Torquemada en el purgatorio. Benito Pérez Galdós

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Torquemada en el purgatorio - Benito Pérez Galdós страница 7

Автор:
Серия:
Издательство:
Torquemada en el purgatorio - Benito Pérez Galdós

Скачать книгу

decir, un medicazo de mucha fanfarria, que después de dejar á tu hermano peor que estaba, ponga unos emolumentos que nos partan por el eje.

      —No podemos consentir que tome cuerpo esa neurosis—dijo Cruz ocupando su sitio.

      —¿Esa qué?... ¡Ah! ya, neurosis, paparruchosis... Mire usted, Cruz, lo que no haga mi yerno, no lo hará ningún facultativo de esos que se dan importancia desbalijando al género humano, después de llenar de cadáveres nuestros clásicos cementerios.

      —No te pongas cargante, querido Tor—arguyó Fidela con dulzura.—Hay que llamar un especialista, dos especialistas, aunque sean tres.

      —Con uno basta—manifestó Cruz.

      —No, mejor será traer acá un rebaño de doctores—agregó D. Francisco, recobrando el apetito.—Y luego que acaben de recetar, nos iremos todos á los Asilos del Pardo.

      —Es usted la misma exageración, señor mío—díjole Cruz festivamente.

      —Y usted el maquiavelismo en persona, ó personificado... Y entre paréntesis, señoras mías, esa cocinera de ocho duros será la octava maravilla; pero á mí no me la da. Estos riñones me saben á quemado.

      —Si están riquísimos.

      —Mejor los ponía Romualda, á quién despidieron ustedes porque se peinaba en la cocina... En fin, me resigno á este orden de cosas, y transigiremos...

      —Transacción—dijo Fidela, pasando la mano por el hombro de su marido.—En vez de llamar los tres especialistas...

      —¿Tres nada menos? Dí más bien las tres plagas de Faraón, y la langosta médico-farmacéutica.

      —Pues en vez de llamar al especialista, llevamos á Rafael á París para que le vea Charcot.

      VI

       Índice

      —¿Y quién es ese peine?—preguntó Torquemada, cuando hubo tragado el pedazo de carne, que al oir Charcot se le atravesó sin querer pasar ni para arriba ni para abajo.

      —No es peine. Es el primer sabio de Europa en enfermedades cerebrales.

      —Pues yo—afirmó el tacaño, dando un golpe en la mesa con el mango del tenedor,—yo, yo le digo al primer sabio de Europa que se vaya á freir espárragos... y que si quiere enfermos ricos, que vaya á recetarle á la gran puerquísima de su madre.

      —¡Hombre, qué cosas dices...!—manifestó Fidela con dulce severidad y blando mimo.—Francisco, por Dios... Mira, tontín, con el viaje á París matamos dos pájaros de un tiro.

      —No, si yo no quiero matar pájaros de un tiro, ni de dos.

      —Llevamos á Rafael á que le vea Charcot.

      —Si no hiciera más que verle... Pues con mandarle el retrato...

      —Digo que curaremos á Rafael, y de paso, verás tú á París, que no lo has visto.

      —Ni falta que me hace.

      —¿Que no? ¿Te parece que no es desairado tener que decir, cuando se habla de grandes poblaciones, «pues señores, yo no he visto más que Madrid... y Villafranca del Bierzo»?... No te hagas el zafio, que no lo eres. ¡París! Si tú lo vieras, se ensancharía el círculo de tus ideas.

      —El círculo de mis ideas—dijo Torquemada, recogiendo con avidez la frase, que le pareció bonita, y quedó encasillada en su archivo de locuciones,—no es ninguna manga estrecha para que nadie me la ensanche. Cada uno en su círculo, y Dios en el de todos.

      —Y una vez en París—añadió la esposa con ganas de trastear dulcemente á su marido,—no nos volveríamos sin dar una vueltecita por Bélgica, ó por el Rhin.

      —Sí, para vueltecicas estamos...

      —Si es baratísimo... Y también nos llegaríamos á Suiza.

      —Sí, y á las Ventas de Alcorcón.

      —Ó haríamos la excursión del Palatinado bávaro, de Baden y la Selva Negra.

      —Sí, y la de la selva blanca; y luego nos llegaremos al Polo Norte y á la Patagonia, y volveríamos á casa por la Osa Mayor. Y al llegar aquí, yo tendría que pedir un jornal en las obras del Ayuntamiento para mantener á la familia, ó una plaza de Orden Público...»

      Las dos damas celebraron con francas risas esta ocurrencia, y Cruz puso fin á la contienda del modo más razonable:

      —Esto del viaje es una broma de Fidela, para asustarle á usted, D. Francisco. No necesitamos acudir á Charcot. ¡Buenos están los tiempos para gastos de viaje, y consultas con eminencias europeas! Lo que Rafael necesita principalmente es distracción, tomar mucho el aire, pasear lejos del infernal bullicio de estas calles...

      —Vamos, hablando en plata, señora mía, eso es otro memorial para el coche. Al fin tendré que apencar con el vehículo.

      —Pero si no hemos dicho nada de vehículo,—observó Fidela entre veras y bromas.

      —¡Pasear lejos!... Sí, se va á curar Rafael con el zarandeo de la berlina... Bueno... á correrla, y no paréis hasta Móstoles.

      —El coche—dijo Cruz con el tono de autoridad que no admitía réplica las pocas veces que lo empleaba, mayormente si iba acompañado de la vibración del labio,—debe ponerlo usted, y lo pondrá, yo se lo aseguro, no por nosotras ni por nuestro hermano, que bien enseñados estamos á andar á pie, sino por usted, Sr. D. Francisco Torquemada. Es indecoroso que ande hecho un azacán por esas calles un hombre de su crédito y de su respetabilidad.

      —¡Ah!... ¡ah!... amiga mía—exclamó don Francisco en voz muy alta, y en tono que tanto tenía de festivo como de airado.—No me engatusa usted á mí con ese jabón que quiere darme. Seamos justos: yo soy un hombre humilde, no una entidad como usted dice. Fuera entidades y biblias... Con esa mónita, lo que hace usted es dar pábulo á los gastos. Yo no doy pábulo más que á la economía; y por eso tengo un pedazo de pan. Pero con la actitud que ustedes toman, pronto tendremos que pedirlo prestado, y no te quiero decir... ¡Deudas en mi casa!... ¡Oh! nunca... Si viene la bancarrota, vulgo miseria, usted, Crucita de mi alma, tiene la culpa... ¡Con que coche! Pues habrá coche, no para mí, que sé ganar la santísima rosca andando en el de San Francisco mi patrono, sino para ustedes, á fin de que se den todo el pisto compatible con su nueva entidad...

      —Pero yo no he pedido...

      —¿Cómo no? ¡Si parece que le hizo la boca un fraile! ¡Si no hay día que no me traiga una socaliña! Tirar tabiques, derribarme media finca para hacer salones... Que si la modista, que si el sastre, que si el tapicero, que si el almacenista, que si la biblia en pasta... Pues ahora, con eso de que el hermanito tiene ganas de reir, voy yo á tener que llorar, y lloraremos todos. Ya estoy viendo una serie no interrumpida de antojos, y por ende de nuevos gastos. Que es preciso distraerle; y como le gusta tanto la música,

Скачать книгу