Torquemada en el purgatorio. Benito Pérez Galdós
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Se le atravesó la palabra, que, como de adquisición reciente, no podía ser pronunciada sin cierta precaución y estudio.
—Parásitos—le dijo Fidela.—Sí que lo son algunos. Pero no hay más remedio que convidarles alguna vez, para que no vayan por ahí hablando de si en esta casa hay ó no hay tacañería.
—Nuestras relaciones—afirmó Cruz,—no dicen eso. Son personas distinguidísimas.
—No pongo en duda su distinguiduría—asentó Torquemada;—pero profeso el principio de que cada quisque debe comer en su casa. ¿Voy yo á comer á casa de nadie?
—Hay que confesar, señor maridito—le dijo Fidela pasándole la mano por el lomo,—que hoy estás graciosísimo. Si yo no quiero que gastes; si no nos hace falta coche, ni lujo, ni bambolla... Guarda, guarda tus ahorritos, bribón... ¿Sabes lo que dijo anoche Ruiz Ochoa? Que en un mes habías ganado treinta y tres mil duros.
—¡Qué barbaridad!—exclamó el usurero, levantándose impacientemente después de probar el café.—Lo diría en broma. Y con esas cuchufletas da pábulo... sí, pábulo, á vuestras ideas exageradas sobre lo que yo tengo. En fin, me voy por no incomodarme. Reasumiendo: es preciso economizar. La economía es la religión del pobre. Guardaremos el óbolo; que nadie sabe lo que vendrá el día de mañana, y cosas podrán venir que exijan éste y el otro y todos los óbolos del mundo.
Metióse gruñendo en su despacho, cogió sombrero y bastón, que era, por más señas, con puño de asta de ciervo bruñida por el uso, y se marchó á la calle, á evacuar sus negocios. Hasta más allá de la Puerta del Sol le fueron burbujeando en el magín las ideas de la viva disputa con su esposa y cuñada, y seguía disparando contra ellas una dialéctica irresistible:
—Porque no me sacarán ustedes, con todo su maquiavelismo, del sistema del gastar sólo una parte mínima, considerablemente mínima, de lo que se gana. ¡Ya...! como ustedes no tienen que discurrir para traerlo á casa, no saben lo que cuesta... Sólo me correría más de lo acordado en caso de sucesión... Eso sí, la sucesión merece cualquier dispendio considerable. Por eso me decía Valentinico anoche, cuando me quedé dormido en mi cuarto, caldeada la cabeza de tanto afilar el reverendo guarismo... Me decía dice: «Papá, no sueltes un cuarto hasta que no sepas si nazco ó no nazco... Esas bribonas de Águilas me están engañando... que hoy, que mañana, y así no puedo estar... Un pie en la eternidad y otro pie en la vida esa... vamos, que esto cansa... duele todo el cuerpo, ó toda el alma; que si el alma no tiene huesos, tiene coyunturas... y sin tener carne ni tendones, tiene cosquillas, y sin tener sangre, tiene fiebre, y sin tener piel, tiene gana de rascarse.»
VII
Casi todo el día lo pasaron las dos hermanas procurando normalizar el destemplado meollo de Rafael, para lo cual corregían la palabra descompuesta con la palabra juiciosa, y la incongruente risa con la seriedad razonable y amena. Fidela pudo más que Cruz, por disponer de más paciencia y dulzura, y tener sobre su hermano cierto poder sugestivo, cuyo origen ignoraba, conociendo muy bien sus efectos. Á la caída de la tarde, hallándose las dos cansadas de la lucha, aunque satisfechas del buen resultado, pues Rafael hablaba ya con más sentido, les llegó un refuerzo que ambas agradecieron mucho, y gozosas salieron á saludarle:
—Hola, Morentín, gracias á Dios...
—¡Pero qué caro se vende usted!
—Adelante. No sé las veces que éste ha preguntado hoy por usted.
Érase un galancete como de treinta y tres años, guapo, de hermosura un tanto empalagosa, barba rubia, ojos rasgados, cabellera escasa anunciando ya precoz calvicie, regular estatura, y vestir atildado y correctísimo. Después de saludar á las dos damas con el desembarazo de un trato frecuente, fué á sentarse junto al ciego, y dándole un palmetazo en la rodilla, le dijo:
—Hola, perdido, ¿qué tal?
—Hoy comerá usted con nosotros... No, si no se admiten escusas. No venga usted ya con sus trapacerías de siempre.
—Me esperan en casa de la tía Clarita.
—Pues la tía Clarita que se fastidie. ¡Qué egoísmo el suyo! No, no le soltamos á usted. Proteste todo lo que quiera, y vaya haciendo acopio de resignación.
—Mandaremos un recado á Clarita—indicó Fidela conciliando las opiniones;—se le dirá que le hemos secuestrado.
—Bueno. Y añadan, en el recadito, que ustedes toman sobre sí la responsabilidad de mi falta. Y si hay chillería...
—Nosotras contestaremos con otra chillería mayor.
—Convenido.
Pepe Serrano Morentín había sido, en otros tiempos, el inseparable amigo de Rafael y su compañero de estudios desde las primeras letras hasta el grado en la Universidad; y si en la época terrible, aquella amistad pareció extinguida, y apenas, de higos á brevas, se veían los dos muchachos y refrescaban con cariñosa efusión los recuerdos estudiantiles, fué porque las Águilas esquivaban toda visita, ocultándose en su triste y solitario albergue, como si creyeran rendir tributo, con la ausencia de todo testigo, á la dignidad de su miseria. El cambio material de existencia abrió las puertas del escondrijo; y de cuantas amistades lentamente se restablecieran entonces por mediación de Donoso, de Ruiz Ochoa ó de Taramundi, ninguna era tan grata al pobre ciego como la de su caro Morentín, que sabía llevarle el genio mejor que nadie, y despertar en él simpatía muy honda en medio de la indiferencia ó desdén que hacia todo el género humano sentía.
Conocedoras Fidela y Cruz de esta preferencia, ó más bien absoluto imperio de Morentín en la voluntad del pobre ciego, vieron aquel día en su visita una providencial aparición. Y como sabían que Rafael gustaba de platicar holgadamente con su amigo, referirle sus tristezas, provocarle á discusiones en que el humorismo se enredaba con la psicología más sutil, corriéndose á veces á terreno un tanto escabroso, determinaron, después de los cumplidos de rúbrica, dejarles solos, que así descansaban ellas de la guardia, y el ciego estaría más á gusto.
—Querido Pepe—le dijo Rafael haciéndole sentar á su lado.—No sabes con cuanta oportunidad vienes. Deseo consultarte una cosa... una idea, que ayer apuntó en mí, y hoy, en el momento que entraste, cuando oí tu voz, ¡ay! me hirió la mente, así como si entrara de golpe, dándose de cabezadas con todas las demás ideas que hay en el cerebro, y espantándolas y dispersándolas... no te lo puedo explicar.
—Comprendido.
—¿Á tí te acomete alguna idea en esta forma y con esta insolencia...?
—Ya lo creo.
—No; en tí entran con el capuchón de la hipocresía. No sabes que están dentro hasta que se descubren la cara y alzan la voz. Morentín, hoy voy á hablarte de un asunto muy delicado.
—¿Muy delicado?
Al decir esto, el amigo de la casa sintió