Torquemada en el purgatorio. Benito Pérez Galdós
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Читать онлайн книгу Torquemada en el purgatorio - Benito Pérez Galdós страница 12
—Todo es relativo, amiga mía. Cierto que si me comparo con usted, no hay caso. Por eso es usted una criatura excelsa, superior, y yo un triste principiante. Bien sé que todavía, por lo poquito que voy aprendiendo en esa escuela, no soy, como la persona que me escucha, digno de admiración, de veneración...
—Sí, sí, écheme usted bastante incienso, que bien me lo merezco.
—Quien ha pasado por pruebas tan horrorosas, quien ha sabido acrisolar su voluntad en el martirio primero, en el sacrificio después, bien merece reinar en el corazón de todos los que aman lo bueno.
—Más, más humo. Me gusta la lisonja, mejor dicho, el homenaje razonado y justo.
—Y tan justo como es en el caso presente.
—Y otra cosa le voy á decir á usted, porque yo soy muy clara, y digo todo lo que pienso. ¿No le parece á usted que la modestia es una grandísima tontería?
—¡La modestia!... (Desconcertado.) ¿Por qué lo dice usted?
—Porque yo arrojo esa careta estúpida de la modestia para poder decir... vamos, ¿lo digo?... para poder afirmar que soy una mujer de muchísimo mérito... ¡Ay, cómo se reirá usted de mí, Morentín!... No me haga usted caso.
—¡Reirme!... Usted, como sér superior, está, en efecto, relevada de tener modestia, esa gala de las medianías, que viene á ser como un uniforme de colegio... Sí, sea usted inmodesta, y proclame su extraordinario mérito, que aquí estamos los fieles para decir á todo amén, como lo digo yo, y para salir por esos mundos declarando á voz en grito que debemos adorarla á usted por su perfección espiritual, por su maestría en el sufrimiento, y por su belleza incomparable.
—Mire usted—dijo Fidela echándose á reir con gracejo,—no me ofendo porque me llamen hermosa. Más claro, ninguna se ofende, pero otras disimulan su gozo con dengues y monerías, que impone esa pícara modestia. Yo no: sé que soy bonita... ¡Ah! no me haga usted caso. Bien dice mi hermana que soy una chicuela... Pues sí soy bonita, no un prodigio de hermosura, eso no...
—Eso sí. Hermosa sobre todo encarecimiento, de un tipo tan distinguido, y tan aristocrático...
—¿Verdad que sí?
—Como que no lo hay semejante ni aun parecido en Madrid.
—¿Verdad que no?... ¡Pero qué cosas digo! No me haga usted caso.
—Por todas esas prendas del alma y del cuerpo, y por otras muchas que usted no manifiesta, con exquisito pudor de la voluntad, merece usted, Fidela, ser la persona más feliz del mundo. ¿Para quién es la felicidad, si no es para usted?
—¿Y quien le dice al Sr. Morentín, que no ha de ser para mí? ¿Cree que no me la he ganado bien?
—La tiene usted merecida, y ganada... en principio; pero aún no la posee.
—¿Y quien se lo ha dicho á usted?
—Me lo digo yo, que lo sé.
—Usted no sabe nada... Bah, perdida ya la vergüenza, le voy á decir otra cosa, Morentín.
—¿Qué?
—Que yo tengo mucho talento.
—Noticia fresca.
—Más talento que usted, pero mucho más.
—Infinitamente más. ¡Vaya por Dios!... Como que es usted capaz, con tantas perfecciones, de volver loco á todo el género humano, y á mí para estrenarse.
—Pues siguiendo usted cuerdo un poco tiempo más, podrá reconocer que no sabe en qué consiste la felicidad.
—Enséñemelo usted, pues por maestra la proclamo. Bien sé yo en qué puede consistir la felicidad para mí. ¿Se lo digo?
—No, porque podría usted decir algo contrario á lo que constituye la felicidad para mí.
—¿Usted qué sabe, si no lo he dicho todavía? Y sobre todo, ¿á usted qué le importa que mis ideas sobre la felicidad sean un disparate? Figúrese usted que...
Cortó bruscamente la cláusula el ruido de un pisar lento y pesadote, de calzado chillón sobre las alfombras. Y hé aquí que entra Torquemada en el gabinete, diciendo:
—Hola, Morentinito... Bien ¿y en casa?... Me alegro de verle.
X
—No tanto como yo de verle á usted. Ya le echábamos de menos, y yo le decía á su esposa que los negocios le han entretenido á usted hoy fuera de casa más que de costumbre.
—En seguida comemos... ¿Y tú qué tal? Has hecho bien en no salir á paseo. Un día infernal. Me he constipado. Antes, andaba todo el día de ceca en meca aguantando fríos y calores considerables, y no me acatarraba nunca. Ahora, en esta vida de estufas y gabanes, con el chanclo y el paraguas, siempre está uno con el moco colgando... Pues estuve en casa de usted, Morentín. Tenía que ver á D. Juan.
—Creo que papá vendrá esta noche.
—Me alegro. Tenemos que evacuar un asuntillo... No hay más remedio que buscar con candil los buenos negocios, porque las necesidades crecen como la espuma, y en esta vida... ¡de marqueses! cada satisfacción cuesta un ojo de la cara...
—Pues á ganar mucho dinero, Tor, pero mucho—dijo Fidela con alegre semblante.—Me declaro apasionada del vil metal, y lo defiendo contra los sentimentales, como este Morentín, que está por lo espiritual y etéreo... ¡Los intereses materiales... qué asco!... Pues yo me paso al campo del sórdido positivismo, sí señor, y me vuelvo muy judía, muy tacaña, muy apegada al ochavo, y más al centén, y sobre todo al billete de mil pesetas, que es mi delicia.
—¡Graciosísima!—decía Morentín, contemplando la cara extática de D. Francisco.
—Con que ya lo sabes, Tor—prosiguió la dama.—Tráeme á casa mucha platita, orito en abundancia, y resmas de billetes, no para gastarlos en vanidades, sino para guardar... ¡Qué gusto! Morentín, no se ría usted; digo lo que siento. Anoche soñé que jugaba con mis muñecas, y que les ponía una casa de cambio... Entraban las muñecas á cambiar billetes, y la muñeca que dice papa y mama, cambiaba, descontando el veintisiete por ciento en la plata, y el ochenta y dos en el oro.
—¡Así, así!—exclamó Torquemada, partiéndose de risa.—Eso es limar para dentro, á lo platero, considerablemente, y barrer para casa.
Durante la comida, á la que concurrió también Donoso, estuvo D. Francisco de buen temple, decidor y festivo.
—Como Donoso y Morentín