En mi principio está mi fin. José Rivera Ramírez

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En mi principio está mi fin - José Rivera Ramírez Ensayo

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lo mismo, inconsciencia. Pero la inconsciencia también es diabólica. De Flebas solo queda el recuerdo físico: fue hermoso y alto. Lo mismo que de los actos eróticos anteriores. Vaciedad total. Y al recorrer su vida en el momento de la muerte, sólo pueden olvidar sensaciones físicas, es lo único que tiene “Flebas, el Fenicio, muerto hace una quincena. Olvidó el grito de las gaviotas y la honda agitación del mar. Y las pérdidas y ganancias. Una corriente submarina descarnó sus huesos entre susurros. Flotando y hundiéndose al entrar en el remolino. Gentil o judío, ¡oh tú! que das vueltas a la rueda y miras a barlovento. Piensa en Flebas, que fue en otro tiempo hermoso y alto como tú”.

      V.- Lo que el trueno dijo

      La esterilidad. Roca sin agua; imposible beber, ni pensar, ni detenerse. Ni silencio, ni soledad. La capilla vacía, huesos secos - muerte (ahora está muerto - muriendo - huesos secos - revueltas sepulturas - pozos vacíos; “que hemos dado”).

      “Amigo mío, sangre conmoviendo mi corazón

      El terrible atrevimiento de un instante de dejadez

      Que un siglo de prudencia no podrá nunca borrar

      Por esto, y sólo por esto hemos existido

      Lo cual no es como para encontrarlo en nuestras necrologías

      O en recuerdos tapizados por la caritativa araña

      O bajo los sellos rotos por el flaco notario

      En nuestros salones vacíos”.

      Han vivido en la prisión, encerrados en sí mismos, estos habitantes de la tierra baldía. Contrastan quizás con la soberbia antigua de Coroliano, al cabo relativamente fértil. Y no obedecen a la mano experta que guía el navío. Son irresponsables.

      El desconocimiento de Dios. Que para Eliot es todavía dios.

      El encapuchado: alusión a Emaús.

      Tragedia. La esterilidad, la locura se ha extendido a amplias zonas. Todo es tierra baldía.

      El transtorno. Torres invertidas - murciélagos que se deslizan cabeza abajo. El Puente de Londres que se hunde.

      Resumen y notas

      Una absoluta esterilidad. Los hombres de la tierra baldía son en realidad “muertos”. Desconocen todo lo que es vida real. Desconocen, por lo mismo, incluso la realidad de la muerte.

      Todo se reduce a un estado de dejación, como el de la mecanógrafa. Hay ruido y cierta belleza ‒era hermoso y alto‒ hay negocios, hay prisa. Y se creen vivos por eso. Corren ‒literalmente‒ hacia la muerte, sin conciencia de ello. Son suficientes como el amante de la mecanógrafa. El ambiente puede ser tan refinado como el de la elegante dama, o soez como el de la taberna, en todo caso la sustancia es la misma: vaciedad, actos físicos: paseo en coche, baño - dentadura postiza - comida - aborto. Irresponsabilidad, no hay de qué quejarse. No se obedece a la mano experta. Se desconoce a Dios. Se teme la vida, y la muerte: todo lo serio.

      Sin embargo, Dios actúa. Recuerdo del prendimiento de Cristo. Viajero desconocido que camina delante. Y la voz del trueno ‒recuerdo budista‒ que den limosna, se dominen, sean compasivos.

      Y al final, parece que los habitantes comienzan a darse cuenta de la esterilidad de la tierra, del hundimiento de todo, que vuelven a la locura ‒es decir la verdad‒ y que estas intuiciones pueden servir para sostener las ruinas. Y todo acaba con el deseo de la paz.

      Quizás sea cierta la interpretación de Aguirre. Quizás la diferencia de nuestra edad consista, en que los hombres van saliendo de su inconsciencia, para tomar partido. Quizás, según la idea de Maritain, hay un avance, un paso firme, rápido, de la acción del demonio y de Dios, y va habiendo más hombres que se ocupan del bien y del mal, de algo serio. Y, a la vez, en su conjunto, el ateísmo militante es una decisión en pro del diablo, una decisión lúcida ‒aunque no conoce a Satanás- contra Cristo, y a eso responde una profundización y extensión, o mejor, una profundización más extendida del cristianismo, con su decisión en pro de Cristo sacrificado por nosotros ‒y resucitado y operante‒ y del valor trascendente de las cosas y los hechos. Quizás para más gente cada vez, los actos tienen importancia, la vida y la muerte son algo, tienen significado. Pero no menos real es la irrealidad de las cosas, de la vida de la multitud. Y en todo caso, sigue la voz del trueno, pero la reconocida, por el mismo Eliot, como la voz de Cristo, la voz de Cristo deseando la paz. De hecho ha resonado ‒así literalmente‒ en la ONU. Y en medio de la irrealidad, hay ciertos oasis como el de los versos 259-265, en que se escucha música verdadera, voces de hombres que viven, que trabajan y en que los muros de los templos brillan con inexplicable esplendor.

      Y naturalmente sobre esta tierra baldía de Eliot, sobre este mundo de muertos, de locos, de inconscientes, planea la misericordia de Dios. Del Padre, que ha enviado al Hijo, porque “amó tanto al mundo que no pasó, hasta entregar su Unigénito”. Y Cristo sigue caminando, ofreciéndose a los inconscientes, a los que caminan inconscientes, pero voluntarios, a la muerte, ofreciéndose al descubrimiento:

      “¿Quién es el tercero que camina siempre a tu lado?

      Cuando cuento, sólo estamos tú y yo juntos

      Pero cuando miro hacia adelante por el blanco camino

      Siempre hay otro caminando a tu lado

      Deslizándose envuelto en un oscuro manto, encapuchado

      Que no sé si es hombre o mujer

      ¿Pero quién es ése a tu otro costado?”

      (V movimiento, v 359-65).

      Ahora, éste que camina al otro costado es el Cristo resucitado, después que ha sufrido la “agonía en los pedregales”.

      Día 24 de febrero. 1966

      Prosigo con las notas sobre Eliot. Pero ante todo surge una cuestión fundamental, ¿qué sentido tiene para mí, sacerdote, el estudio de un poeta? No, evidentemente, la simple consideración de una técnica literaria ‒por más que personalmente me resulte atractiva tal materia‒; pero tampoco la penetración del pensamiento del autor. Lo único que puedo buscar es la visión del planteamiento de asuntos vitales, por un autor moderno. Siendo una cabeza realmente privilegiada ‒incluso en el orden religioso‒ puede enseñarme mucho acerca de la visión divina sobre el hombre y las cosas. Ahora, aun en este terreno, cabe el peligro de aprender “recetas”. De tomar de memoria las ideas del autor. Es necesaria una buena dosis de reflexión personal y de oración, para que todo ello sea útil.

      Otro servicio puede ser el hallar expresiones felices, para expresar lo que yo no sabría, aun sintiendo. En este aspecto, puedo aprender, precisamente de Eliot, que mezcla en sus versos, versos ajenos con toda tranquilidad. Eliot, Claudel, Peguy, Dostoyevsky... me prestan elementos expresivos, para una futura construcción de doctrina espiritual.

      Pues cada vez veo mi “vocación” menos clara, y me inclino a pensar que no debe de ser, ciertamente, el hablar con un mundo que parte de presupuestos muy distintos. Por mal que yo me encuentre en el orden de la caridad ‒y ése es otro asunto‒ existe el carisma, y tengo obligación de usarle. Ahora, el carisma mío, creo que consiste es una visión incomparablemente más profunda de lo ordinario, y en una capacidad de sintetizar, de unir los puntos aparentemente opuestos del misterio, revelándolos a una luz divina, sobrenatural, que muy pocos serán capaces de recibir. Creo que debo ir construyendo, escribiendo lo que se

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