¿Pues no he de saberlo? Oigo cantar los gallos... Y que no faltan gallos en esta vecindad. Yo mido el tiempo por esos relojes de la Naturaleza, más seguros que los que hacen los hombres, y que siempre van atrasados. Y para asegurarme más, pongo atención á los carros de la mañana, á los pregones de verduleras y ropavejeros, al afilador, al alcarreño de la miel, y por oirlo todo, oigo cuando echan el periódico por debajo de la puerta.
—¿De modo que no has dormido la mañana?—preguntóle su hermana con tierna solicitud, acariciándole.—Eso no me gusta, Rafael. Ya van muchos días así... ¿Para qué espoleas tu imaginación en las horas que debes dedicar al descanso? Tiempo tienes, de día, de hacer tus cálculos y entretenerte con los acertijos que á tí mismo te propones.
—Cada uno vive á la hora que puede—replicó el ciego, volviendo á echarse en la cama; pero sin intenciones de recobrar el sueño perdido.—Yo vivo conmigo á solas, en el silencio de la mañana obscura, mejor que con vosotras en el ruido de la tarde, entre visitas que me aburren y algún relincho del búfalo salvaje que anda por ahí.
—Ea,