Torquemada en el purgatorio. Benito Pérez Galdós
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Читать онлайн книгу Torquemada en el purgatorio - Benito Pérez Galdós страница 10
—Hombre, ni antes ni ahora se ha creído eso.
—Autorizada, sí, por esa moral de circunstancias, que profesáis los hombres de mundo, ley que os permite dar bulas para deshonrar, para robar y cometer mil infamias. No me lo niegues. Hay indulgencias, revestidas de lástima piadosa, para la mujer que se halla en la situación que he dicho, quizás sacrificada á intereses de familia...
—¿Pero á qué viene todo eso, Rafael?—dijo Morentín, ya receloso y sobresaltado, deseando cortar á todo trance una cuestión que le iba resultando muy desagradable.—Hablemos de cosas más amenas, más oportunas, no traídas por los cabellos, ni...
—¡Oh! ninguna más oportuna que ésta—gritó Rafael, que si hasta entonces había hablado con serenidad, ya comenzaba á encalabrinarse, inquieto de manos y pies, balbuciente de palabra, como que iba llegando al punto que quemaba.—No necesito buscar ejemplos, ni teorizar tontamente, porque la triste realidad me da la razón. Voy á tratar de un hecho, Pepe, y ahora necesito de toda tu sinceridad, y de todo tu valor.
—Hombre, ¿quieres irte á donde fué el padre Padilla?—dijo Morentín sulfurado, como queriendo ahogar la cuestión.—He venido aquí á pasar un rato agradable contigo, no á discurrir sobre abstracciones quiméricas.
—¿Qué... te vas? (Levantándose.)
—No, estoy aquí. (Deteniéndole.)
—Un momento más, un momento, y luego te dejo en paz. Me sentaré otra vez. Hazme el favor de ver si andan por ahí mis hermanas.
—Que no... Pero podrían venir...
—Pues antes de que vengan, te digo que una lógica inflexible, la lógica de la vida real, que hace derivar un hecho, de otro hecho, como el hijo se deriva de la madre, y el fruto de la flor, y ésta del árbol, y el árbol de la simiente..., esa lógica, digo, contra la cual nada puede nuestra imaginación, me ha revelado que mi infeliz hermana... ¡Triste cosa es descubrir estas realidades vergonzosas dentro de nuestra propia familia; pero es más triste desconocerlas estúpidamente!... Soy ciego de vista, pero no de entendimiento. Con los ojos de la lógica veo más que nadie, y les añado el lente de la experiencia para ver más... Pues he visto, ¿cómo lo diré? he visto que á mi pobre hermana la coge de medio á medio aquel principio, llamémoslo así, y que alentada por la indulgencia social, se permite...
—¡Calla! ¡Esto no se puede tolerar!—exclamó Morentín furioso, ó hablando como si lo estuviera.—¡Injurias infamemente á tu hermana!... ¿Pero has perdido el juicio?
—No lo he perdido. Aquí lo tengo, y bien seguro... Dime la verdad... Confiésalo... Ten grandeza de alma.
—¿Qué he de confesarte yo, desdichado, ni qué sé yo de tus locuras?... Déjame, déjame. No puedo estar contigo, ni acompañarte, ni oirte.
—Ven acá, ven acá...—dijo el ciego, asiéndole el brazo, y apretando con tan nerviosa fuerza que sus dedos parecían tenazas.
—Basta de tonterías, Rafael... ¿Qué delirio es éste? (Forcejeando.) Te digo que me sueltes.
—No te suelto, no. (Apretando más.) Ven acá... Pues me levanto yo también, y me llevarás pegado á tí como tu remordimiento... ¡Farsante, libertino, oye, quiero decírtelo en tu cara, pues no tienes tú valor para confesarlo!...
—¡Majadero, lunático...! ¿Yo...? ¿qué dices?
—Que mi hermana... no lo repito; no...
—Un amante... ¡qué sandez!
—Sí, sí, y ese amante eres tú. No me lo niegues. Si te conozco. Si sé tus mañas, tu relajación, tu hipocresía. Amores ilícitos, siempre que no se llegue al escándalo...
—Rafael, no me irrites... No quiero ser severo contigo. Merecías...
—Confiésamelo, ten grandeza de alma.
—No puedo confesarte lo que es invención de tu mente enferma... Vamos, Rafael, suéltame...
—Pues confiésamelo.
Enlazados brazo con brazo, jadeantes y enardecidos los dos, Rafael queriendo atenazar á su amigo con nerviosa fuerza, el otro defendiéndose sin gran vigor por no provocar una escena ruidosa, por fin pudo más Morentín, obligando al ciego á caer rendido en el sillón, y sujetándole para que no braceara.
—Eres un malvado y no tienes el valor de tu crimen—dijo Rafael con voz ahogada, sin poder respirar.—Confiesa, por Dios...
—Yo te juro, te juro, Rafael—replicó el otro, suavizando la voz cuanto podía,—que has pensado, y dicho una tremenda impostura...
—Es verdad, por lo menos en la intención...
—Ni en la intención ni en nada... Cálmate. Me parece que vienen tus hermanas.
—¡Dios mío, lo veo tan claro, tan claro...!
Por grande que fué la cautela de Morentín, no pudo impedir que algún eco de la reyerta llegase al oído vigilante de Cruz, la cual acudió presurosa, y al entrar hubo de comprender, por la palidez de los rostros, y el habla balbuciente, que entre los dos cariñosos amigos había surgido alguna desavenencia, y el motivo era sin duda de verdadera gravedad, pues uno y otro, cuando disputaban de filosofía, ó de música, ó de cría caballar, no perdían su serenidad ni el acento de broma mesurada y de buen tono.
—Nada, no es nada—dijo Morentín, respondiendo al asombro y á las preguntas de la dama.—Es que éste tiene unas cosas...
—¡Es más terco este Pepito!...—murmuró Rafael en tono de niño mimoso.—¡No querer confesarme...!
—¿Qué?
—Por Dios, Cruz, no haga usted caso—replicó el amigo recobrándose en un momento, y componiendo voz, modales y rostro.—Si es una tontería... ¿Pero usted creyó que nos habíamos incomodado?
Miraba Cruz á uno y otro, sin poder adivinar con todo su talento el carácter de la disputa.
—Como si lo viera. Tanto furor por la música de Wagner, ó por las novelas de Zola.
—No era eso.
—¿Pues qué? Necesito saberlo. (Á Rafael, pasándole la mano por la cabeza y sentándole el pelo.) Si tú no me lo dices, me lo dirá Pepe.
—No, lo que es ese no ha de decírtelo...
—Figúrese usted, Cruz, que me ha llamado hipócrita, libertino, y qué sé yo qué. Pero no le guardo rencor. Me enfadé un poquito por... vamos, por nada. No se hable más del asunto.
—Yo